Especial
Gustavo Díaz Solís

A mediados de enero falleció en Caracas el escritor venezolano Gustavo Díaz Solís. Tenía 91 años. Hoy, como un tributo a quien fuera uno de los renovadores de la narrativa de Venezuela del siglo XX, ofrecemos este relato que, escrito en 1939, cuando era apenas un muchacho de 19 años, le mereció el premio de la revista Fantoches y su entrada a la historia de las letras venezolanas.

Llueve sobre el mar

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Por la calle del caserío —larga calle caliente y llena de polvo— camina a trancos un negro fornido, alto.

De alguna parte sale arrastrándose el grito campechano:

—¡Negro José Kalasán, cara!

Así lo saludaban siempre los amigos.

El negro prosigue, balanceando el cuerpo como un mástil. La cabeza redonda, cubierta de pelo lanoso y pasudo, bien asentada sobre el cuello robusto, voltea a uno y otro lado según sea de donde venga el saludo.

Y para cada uno tiene el negro José Kalasán su risa blanca, ancha, generosa.

—¡Epa, negro Kalasán! ¡Para dónde vas tan apurao!

El negro torna a voltear. Los ojos le brillan alegres. Los labios gruesos y violáceos se estiran, se despegan. Y sale la risa otra vez. Los dientes blanquísimos de José Kalasán —como pedacitos de pulpa de coco— destacan firmes sobre el rostro oscuro.

El saludo llegó de la pulpería y hacia ella va el negro, riendo todavía.

—Guá, vale, ¿y esde cuando ta usté por aquí?

—Desde hace un rato, mi negro —responde el otro.

El otro (caraqueño esmirriado, cetrino, mirada inteligente, sombrerito de fieltro echado hacia atrás), de vez en cuando se presentaba por el caserío. Nadie sabía a qué iba allí. Pero como era bromista y zalamero, todos lo toleraban. Y si alguno —alguna vez— no pudiendo contener la curiosidad le preguntase:

—Bueno, caraqueño, no se caliente y dígame una cosa. ¿Usté en qué se ocupa por aquí?

Él respondía sin titubear, evadiendo la respuesta:

—¿La mujer de quién?

—No juegue, caraqueño —lamentábase el burlado.

—¡Usté siempre mamándonos el gallo!

Y todos coreaban riendo:

—¡Ah, caraqueño tigre, caray!

Ahora está sonreído, misterioso, frente al negro José Kalasán, dándole palmadas sobre los brazos robustos.

—No se echa un palito conmigo, ¿ah, negro?

—Caray, mi hermano, ta muy temprano pa eso. Pero viniendo de usté, ¡venga el palito!

—¡Así me gusta, no ve! ¡Ah, negro, caray! Siempre dispuesto. ¿Verdá, negro?

—Guá, yo soy voluntario y usté lo sabe... Y el caraqueño, haciendo una transición:

—Oye, negro, ¿y cuándo ponemos otro sancocho como aquél? ¿Te acuerdas, negro?

—¡Y pa no!

—Palo e bicha tenía usté esa noche, negro. ¡Pero así es como se pone usté bueno!

Sobre el mostrador, cubierto con una plancha de zinc, rugosa de huequitos y abolladuras, están los dos vasitos de vidrio grueso, llenos de aguardiente.

El caraqueño toma uno y lo ofrece al negro.

José Kalasán bebe el contenido en un trago. Igual gesto hace el caraqueño. El líquido meloso pasa suave por la garganta, dejando un rastro caliente. Rebrillan los ojos del negro. Entreabre los labios anchos, húmedos, y deja ver su risa blanca, llena de satisfacción.

El caraqueño, bajando la voz y poniéndose confidencial, le pregunta:

—Bueno, negro, ¿y qué hubo de la negrita aquella que estabas bregando en el sancocho?

Y el negro, remedando al preguntón:

—¡Guá, a mí me pueden registrá!

—¡Ya veo que me estás cogiendo los tiritos! —exclama el caraqueño—. ¡Ah, negro bandido éste, caray! De perinola que te la pegaste. ¡Si esa negrita estaba así por usté!

Y hace con los dedos de la mano derecha un gesto significativo. El negro mira los dedos del caraqueño con los ojos brillantes y de nuevo abre su risota blanca y guapa.

—¿Otro palito, negro?

—Bueno...

