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Ilustración: Sergei ChepikLa melancolía urbana

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“Y la ciudad, ahora, es como un plano
de mis humillaciones y fracasos...”.

Jorge Luis Borges

La literatura hubo de presagiar un mundo vuelto espacio turbulento: las ciudades, con su contundencia fabril, la niebla de sus puertos y el abatimiento y la humillación de sus habitantes ante esa maquinaria infernal y despiadada. Edgar Allan Poe intuyó al hombre de la multitud: “Esos seres se movían incansables, rojos los rostros, hablando y gesticulando consigo mismos como si la densidad de la masa que los rodeaba los hiciera sentirse solos”. “¡Horrible vida! ¡Ciudad horrible!”, bramaba Charles Baudelaire. “¡Al fin solo! La tiranía del rostro humano ha desaparecido, y ya no sufriré sino por mí mismo”. Arthur Rimbaud contemplaba la sordidez en la vida cotidiana: “Desde mi ventana veo espectros nuevos circulando a través del espeso y eterno humo de carbón (...); la Muerte sin lágrimas, nuestra niña activa y sirvienta, un Amor desesperado y un bonito crimen berrean en el fango de la calle”. Honoré de Balzac comparó a la ciudad con un monstruo cuya desmesura rompe los contornos del mundo humano y colinda con lo fantástico, un animal salvaje y un infierno donde cada barrio es un círculo y cada calle una caldera.

El héroe kafkiano es un ser humillado y abatido hasta la total anulación por el mundo social que lo rodea. Roberto Arlt pintó en la Buenos Aires de su tiempo un colectivo urbano pleno de anonimato y oscuridad, la dilución de lo enfermizo, la falta de diálogo y el desdén por la condición sumisa de los seres opacados por la multitud. Albert Camus dirá que esta multitud vive “en esa otra especie de soledad que se llama promiscuidad”. “Adán Buenosayres” fue para Leopoldo Marechal “el desertor de la ciudad violenta”. Cátulo Castillo expresa en sus versos la dolorosa imposibilidad de retornar a la vieja ciudad anterior a la modernidad:

Mi soledad manchada de verdín
regresa sin piedad a la ciudad de barro y adoquín.

Y Ernesto Sábato definió a la misma ciudad como una “inmensa factoría caótica, convertida en un desierto de amontonadas soledades”. Juan Gelman describió a una urbe “que gime como loca”, espacio de lo vital, escenario de las huelgas y manifestaciones, gran teatro de la tragedia diaria. Para todos ellos, el inminente conglomerado urbano devendría escenario apocalíptico: años más tarde, James G. Ballard hará una arqueología de ese Apocalipsis.

Con el crecimiento de las ciudades surgieron nuevas expresiones del individualismo moderno, que acompañó el aislamiento personal ante las condiciones impuestas por el desorden social. La tristeza y la desolación se sintieron en forma individual e íntima, aunque eran transferencias de un sistema global de interpretación que daba sentido al sufrimiento y conectaba el mal tanto con el microcosmos como con el macrocosmos (Bartrá). El sentimiento de soledad e incomunicación en la ciudad ha sido paulatino al desarrollo de la modernidad, y se expresa en un sufrimiento que se condensa en la melancolía como una nueva forma de conciencia individual y angustiada de la modernidad. “La causa más sutil del triunfo del hastío”, afirmó Aldous Huxley en On the Margin, “fue el desproporcionado crecimiento de las ciudades. Acostumbrados ya a la vida ferviente en esos contados centros de actividad, los hombres hallaron que la vida fuera de la urbe les resultaba intolerablemente insípida”.

Surge entonces el spleen, un sentimiento que corresponde a la catástrofe en permanencia, tal como lo definió Walter Benjamin. Es época de la tristeza como valor en potencia. El siglo XX, el de los grandes conglomerados urbanos y las devastadoras guerras, el siglo de las telecomunicaciones y la alta tecnología, ha sido, paradójicamente, el de la incomunicación y la soledad. “El mito global”, había expresado Balzac, “sólo nos empuja a la era de la melancolía. El modelo de la codicia se balancea entre la ira y la codicia, mientras la aldea global es sólo una esperanza ingenua”.

