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De ida y vuelta
Viaje por el metro de Estocolmo
Mauricio Duque Arrubla
     Con fotografías del autor

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Estación Rådhuset
Estación Rådhuset.

A Clauz.
Sin ella esto no hubiera sido posible
y nunca hubiera sido tan bueno como fue

Nevó buena parte de la madrugada y el exterior está cubierto con una suave alfombra blanca. Me dirijo desde nuestro apartamento a la estación Rådhuset, la más cercana del Tunnelbana, el metro de Estocolmo. Alguna vez cronometré el tiempo que toma ir hasta allí. Fueron poco más de ocho minutos. De ese tiempo alrededor de 3 minutos transcurren desde la boca de la estación, en la calle, hasta que termino de sumergirme en el manto rocoso por donde se mueven estas serpientes y alcanzo la plataforma. Estas cuentas, junto con los precisos y respetados horarios de llegada de los trenes a cada estación, me permitirían calcular la hora exacta a la que debería salir para estar subiendo al vagón sin esperar casi nada y llegar puntual a mi destino. Pero el ritmo de vida que llevo no me obliga a esos estrictos horarios y puedo darme ciertos lujos y esperar en estaciones o aguardar a la persona con la que voy a encontrarme mientras se da la hora exacta.

Mi estación habitual no es una de las importantes. No sirve para hacer conexiones, no es de muy alto tráfico. Aunque sí tiene una sucursal de Pressbyrån, una cadena de tiendas de comodidad (convenience stores) que ubica al menos un local en cada estación de metro, excepto en muy pocas. La de mi estación está por la otra salida, la que yo casi nunca uso. En mi lado hay una tienda cualquiera que se hace llamar Direkten Pressbaren. No puedo decir que sea de las estaciones más insignificantes porque hay algunas que tienen entrada por uno solo de sus extremos y no tienen un Pressbyrån. La mía, al menos, tiene salida por ambos lados. Solo pasa la línea azul, pero con dos destinos en una de sus direcciones, es decir comparten parte del trayecto pero en una estación abren sus caminos con finales diferentes. En algunas otras solo pasa una línea con un destino en cada extremo y nada más. Cerca de mi apartamento también está la más grande de las estaciones: T-Centralen. Tal vez por eso mismo, por grande, concurrida, céntrica y a veces sucia, prefiero utilizar la otra para mis salidas y llegadas. Hay una entrada a T-Centralen que me obliga a una caminata más larga hasta la plataforma pero por la cual me expongo menos al aire libre. Puedo llegar haciendo conexiones a través de las estaciones principales de buses y trenes de cercanías, con puertas más cerca de mi sitio. Aun así, prefiero la estación pequeña. Tal vez el clima no ha tenido la rudeza suficiente para hacerme dudar porque, en realidad, el invierno ha sido suave según cuentan los suecos. Aunque hace poco descubrí el camino a otra entrada de la estación central que me lleva directo a las plataformas de la línea azul. Me toma casi el mismo tiempo llegar a la plataforma que los 8 minutos a Rådhuset, un poco menos, pero cruza por un lugar que no huele bien. Y tal vez el beneficio en tiempo no es tanto.

Esta ciudad está construida de tal manera que hay algunas formas de evitar exponerse al clima despiadado y es a través de túneles, edificios, almacenes, por los cuales uno puede pasar bajo techo y con calefacción. Pero siempre habrá sitios o momentos en que se camina a cielo abierto. Así voy hoy, consumiendo los cinco minutos que el reloj me ha dicho me demoro atravesando calles y recorriendo aceras mientras me dejo cautivar a cada paso por el crujido de la nieve fresca bajo mis botas. En unas horas los cristales ahora esponjosos se convertirán en un bloque único de hielo resbaladizo, o en un lodo oscuro y poco atractivo en las zonas de tráfico de personas o vehículos. Cruzo a la isla de Kungsholmen, pronto llego a la boca que me traga y me dirijo a buscar la línea 11, dirección Akalla. Antes de en verdad llegar a la estación y sus controles de entrada debo caminar por uno de esos túneles que mencionaba, y que desemboca en otra entrada al sistema de transporte varias calles más al sur. Al túnel he llegado bajando unas cortas escaleras fijas. Las eléctricas son, en este caso, solo para subir. Como en muchos lugares de esta ciudad, existe la ayuda para que las mamás con sus coches bajen o suban estas escaleras tradicionales. Dos rampas han sido construidas sobre los peldaños para que las rueditas de los coches puedan deslizarse. En medio están los escalones por donde sube o baja la mamá o el papá. Estas facilidades también las aprovechan quienes llevan carga en esas carretillas de dos ruedas o los carteros que llevan la correspondencia caminando mientras arrastran sus carritos. En muchos otros lugares de Estocolmo encuentro rampas similares para que los ciclistas suban o bajen sus máquinas sin tener que echárselas al hombro y llenar de barro sus trajes.