En la pulpería hay sombra fresca, acogedora. Afuera, el sol refulge y quema. Cae a plomo sobre la calle polvorienta del caserío. Se derrite sobre el mar. El mar se agita, sudando brillos. Escandila, hace doler los ojos. Adentro, en la pulpería, hay fresca, sabrosa sombra.

—¡Otro palito, mi negro!

—¡Échale!

 

II

En una ensenada mansa de la costa había nacido el poblacho. Los hombres fueron llegando y levantaron sus ranchos donde mejor les pareció. Los unos junto al mar, porque eran pescadores. Los otros se fueron aproximando a la montaña para estar cerca de las haciendas de cacao donde trabajaban. Y los que vivían de los pescadores y los peones los alzaron en el medio. Eran los más grandes. Así, el de la pulpería, el de la Comisaría, el del turco de la tienda y otros más.

El tiempo formó dos hileras de ranchos. En el medio de las dos hileras quedó una larga franja de tierra caliente. Era la calle. La calle nacía, allá arriba, en la entrada de una gran hacienda de cacao y venía a morir, aquí abajo, a la orilla del mar.

El embarcadero era un remanso. A treinta, quizá cincuenta metros de la orilla, había una barrera de arrecifes que en la bajamar asomaba su áspera cresta. En la pleamar ya no podía verse. La barrera de arrecifes separa el remanso del otro mar, bravo, azul, que se ve allá lejos. Por el ancho camino del mar pasan los veleros serenos, raudos, escorados, según esté el viento. Pasan también —sobre el filo del horizonte— los grandes trasatlánticos tiznando el cielo, dejando sobre las olas hondas una estela de espumas trituradas.

Hacia la derecha, el cerro ríspido, pedregoso, cae de bruces sobre el mar. Desde el embarcadero puede verse el caminito calcinado que se escurre por entre rocas y cardones, como con miedo a pincharse. El caminito une al puerto de los pescadores con el puerto oficial que está a menos de una legua.

Allá hay un muelle grande, unas cuantas casas y un cuartel.

Aquí, en la orilla mansa del agua, crecen mangles y cocoteros. Mangles verdinegros, desmayados, quietos. Altos, rumorosos cocoteros. Agitando en el viento recio y salitroso sus penachos rebeldes.

Así parecen jóvenes caciques indios.

Pero eso fue hace ya mucho tiempo.

 

III

Un rancho largo, bien encalado, con dos puertas irregulares. Sobre la pared estas palabras: “Las Brisas”. Era la pulpería de Monchito.

De día casi nadie iba a la pulpería. Pero de noche era muy visitada. Sin embargo, casi todos eran los peones de las haciendas cercanas. Escaseaban los pescadores. Éstos, por lo general, tenían algo en qué pensar o algo que hacer (el golpe que llevó el bote hoy contra las rocas; el anzuelo que trozó la picúa; el cordel que se enredó).

Los otros hombres, los peones, esos sólo querían olvidar.

Inclinado sobre el mostrador, Monchito —mestizo soturno y gruñón— atendía a los contertulios y a ratos mezclábase en su charla.

Los hombres eran mestizos taciturnos y reticentes, mulatos jactanciosos, negros dolorosamente alegres. Del techo de la pulpería pendía una gran lámpara de kerosene que esparcía su luz dura y brillante —unas veces amarilla, otras azul— por todo el local. La luz bañaba los rostros cansados, los rostros alegres, los rostros severos. Un extraño livor los pintaba, cubriéndolos de misterio y de fatalidad.

Más allá de la zona iluminada adivinábanse sumidos en la penumbra rollos de mecate en forma de ocho, alpargatas, potes, machetes.

La luz de la pulpería de Monchito es la última que se apaga en el caserío. Cuando ya la noche es grande y densa todavía se ve en la puerta un grueso chorro de luz. Es muy potente la lámpara de Monchito. Su luz puede verse desde lejos, desde el mar. Así decían los pescadores. Debía, pues, ser verdad.

A un lado un grupo abigarrado charlaba entre risotadas ásperas. A otro, jugaban al dominó. Y más allá, más metido en la penumbra, un hombrecito magro, solitario, punteaba un cuatro. En medio del bullicio de la pequeña sala, por entre las carcajadas y el seco golpe de las piedras de dominó sobre la mesa, podía percibirse claro, distinto, el sonido menudo del cuatro. Todo el ruido del recinto se filtraba a través de aquel hombrecito oscuro y salía destilado en pequeñas, finas gotas sonoras. Y las notas que salían de la pulpería —igual que la luz de la lámpara grande— se iban con la brisa que retornaba de la tierra adentro y podían oírse, también, desde el mar.