El hombre de la multitud, enmarañado en la inmensa jungla humana, se hace cada vez más anónimo e impersonal. “Multitud, soledad”, dirá, encendido, el gran Baudelaire, “términos iguales y convertibles para el poeta activo y fecundo. Quien no sabe poblar su soledad, no sabe tampoco estar solo entre la muchedumbre atareada”. Fue en el horror de la gran ciudad que Baudelaire descubrió la belleza como algo ardiente y triste. La ciudad, su agua turbia, con la fealdad de sus ciegos, el vino malo del trapero, su musa venal y su carroña, en vez de consolarlo y halagarlo, inician al hombre en la vida moderna. De allí que la ciudad sea no sólo el escenario de esa belleza moderna, sino el instrumento y sacerdote de esa iniciación (Palacios).

Algunos siglos atrás, la melancolía fue sinónimo de hastío, de la felicidad de la tristeza, debido al perpetuo deseo y la no menos perpetua pérdida del objeto del deseo. Como mal de la conciencia alimentó el aborrecimiento y la desesperación de sí mismo. Conjugó el fracaso religioso y social con el anhelo de intimidad del individuo. En los tiempos modernos, la melancolía se transformó —erróneamente— en depresión, una experiencia personal, aunque irreductible, del ser humano sobreviviente de la modernidad. En ésta, la civilización ha logrado saturar los sentidos, hastiándolos con sus diversas resonancias y disonancias: desmesura de sensaciones y sentimientos, hiperpoblación de sonidos e imágenes, de mensajes publicitarios y políticos, de acciones y motivaciones. Es la “hartadura de los sentidos” de Sartre, la frustración del hombre y su aislamiento personal.

En la gran ciudad, la incomunicación del hombre con sus semejantes y su entorno es física y emocional. Este entorno es áspero, incómodo y muchas veces insoportable, y fomenta una convivencia tensa que aísla cada vez más:

Anónimos y desterrados —escribe Serrat—
en el ruidoso tumulto callejero
con los vientos en contra va el ciudadano,
los bolsillos temblando y el alma en cueros.

Cierto es que la ciudad tiene mala prensa: no se la celebra; más aun, se la padece, echándosele en cara las frustraciones y fracasos individuales y colectivos. El lado insoportable de la ciudad nos asiste a todos: frecuentando esa realidad urbana, su decadencia y su caos, la cultura moderna halló la dimensión trágica de la vida. En la ciudad se vive oscilando entre la nostalgia y la utopía: nostalgia por la pérdida de la tribal vida comunitaria, por la añoranza de una época mejor, por la vieja casa que ya no está, el barrio o la calle desaparecida, el dolor de la vida que perdimos. Utopía por la pretensión prometeica de soñar una ciudad distinta o perfecta, la añoranza de lo que todavía no ha llegado, el desprecio hacia el presente en aras de un futuro sueño grande. La tensión entre nostalgia y utopía es una de las formas que adopta la tensión entre pasado y futuro. Es la calle, sin embargo, ese símbolo del alma urbana en donde encarna el presente, irrumpe la memoria, intuimos el mañana y atajamos la conciencia (Palacios).

En la ciudad de hoy experimentamos una sensación de excitación obligatoria. La tecnología y los medios masivos convierten a la urbe en un racimo de acontecimientos que transforman la psiquis colectiva: Ballard ha visto en este laboratorio la agonía de la cultura del afecto. Comprendió que “la publicidad, las películas hechas para televisión, los desfiles de modelos, los conciertos de rock, las fotografías de accidentes automovilísticos o de crímenes policiales son reminiscencias socialmente aceptables de la pornografía más dura”. De este modo, es en la gran ciudad en donde se constituye “una suerte de estetoscopio tentacular que ausculta directa y cotidianamente el sistema nervioso central de cientos de millones de personas, transforma a la psiquis en un campo de batalla y opera sobre las fuentes de donde mana la imaginación” y en donde se intenta “encapsular la psicopatología colectiva en imágenes preprogramadas para el consumo catártico a fin de evitar su tendencia a la dispersión individualizada y letal” (Ferrer-Kozak).