El túnel presenta un leve declive descendente que termina frente a las puertas de la estación y poco a poco sube de nuevo hacia la otra salida, de donde surgen un par de niños con sus “tablas” (monopatines, patinetas en otras épocas). Aprovechando el suelo liso y la inclinación los niños se lanzan cuando no hay transeúntes. O cuando los hay. Desde mi entrada al túnel es más corto el trayecto que pudiera usarse como patinódromo pero en cualquiera de los dos lados el túnel tiene atravesadas unas puertas de marco metálico más bien estrechas que le limitan el área útil. Allí es muy fácil estrellarse contra los viajantes de a pie. O contra las mismas puertas. Aun así, hoy los patinadores disfrutan de las condiciones físicas de la estación. En la mitad del túnel, frente a la mini tienda y el restaurante eritreo, llego a las ruidosas puertas automáticas que me dan el paso deslizándose al llegar frente a ellas. Debo casi tocarlas porque los sensores no están calibrados para abrir desde muy lejos. Así no se mueven sin necesidad cuando alguien pase frente a ellas pero sin intención de entrar. Como los patinadores, por ejemplo.

Estación Kungsträdgården
Estación Kungsträdgården.

Claudia ya ha pagado el tiquete para el metro. En realidad pagó por un mes. Fue en la sencilla tienda Pressbaren y allí mismo se puede hacer la recarga de las tarjetas de acceso para el mes siguiente. Hay muchas formas y lugares donde se pueden adquirir los tiquetes del metro. Es posible comprarlos bajo muy diversos esquemas de precio con ahorro por compra anticipada hasta por un año, para estudiantes, ancianos y con planes especiales para turistas por 1 a 3 días. Existe, por supuesto, una máquina que expide tiquetes y tarjetas en ausencia de humanos pero un pequeño detalle técnico de la tarjeta del banco colombiano la hace inútil para nosotros. A la presencia del plástico azul las puertas deslizantes que han ido remplazando los viejos torniquetes dan paso a la larga escalera eléctrica que casi siempre bajo caminando mientras la cinta se desplaza. Es aburrido esperar una escalera que toma casi un minuto en hacer su recorrido. En otras ocasiones las bajo casi corriendo, cuando los avisos en la entrada me indican que está por llegar mi tren. Para facilitar esos movimientos de último momento los suecos se ubican siempre al lado derecho de la escalera mientras bajan. Así alguien puede adelantarlos por su izquierda si tiene más prisa. Es verdad que usualmente no tengo afán pero otras veces llevo el tiempo medido para encontrarme con alguien y en las horas de poco tráfico en el día esperar el siguiente tren toma hasta 11 minutos. Tarde en las noches pueden ser 20 o más. El hecho es que hoy llego y alcanzo a sentarme en la banca de madera. Otras estaciones tienen bancas de concreto, frías e incómodas para largas esperas. En mi memoria estaba un recuerdo, posiblemente inventado como muchos otros, donde estas bancas tenían calefacción años atrás, cuando vine por primera vez a esta ciudad. En todo piensan estos suecos, hasta en calentar el jopo en las estaciones de Tunnelbana. En el viaje de este año encontré las mismas bancas en la plataforma azul de T-Centralen pero algunas estaban frías. Otras sí dan calorcito mientras, por ejemplo, en las madrugadas se espera por casi media hora el siguiente tren. Al fin de cuentas no resultó tan inventado el recuerdo.