Caían dos, tres, cuatro horas. Y cuando el silencio era macizo en el caserío, Monchito gritaba palmoteando:

—¡Bueno, pues, vámonos todo el mundo que voy a cerrar! ¡Vamos a ver cuándo pagan!

—Bueno, el sábado, seguro —respondía uno por todos.

Y desfilaban los hombres oscuros, como sombras.

Ya en la calle, empezaban a sumirse en la noche. Entonces, cuando ya los hombres se habían ido, cuando ya Monchito había apagado su lámpara, se oía imponente la eterna voz del mar. Arriba, en el cielo, muy arriba, las estrellas. Abajo, el caserío brotaba en la oscuridad, rebrillaba en la noche como una enorme risa de negro. Detrás, la montaña negra, más negra que la noche, llena de extraños ruidos. Y envolviéndolo todo, dominándolo todo con su ronco rumor, el mar.

 

IV

Otro rancho, un tanto más vertical, menos destartalado que los otros, con un zócalo azul añil y remiendos donde los demás mostraban agujeros y grietas, era la Comisaría. Arriba, sobre la puerta, aleteaba una desteñida bandera venezolana. Las puntas de la bandera eran jirones, como si la hubiese azotado una tempestad.

Era gente apacible la del caserío y el comisario poco tenía que hacer. Éste no era uno de aquellos terribles, de grandes bigotes, machete y revólver al cinto. No; este comisario era un hombre aindiado, sin relieves, un poco tímido, amigo de todo el mundo. El revólver que le habían entregado por gracia de su cargo nunca precisó usarlo en los cinco años de su residencia allí y a veces hasta se le olvidaba sacarlo a la calle, tan inútil le era.

El comisario tenía una hija. Nieves: una trigueña de carnes recias, robustas caderas y un raro color soñoliento en las piernas. Miraba de un modo inquietante, misterioso. Debía oler a cama revuelta, tibia.

Nadie en el pueblo sabía qué hacía la niña Nieves además de acompañar y atender a su padre. Casi nunca salía de la casa. Algunas veces, a mediodía, cuando más sola estaba la calle, se la veía caminar con un paño de mano sobre la cabeza. La brisa le pegaba el vestido al cuerpo potente. Entonces, los hombres que estuvieron en la pulpería se asomaban a la puerta para verla.

La niña Nieves pasaba pisando fuertemente, con un despreocupado taconeo y su paño de mano sobre la cabeza. Los hombres le miraban las piernas desnudas, con un extraño color de sueño y decían:

—¡Qué hembra, mi hermano!

—¡Quién pudiera!

—¡Que va, negro ésa no es pa nosotros!

Era la conclusión de siempre.

 

V

En la hacienda de cacao vecina al caserío trabajaban treinta, cuarenta, hasta cincuenta hombres.

El cacaotal es soledoso, lleno de fresca humedad. La humedad —olorosa a caracol, a escondido musgo— enfría la piel y es buena para que vivan el cacao y los mosquitos. El sol resbala por entre los bucares y guamos altísimos y forma pequeños trocitos de luz sobre la tierra tapizada de hojas.

A veces el sol se oculta detrás de una nube. Entonces es casi noche en el cacaotal. El follaje parece compactarse. Los cacaos parece se pegaran unos a otros y se hicieran más bajos. Entonces se hace un silencio grave, un silencio profundo, un silencio inquietante. Puede oírse el vuelo de un insecto, la caída de una hoja.

Los hombres salen al cuaimeo: limpiar de monte el pie de los árboles. Van curvados. Algunos llevan los torsos desnudos. Otros usan franelas. Desteñidas franelas a rayas. Sucias franelas blancas.

El garabato agarra el monte y desnuda el débil tallo de las hierbas. Entonces pasa el machete a ras de tierra.

—¡Juaj! ¡Juaj!

Los hombres siguen avanzando por entre el cacaotal. Los torsos desnudos brillan. Los otros se presienten a través de las franelas sudadas. El machete sigue pasando, veloz a ras de tierra.

—¡Juaj! ¡Juaj!