“En cada calle”, reza el epígrafe de la película Taxi Driver, “hay un individuo que sueña con ser alguien. Es un hombre solo, abandonado por todos y que trata desesperadamente de probar que existe”.

La vida urbana actual ha desarrollado trastornos psíquicos y desórdenes de tipo narcisista, “caracterizados por un malestar difuso que lo invade todo”, postuló Gilles Lipovetzky, “un sentimiento de vacío interior y de absurdidad de la vida, una incapacidad para sentir las cosas y los seres”. Todo el entorno urbano y tecnológico (shoppings, autopistas, rascacielos) “está dispuesto para acelerar la circulación de los individuos, impedir el enraizamiento y en consecuencia pulverizar la sociabilidad (...), lo cual refuerza la inversión narcisista: sea lo real inhabitable, sólo queda replegarse en sí mismo”. Replegarse, al mismo tiempo que en su individualidad, en su dificultad de sentir, en su vacío y soledad. La melancolía —trastorno narcisista por naturaleza— es en la gran ciudad de hoy acaso más enfática que en el pasado.

Por eso la ciudad hace posible una forma de soledad muy distinta de la que ensalza la lírica pastoril. Esta soledad es mucho más compleja y más honda. Se suele rescatar un cierto individualismo cuando lo colectivo apabulla. Pero lo que la melancolía manifiesta es algo más que esa soledad: es el vacío, un estado del alma más doloroso. “Las grandes ciudades”, expresa Alejandro Dolina, “no dan tiempo a esa meditación solitaria del hombre que detrás de una vidriera contempla cómo muere la tarde. Casi nunca estamos solos. La presión de los acontecimientos es vulgar y brutal. La tristeza de este hombre atropellado, agredido, condenado a vivir entre muchedumbres, es mucho más sombría, más amarga”. Tristeza y soledad que, con singular talento, describe el poeta Raúl González Tuñón:

Yo conozco una calle que hay en cualquier ciudad,
una calle que nadie conoce ni transita.
Sólo yo voy por ella con mi dolor desnudo
solo con el recuerdo de una mujer querida.
Está en un puerto ¿un puerto? Yo he conocido un puerto.
Decir: yo he conocido, es decir: algo ha muerto.

En el filme La strada, Fellini describe la deshumanización del hombre, la incomunicación y la soledad: como recurso estético, el director italiano desarrolla su relato en terrenos baldíos, playas desiertas, caminos sin fin. El baldío aparece como la negación de la ciudad, una metáfora de la soledad irremediable del hombre, aunque conviva con millones de seres. Allí, la soledad es un vínculo social más.

En Crimen y castigo, Dostoyevski diseña unos personajes cuya orfandad también es fruto de la cultura urbana moderna: seres sin vínculos, abandonados, fracasados, errabundos que vagan sin destino; seres ambulantes, en perpetua mudanza. “Estamos en unos tiempos en que es preciso ir a alguna parte”, le hace decir a uno de estos solitarios. Esa indigencia es la metáfora de un desamparo moral y emocional que atraviesa todas las clases sociales (Palacios).

Como un flâneur, ese estado de caminador errante y desprevenido por la ciudad, tan quijotesca y baudelaireana a la vez, Joaquín Sabina bosquejó los versos de su himno “Calle Melancolía”, en donde aparece la angustia, la búsqueda infructuosa, sin esperanzas, el elemento sombrío y sin finalidad, el desencanto:

Como quien viaja a lomos de una yegua sombría
por la ciudad camino, no preguntéis a dónde,
busco acaso un encuentro que me ilumine el día
y no hallo más que puertas que niegan lo que esconden.

Esa “yegua sombría” es el estado melancólico, la pesadumbre, la huida hacia alguna parte, la búsqueda desesperada (“Trepo por tu recuerdo como una enredadera”, “Como quien viaja a bordo de un barco enloquecido”). Al igual que en el Quijote —acaso el prototipo del melancólico del Siglo de Oro español—, en Sabina la realidad y la fantasía recorren caminos contradictorios:

Ya el campo estará verde, debe ser primavera,
cruza por mi mirada un tren interminable,
el barrio donde habito no es ninguna pradera,
desolado paisaje de antenas y de cables.