Hay dos tipos de vagones en el metro de Estocolmo y los trenes van con unos o con otros. Todos son azules, no importa la línea por la que se desplacen, identificadas con diferentes colores. Hay unos que se notan bastante viejos, cortos y cuadrados. Otros más modernos, mucho más largos. Ambos son sencillos, sin lujos y generalmente limpios. Las sillas se organizan en dos pares de filas separadas por el pasillo. No todas apuntan en la misma dirección sino que se alternan, de tal forma que siempre verás a la cara al pasajero en frente, a diferencia del transporte de mi ciudad donde siempre le vemos la nuca a la persona de adelante y vamos todos viendo hacia la misma dirección en la que se dirige el bus. Los vagones modernos tienen nombres. La mayoría son de mujeres y no se repiten. Una forma de identificarlos en vez de usar la opción más inmediata que son los números, usada para identificar los vagones más viejos aunque los nuevos también los tengan.

En la plataforma de abordaje también está el aviso que indica cuál es el destino de los próximos trenes y cuánto tiempo falta para su paso. Esta información es útil en especial cuando por el mismo riel pasan trenes con diferente destino que se abordan desde la misma plataforma, algo común y que hace un mejor uso de recursos. El tren también lleva un aviso indicándolo y los altavoces informan el destino (en idioma sueco, por supuesto) cuando el tren está llegando a la estación. Cualquier distracción y el pasajero terminará en una línea que no lo lleva a su estación de descenso sino que deberá bajarse, devolverse a una estación de intercambio y conectar a la ruta correcta. O tal vez tome la línea correcta pero en la dirección equivocada. El hecho es que a la plataforma arriba el metro, con vagones viejos, en dirección a Akalla. Los pasajeros se alistan y se acomodan frente a las puertas. Éstas se abren y ordenadamente salen primero quienes van a dejar el tren en esta estación para luego subir los que estamos abajo. Los pasajeros se distribuyen en las sillas vacías, algunos prefieren ir de pie porque se bajarán en una estación cercana. Las mujeres que llevan los coches de bebé los acomodan frente a su puerta de entrada, donde hay otra puerta, y se van de pie junto a él. Antes que el tren reinicie su camino debo mencionar las obras de arte que adornan muchas de las estaciones del metro de Estocolmo. En la mía el tema es sobre las construcciones y artefactos que pudieron haberse encontrado en la isla de Kungsholmen en diferentes épocas históricas. Mi viaje de hoy me lleva hasta el final de esta línea a ver y fotografiar los murales en la estación de Akalla. Aunque sea la ruta que tomo con más frecuencia, esta vez no bajaré en Kista sino dos estaciones más allá. En otro momento recorreré toda la línea tomando fotos de las estaciones y su arte.

Cuando me siento en la silla del metro, lo que llama primero mi atención es lo diverso del físico de sus pasajeros. Es obvio que hay en el sistema muchos suecos con biotipo prototípico de rubio y ojos claros, algo que cambia a medida que la estación se hace más periférica. Aunque hay que aclarar que un buen número de nativos no son rubios, lo cual hace a las mujeres más hermosas con sus ojos claros y el cabello oscuro. Sabe uno que hay inmigrantes o suecos descendientes de inmigrantes con solo ver su fisonomía, su peinado, su vestuario, estatura y algunos otros rasgos evidentes. Los comportamientos y costumbres de cada grupo inmigrante o local también se hacen notar rápidamente. La conversación, el volumen de la voz, las risas o su ausencia. Son lenguajes no verbales que más allá de los distintos idiomas hacen más que evidentes las diferencias. Hay, sin embargo, algo que une a todos los grupos: la conexión permanente a través de algún dispositivo móvil. La sociedad interconectada se hace manifiesta en un medio de transporte donde la seguridad se da por sentada y es normal que los ciudadanos exhiban sin preocupación su teléfono celular, su tablet o incluso su computador portátil alguna que otra vez. Los pasajeros revisan correo en sus teléfonos, se conectan a Internet o leen un libro en algún lector electrónico. A veces hasta se hacen o reciben llamadas. Es, entonces, normal que muchas cabezas vayan gachas. Veo a los pasajeros conectados en esta posición y recuerdo a las abuelitas cosiendo y bordando, concentradas en la labor que está en su regazo y portando a veces con la joroba que les ha causado esa rutina de tantos años.