El zancudo sanguinario se para sobre las espaldas duras. O sobre el cogote. Se queda quieto un instante como si estuviera pensando. Luego, con el pico busca el poro sobre la piel. Entonces se va a fondo. Planta su taladro y empieza a chupar. El hombre, distraído, sigue manejando el machete.

—¡Juaj! ¡Juaj!

El zancudo se va hinchando poco a poco. El abdomen le va creciendo, llenándosele de sangre. Cuando está harto saca el aguijón y se va volando pesadamente. Parece como si ya fuera a desprenderse, ahíto, borracho de sangre.

Pasan algunos días y puede venir la fiebre. Entonces el hombre curvado dentro del chinchorro tiembla y delira.

Otras veces el hombre siente el pinchazo y de un manotón instintivo aplasta el mosquito. El hombre, entonces, maldice en voz baja y sonríe.

Otra cosa son las culebras. Casi siempre es la cuaima terciopelo. Otras veces es la coral o la macaurel.

El hombre mete el garabato para desnudar las hierbas y alcanza a ver la culebra que huye o que se enrosca para morder. El hombre voltea a todos lados buscando un bejuco.

El hombre piensa: no se debe matar culebra con palo. Con machete tampoco. Si se separa la cabeza del cuerpo, la cabeza sale disparada, volando, y puede alcanzar a alguno. Entonces el hombre muere con la cabeza podrida prendida al cuerpo.

Otras veces se clava la cabeza en el tronco de un árbol. El árbol se seca.

El hombre corta un bejuco y le cae a bejucazos a la culebra. El bejuco pasa silbando por el aire:

—¡Juij! ¡Juij!

La culebra hace bruscas contorsiones, lanza mordiscos desesperados. El bejuco sigue cayendo recio, inclemente.

—¡Juij! ¡Juij!

Las contorsiones se hacen más lentas. Ahora son voluptuosas. La culebra se mueve como una mujer. La culebra agoniza. Ya muerta, todavía distiende los anillos con extraño, misterioso movimiento. Entonces el hombre coge un palito, engarza la culebra y la tira a un lado. El hombre se estira, alto, vencedor. Piensa en la culebra un instante y se vuelve a curvar.

Tibio sol chorrea por entre los árboles. El silencio es grave, el silencio es profundo, el silencio es inquietante.

 

VI

El negro Kalasán también avanza con la cuadrilla. La espalda ancha y musculosa se cubre de sudor. Brilla la piel cuando la toca la luz que se mete entre los árboles. Brilla el machete como la piel. La izquierda empuña el garabato. La derecha maneja el machete con ritmo acompasado.

El negro suda y piensa. Piensa que es duro el trabajo y que después no habrá sino para el vasito de ron malo. No hay ni siquiera para una buena mujer. ¿Y la niña Nieves? Que va, ésa no puede ser para él. “Qué va, negro, quítate eso de la cabeza”. Así le dicen los amigos cuando él la mira pasar con su paño sobre la cabeza. Con su andar pendenciero y su extraño color soñoliento en las piernas. “Qué va, negro, quítate eso de la cabeza”. Era la conclusión de siempre.

Las palabras vibran, laten en su cerebro. Caen lentas como gotas en su sangre. Le corren por el cuerpo todo. El cuerpo bañado en sudor. La mano aprieta con fuerza el machete. Los antebrazos se hinchan. Las venas se llenan de sangre, levantan la piel. Los golpes caen recios, acompasados, tajando el silencio del cacaotal.

—¡Juaj! ¡Juaj!

El negro sigue avanzando. El monte primero es una masa de troncos rugosos, de hojas y mazorcas rojas, violáceas, amarillas. Poco a poco se va esfumando. El negro suda y piensa. Ya no ve por dónde pisa. Avanza, avanza.

Súbitamente, un agudo dolor. Alto, como un grito de la carne. Dolor afilado y caliente que le muerde, taladra, quema la carne, y le sube por las venas. Y un rabo negro aterciopelado que huye por entre la hojarasca, se pierde sin ruidos, desaparece.

—¡Maldita bicha!

El negro suelta el machete y se agarra fuertemente la pierna con ambas manos.

Las palabras volaron a través del cacaotal. Los otros hombres vinieron a asistir al negro José Kalasán.

Ya los ojos se nublan. Ya la pierna comienza a hincharse. El dolor es agudo, tremendo. Muerde, abrasa. La carne gime y se retuerce. El negro se estira y tiembla. Se muerde los labios violáceos.

—¡Maldita bicha!