La idealización del paisaje bucólico contrasta con el escenario desolador de la ciudad: el sueño es un destino irreal. La decepción lo hace cavilar hacia una actitud amarga y hasta agresiva (“me enfado con las sombras que pueblan los pasillos”) y la frustración final lo llena de culpa y castigo (“soy esa absurda epidemia que sufren las aceras”). Al fin, harto de cabalgar por la ciudad, despreciado y abatido, se interna en su habitación, convertida en espacio de melancolía urbana (“si quieres encontrarme, ya sabes dónde estoy”, “me abrazo a la ausencia que dejas en mi cama”).

Roberto Arlt, el flâneur rioplatense, también describió con su vagabundear por Buenos Aires el tedio, la angustia y la tristeza de la ciudad y de su gente: “El hombre caminaba despacio. Triste. Aburrido. Yo vi en él el producto de veinte años de garita con catorce horas de trabajo y un sueldo de hambre, veinte años de privaciones, de sacrificios estúpidos y del sagrado terror de que lo echen a la calle. Y en el centro, la tarde del sábado es horrible. Es cuando el comercio se muestra en su desnudez espantosa. Las cortinas metálicas tienen rigideces agresivas. Los sótanos de las casas importadoras vomitan hedores de brea, de benzol y de artículos de ultramar. Las tiendas apestan a goma. Las ferreterías a pintura. (...) Y se experimenta el terror, el espantoso terror de pensar que a estas mismas horas en varios países las gentes se ven obligadas a no hacer nada, aunque tengan ganas de trabajar o de morirse”.

La gran ciudad se debate entre la desmesura arquitectónica de la urgencia y los sitios recuperados para el consumo hedonista, entre el espacio chatarra y la geografía invivible. La promiscuidad de los shoppings, repletos de una compañía anónima que hubiese deleitado al antiguo flâneur, llegaría no obstante a confundirlo con el exceso de estímulos hasta trastocar su neurosis. “Entró de tienda en tienda”, deslizó Poe acerca del Hombre de la Multitud, “sin informarse de nada, sin decir palabra y mirando las mercancías con ojos ausentes y extraviados”.

Existen menos espacios de libertad —plantea Marc Augé— que espacios donde cada uno es prisionero de la mirada ajena. Como un gigantesco panóptico, estos sitios en donde el instinto es neutralizado y el deseo reprimido aparece multiplicado, no hacen sino exacerbar el sentimiento del vacío melancólico y de angustia que describió Rilke: “¿De modo que aquí vienen las gentes para seguir viviendo? Más bien hubiera pensado que aquí se muere”.

Es en los bares en donde suele experimentarse el alma de la ciudad y su complejo contrapunto entre soledad y multitud. Suerte de intermedio entre la casa y la calle, lugares de asiento y a la vez de tránsito, espacios de misterios y anonimatos, de remansos y desapegos, donde puede celebrarse la soledad y descubrir la cálida monotonía de la pasión. Allí se llora, se ríe, se piensa, se urde y se fantasea:

Frente a tus mesas que nunca preguntan
sufrí una tarde el primer desengaño

retrató Discépolo, el bardo corroído por la tristeza. Poe entrevió a la muchedumbre desde una mesa de café: “Sentía un interés sereno, pero inquisitivo, hacia todo lo que me rodeaba (...) y el tumultuoso mar de cabezas humanas me llenó de una emoción deliciosamente nueva. Terminé por despreocuparme de lo que ocurría adentro y me absorbí en la contemplación de la escena exterior”.

Los bares son sitios que permiten la exaltación de los sueños, donde el tiempo se detiene y suele aflorar la pasión, exaltada o melancólica:

Yo bebía —escribe Baudelaire— clavando mis pupilas sangrientas
en las suyas, cielo hondo con germen de tormentas (...)
di, beldad, que huyes, ¿a qué sacarme del sopor en que estoy?

Otro sitio urbano que suele respirar melancolía es el parque o la plaza pública. Allí, el bullicio y los juegos infantiles alternan con corazones secretos y soledades furtivas. Estos espacios son a menudo frecuentados por “la desengañada ambición, por los inventores desdichados, por las glorias abortadas, por los corazones rotos, por todas las almas tumultuosas y cerradas y que se alejan de la mirada insolente de los alegres y los ociosos”, indagó el genio baudelaireano. “Estos retiros sombríos son lugares de cita para los lisiados de la vida”.