La saliva espesa sale en burbujas lentas por el canto de los labios apretados.

—¡Maldita bicha!

Entonces uno de los hombres dijo:

—¡Vamos a llamar a Simangal..!

Simangal: el hombre raro, misterioso, enciende un fuego reverente en la mirada de los hombres rudos.

Simangal: el brujo, el curandero. El nombre que nadie pronuncia, pero que ninguno olvida.

Simangal: único recurso en los momentos de trance, cuando los hombres se mueren y hay que salvarlos.

No es natural del pueblito. Llegó un día cualquiera y levantó un rancho. ¿Cuándo? ¿Con quién? Nadie lo sabe. Simangal tiene la edad del tiempo. Los más viejos del caserío, cuando niños, habían aprendido a respetar a Simangal.

El rancho del brujo es como cualquier otro. La única diferencia es que tiene la puerta siempre cerrada.

¿Alguna mujer caritativa del pueblo le lleva comida de vez en cuando? ¿Cómo es? ¿Qué aspecto tiene? Nadie lo recuerda. Hace años no sale de su rancho. Primero practicaba las curas y los ensalmos personalmente. Después, cuando pasaron muchos años, no volvió a salir más. Ahora envía su sombrero andrajoso y mugriento para que lo pongan sobre la herida. El sombrero es como una prolongación de él mismo. Mientras está sobre la herida, él —allá en la fosca penumbra de su rancho— alarga sus manos huesudas, entorna los hondos, extraños ojos y reza sus secretas oraciones.

Por eso los hombres dicen:

—Vamos a llamar a Simangal...

El que lo dijo esta vez partió presuroso por entre los árboles, hacia el pueblo.

Los otros hombres llevaron a José Kalasán en peso hasta su rancho y allí aguardaron.

Pasaron diez, veinte minutos.

Los hombres rodeaban al negro José Kalasán en la semioscuridad del rancho. La pierna estirada del negro aparecía levemente hinchada. La piel estaba febril.

Entonces apareció en la boca del rancho el que había ido en busca de Simangal. Todos voltearon hacia él. Preguntaron con los ojos.

El hombre permaneció silencioso y miraba extrañamente al negro Kalasán.

—¿Qué hubo? —inquirió roncamente uno de los hombres—. ¿Y Simangal?

Todavía se arrastraron unos instantes de angustioso silencio. La tensión se estiraba. Ya iba a reventar. Entonces el hombre habló:

—Simangal dice que no tiene que venir.

Cayeron despaciosos otros segundos. El hombre continuó:

—Simangal dice que al negro José Kalasán no le hace nada la culebra. Simangal dice que él sabe...

Las palabras brotaron lentas de los labios del hombre. Quedaron flotando en la penumbra del rancho. Fueron trepando por la sangre de los hombres. Chocaron, rebotaron y después se quedaron fijas, vibrando en el interior.

“Simangal dice que al negro Kalasán no le hace nada la culebra. Simangal dice que él sabe...”.

Nadie habló más. Los hombres se quedaron confundidos, pensando. Luego abandonaron silenciosos el rancho.

 

VII

“Simangal dice...”.

La noticia se metió en todos los ranchos del caserío.

Entraba pronto en el alma de las mujeres humildes y supersticiosas. Invadía lenta el pensamiento de los hombres, y allí se quedaba girando, misteriosa.

“Simangal dice...”.

 

VIII

El negro José Kalasán sanó a los pocos días. Volvió al trabajo. Pero ahora ya no tenía su risa ancha, blanca, siempre en los labios. Él mismo no se comprendía ya. Parecíale como si él, el negro José Kalasán, había muerto y que ahora era otro distinto. Ya le costaba abrir los labios gruesos y hacer sonar su risa guapa y bulliciosa. Y cuando hablaba, las palabras eran otras y sonaban raro.

Los hombres observaban al negro y decían:

—¡El negro Kalasán está cambiao!

—¿Estará embrujao?

A veces, en el cacaotal, mientras él estaba inclinado cortando monte, los otros dejaban de trabajar y se le quedaban mirando intrigados.

—Aguáitelo, hermano, aguáitelo. Parece que va dormido.

 

IX

“A mí no me hace nada la culebra. La culebra que pica y mata. Simangal lo dijo. ¡Yo soy el negro José Kalasán!”.