La ciudad ghettifica, nuclea y divide, cobija y segrega. Las diferencias socioeconómicas y culturales, las marcas de raza, de nacionalidad y de religión, entre otras, propician el aislamiento social, grupal o tribal en barrios o microsectores urbanos (countries, asentamientos, etc.). Con la estructura de la ciudad actual aparece un nuevo régimen de marginalidad: si los sectores altos se amurallan en sus barrios cerrados y planificados, la clase baja “en lugar de encontrarse diseminada en el conjunto de las zonas de la clase obrera”, afirma Loic Wacquant, “tiende a concentrarse en territorios aislados y delimitados, percibidos como purgatorios sociales, páramos leprosos en el corazón de la metrópoli, donde sólo aceptarían habitar los desechos de la sociedad”. Cuando estos espacios penalizados se convierten en componentes permanentes del paisaje urbano, los discursos para descalificar se intensifican: violencia, droga, vicio, abandono, delito, así funciona este fenómeno de estigmatización territorial ligado a la aparición de zonas reservadas a los parias urbanos. Poe también lo visualizó en la Londres de su tiempo: “Era el barrio más ruidoso, donde cada cosa ostentaba los peores estigmas de la pobreza y del crimen (...). La más horrible inmundicia se acumulaba en las cunetas. Toda la atmósfera estaba bañada en desolación”.

Para Wacquant, estos sitios marginales han pasado de ser “lugares” —comunitarios, con emociones compartidas y apoyados por prácticas e instituciones de reciprocidad— a ser simples “espacios”, es decir, vacíos potenciales o amenazas posibles, indiferentes de competencia y de lucha por la vida.

¿Qué clase de melancolía impera en ellos? El recuerdo de los sitios de origen de donde debieron finalmente migrar, los autorreproches y la culpabilidad por la propia situación social en que se encuentran, el estado de autopercepción negativa incrementado por la estigmatización social, y la angustia que, como define Eduardo Subirats, “acompaña la experiencia social de la anulación del individuo o la lúcida intuición de su paulatina destrucción”.

 

Fuentes

  • Ahedo Rodríguez, Elvia Mireya: “Melancolía, asco y lenguaje corporal en la anorexia”, Escuela Nacional de Antropología e Historia (Enah), México, 2010.
  • Arlt, Roberto: Aguafuertes porteñas, Buenos Aires, Losada, 1958.
  • Bartrá, Roger: El siglo de oro de la melancolía. Textos españoles y novohispanos sobre las enfermedades del alma, México, Universidad Iberoamericana, UIA, 1998.
  • Ferrer, Christian y Kozak, Claudia: “Ballard: una autopsia del futuro interior”, en revista Artefacto. Pensamientos sobre la Técnica, Buenos Aires, 2001.
  • Le Breton, David: Antropología del cuerpo y modernidad, Buenos Aires, Nueva Visión, 1995, cit. en López Gil, Marta: Zonas Filosóficas, Buenos Aires, Biblos, 2000.
  • Lipovetzky, Gilles: La era del vacío. Ensayos sobre el individualismo contemporáneo, Anagrama, Colección “Argumentos”, Barcelona, 1996.
  • López Gil, Marta: Zonas Filosóficas, Buenos Aires, Biblos, 2000.
  • Palacios, María Fernanda: “El Alma en la calle”, Conferencia para el postgrado de Urbanismo de la Facultad de Arquitectura de la Universidad Central de Venezuela, Caracas. En Revista Urbana, v. 7, Nº 30, Caracas, Venezuela, 2002.
  • Subirats, Eduardo: El alma y la muerte, Barcelona, Anthropos, 1983; cit. en LÓPEZ GIL, Marta: Zonas Filosóficas, Buenos Aires, Biblos, 2000.
  • Wacquant, Loic: “La estigmatización territorial en la edad de la marginalidad avanzada”, en revista Ciencias Sociales Unisinos, Universidade do Vale do Rio dos Sinos, Sao Leopoldo, Brasil, set/diciembre 2007.