Las palabras resuenan en su cerebro. Se le meten en la sangre y él siente que la sangre acelera su marcha, que las venas se le hinchan y le brotan bajo la piel. Hace un calor sofocante aun bajo los bucares en el cacaotal. El calor se tiñe de humedad y se hace espeso. Casi puede tocarse con las manos.

Los hombres avanzan curvados. Los machetes resuenan.

—¡Juaj! ¡Juaj!

El negro Kalasán agarra el monte con el garabato y descarga recios machetazos:

—¡Juaj! ¡Juaj!

“Soy un negro caliente y la culebra que pica y mata no me hace na. Simangal lo dice y es verdá”.

El negro suda. Por debajo del pantalón grueso y burdo, él siente las piernas musculosas, recias, rezumando caliente sudor. El sudor le hace cosquillas en las piernas, en los muslos potentes.

El calor cae sobre los hombres curvados.

El pensamiento vuela hasta el caserío. Sabrosa que está la niña Nieves. Sabrosa y dura. Con sus piernas gordas y amarillas. Con su extraño color soñoliento sobre la piel. Sabrosa cuando ella pasa con su paño sobre la cabeza, a mediodía, cuando el sol está caliente, sabroso. “Quítate eso de la cabeza, negro”. Así decían siempre. Que va, él es el negro José Kalasán. Si lo pica la culebra que mata, a él no lo mata. Simangal lo dice y, por lo tanto, no hay la menor duda, ¡es verdá!”.

 

X

Noche grande, inmensa sobre el caserío. Arriba, muy arriba, la luna amarilla, redonda, brillando. La luna pinta las cosas con extrañas tonalidades. Cae sobre el mar y el mar brilla y suena de un modo distinto. Saca filos a las hojas de los cocoteros que relucen como cuchillos. Chorrea la luz friolera sobre los ranchos destartalados y los ranchos brillan, parecen más blancos que de día. Clara, clara se ve la calle. Larga, desde el monte hasta el mar. Las dos hileras de ranchos blanquean; refulgen en la noche como una inmensa risa de negro. En la playa los pescadores conversan. Los pescadores hablan tranquilos y miran el mar.

Es raro. Hay luna y parece que va a llover. Nubes hinchadas, oscuras, van por el aire devorando estrellas. Amenazan ocultar la luna. La luna, redonda, amarilla, resbala por el cielo y nunca acaba de caer. La brisa húmeda, potente, llena de olores removidos, silba, ronca sobre el mundo. Es raro: hay luna y parece que va a llover.

Las nubes negras, como humo de incendio, pasan raudas. La luna —inquieto color de sueño— resbala por el cielo y nunca acaba de caer. Abajo, en la playa, los pescadores han dejado de hablar. Ahora miran fijamente el mar. El mar gruñe como un borracho y escupe espuma contra las rocas. Después chupa la arena que suena con áspero, hondo ruido.

Desde el fondo remoto de la noche y del mar vienen truenos sonoros, inquietantes.

Allá lejos se estremece el cielo agrietado de relámpagos.

 

XI

Adentro, en la pulpería de Monchito, los hombres beben. El negro José Kalasán juega al dominó en una mesa y toma precipitadamente vaso tras vaso de aguardiente.

—Te vas a rascá, negro...

El negro sigue bebiendo. Por la puerta de la pulpería sale un raudal de luz. Desde adentro puede verse un pedazo de calle. Es una mancha ocre. La mancha ocre de la calle se llena primero de puntitos oscuros. Se va poniendo más y más oscura.

Alguien dijo:

—¡Viene el agua!

Comienza a llover. Sobre el ambiente tibio y sabroso de la pulpería se oye caer el agua. La lluvia hace como si mascara la paja del techo.

Arrecia la lluvia. Las gotas se sienten ahora más gruesas, como piedras. Suena fuertemente el agua. Avanza, cerca los ranchos. A veces viene una racha de viento del mar y el ruido se hace ensordecedor. El rancho de la pulpería tiene ahora una enorme importancia. Parece como si afuera no hubiese lluvia. De la calle llega un olor sofocante de polvo mojado.

José Kalasán bebe otro vaso de aguardiente.

—¡Buena noche cogió usté pa rascase!

—Sí, buena noche.

Las palabras hacen eco en su interior y le regresan profundas, redondas, como dichas por otra persona.

El negro se pasa la mano por la cara como si quisiera quitarse algo que le molesta. Siente gruesa, enorme la nariz. La respiración se hace difícil, sonora. Del abismo de su vida le vienen trepando torvos pensamientos. Las voces se han hecho sordas en el interior de la pulpería. Afuera, suena recia, compacta la lluvia.

El negro echa la silla hacia atrás buscando una posición más cómoda. Siente sobre sus espaldas algo que lo empuja a levantarse, a irse no sabe a dónde. Son unas largas manos huesudas, con grandes uñas encorvadas, amarillas.

La lluvia ha levantado un vaho caliente que invade la pulpería.

—¡Monchito, mi hermano, échame otro!

La voz del negro es áspera, gruesa.

 

XII

Cuando se sintió borracho salió de la pulpería.

La calle, antes dura y polvorienta, era ahora un fangal oscuro, resbaloso. En el turbio espejo de algún charco podía verse deformada la cara de la luna resbalando en el cielo, abandonadamente.

El negro Kalasán avanzó. Los pies se le hundían con torpeza en el fango baboso. El viento pasaba ululando sobre el caserío. Allá lejos, el mar, como un insomne monstruo contenido, quejándose.

Ahora siente otra vez las flacas manos huesudas que lo empujan. Las uñas encorvadas, amarillas.

Cuando llegó a la comisaría empujó violentamente la puerta.

El negro caminó en el interior como un torpe animal. Se balanceaba, apoyándose en las paredes para no caer.

El comisario saltó de la cama. Todavía en la penumbra del sueño cogió el revólver y gritó al negro. El negro avanzó hacia él, siniestramente.

El comisario disparó dos, tres, cinco veces.

En la oscuridad sonaron los golpecitos como pequeños chispazos alumbrando el silencio.

Entonces el negro tumbó al comisario en un rincón.

La niña Nieves, allá en el cuarto, lanzó un grito.

El negro caminó guiado por su instinto. Apareció inmenso en el umbral como una alta sombra arrancada a la noche. En el interior dio lentos, pesados pasos. Los brazos extendidos buscaban el cuerpo de la hembra entre las sombras.

El tiempo hizo un poco de luz en la habitación.

En la penumbra la cama extendía su amplitud lechosa. La mujer temblaba inmóvil, pegada a la pared. El negro avanzó todavía más.

—¿Dónde tas tú, mi vida?

Un grito delató su presencia. El negro ahogó en un lento, interminable beso los otros gritos que luchaban por salir.

Afuera en el patio el viento mecía las ramas de los árboles. Las hojas cabeceaban golpeadas por las gruesas gotas.

Bajo la noche —sobre el mar— la lluvia batía en el viento sus metales.

 

XIII

El comisario corrió hacia el puerto. Tramontó atropelladamente el cerro ríspido chocando contra las rocas, hiriéndose con las espinas de los cardones.

Allá explicó, jadeante, demudado, lo que ocurría.

—Un negro embrujado, un negro borracho, loco. Le disparé cinco tiros y ninguno salió. Ese negro no lo mata nada. Así lo dijo el brujo. ¡Es verdad, capitán, es verdad ! ¡Le digo, cinco tiros y ninguno salió!

El militar echó una mirada entre burlona e incrédula sobre el hombrecito tembloroso y mojado.

—¡Vamos a ver!

Cuando llegaron ya el negro había huido.

La niña Nieves, entre sollozos, les indicó por dónde. Los hombres armados avanzaron. Atrás venían los otros, los de la pulpería. Allá lejos —en el fondo de la calle— la luna hizo saltar de la oscuridad la figura del negro.

Sonaron tiros.

—¡Va herido ! ¡Va herido! —gritó alguno.

La silueta se perdía a ratos en la noche protegida por la sombra y la lluvia cenicienta. Después aparecía más adelante.

Continuó la persecución unos instantes. Otros tiros atravesaron la noche.

Frente a un rancho desvencijado encontraron al negro muerto. Tenía la cara cas hundida en el barro. Gotas de agua enlunada que se enredaban en la greña lanosa comunicaban a la cabeza un raro brillo.

La lluvia —ya menuda— caía sin ruido sobre el cuerpo todavía redondo de vida.

Los soldados miraron el cadáver con sus impasibles miradas de soldados.

Entonces uno de los hombres que venía atrás alzó la vista y mirando el rancho dejó caer estas palabras:

—Tenía que morir aquí. Frente a este rancho.

Bajo la noche —sobre el mar— la luz de la luna bajaba al sesgo en la lluvia blanca.