Estación Akalla
Estación Akalla.

También aparecen colgados de algunas manijas de los vagones los periódicos impresos locales. Existen dispensadores a las entradas de las estaciones para que la gente tome esos periódicos gratuitos y muchos viajeros cumplen ese eslogan oído en Colombia, “pásalo”, dejando el ejemplar en el tren. Pero también veo los libros tradicionales en manos de algunos. Pienso que tal vez hay diferencias en el soporte de la lectura dependiendo de la hora de viaje. En este momento mis vecinos se enteran de las noticias del día y algunos hasta llevan su periódico comprado, no el gratuito. No importa qué tipo de texto se lea o en cuál aparato, a veces hay alguno que lee sobre el hombro lo que su vecino lleva en las manos. Al bajarse en su estación la mayoría arrojará el papel fugaz en una gran caneca de reciclaje que el mismo impresor ha ubicado junto a los dispensadores donde otro viajero entrando al sistema toma un nuevo periódico.

Libros, teléfonos, tablets, periódicos. Son una forma de aislamiento de los vecinos y el vecindario en el metro. Como también lo es el uso de audífonos que reproducen la música preferida. Pareciera que algunos viajeros tuvieran esta filosofía:

Nada me interrumpirá ni me distraerá si llevo mi sonido personal que disimula el exterior, aunque si usted que está a mi lado, y no lleva otros artilugios que lo aíslen, yo, sin preguntarle, lo incluiré en mi ruido. El volumen de mis audífonos es suficiente para obligarlo a usted, muy cerca de mí, a que haga parte de mi mundo estridente.

Aunque la invitación no es solo para el vecino inmediato. A dos o tres filas de distancia mi oído alcanza a escuchar, con distorsión, la banda sonora del mundo privado de un joven y también sin preguntarme me incluye a mí en su vida.

Oigo diferentes idiomas a medida que el tren avanza y se detiene repetidas veces. No reconozco hablar en español y pienso, ingenuo como un novato, que si lo hablara en realidad nadie me entendería. Los suecos son personas dadas a aprender otros idiomas y lo hacen con pasmosa facilidad. Ellos mismos dicen que su idioma, que nadie más sabe, los obliga a aprender muchos otros para poder comunicarse con el resto del mundo. Así que no solo algún otro nativo hispanohablante puede entender mi eventual conversación privada. También pueden hacerlo muchos de los suecos, si hasta alguna vez vi a algún pasajero del metro con sus fotocopias repasando la lección del idioma de Cervantes. También la mujer anciana que pide monedas. Es sueca pero si lo necesita exige limosna en inglés y español, por lo menos. Los suecos pueden establecer una barrera de aislamiento a través de su idioma con relativa facilidad. A nosotros nos queda algo más difícil hacerlo por ese medio.

Todos estos pensamientos se esfuman cuando veo entrar a un hombre con un perro. No es un invidente y su mascota no parece ser de asistencia. Es simplemente su compañero, que va debidamente enlazado y parece ser muy obediente. El hombre toma puesto en uno de los extremos del vagón y de inmediato una mujer que estaba sentada casi al lado, se levanta y busca otro lugar. Por el vestuario la mujer podría ser practicante del islamismo, religión que considera impuros a los perros. Puede ser que esa haya sido la razón, o simplemente que les tiene miedo a o que sintió temor de que éste la atacara o se le lanzara encima en algún momento de euforia. Durante todo su trayecto el perro se portó juicioso, estuvo sentado al lado de su amo (en el suelo del vagón, no en la silla) y nadie más se acercó a buscar sentarse cerca de ellos. No había muchos pasajeros y los que abordaban podían encontrar silla en otra zona. Habría que ver qué sucedería con el metro lleno. Tal vez el dueño del animal no usaría el transporte en hora pico (pero he visto perros en trenes repletos). Tal vez, solo podremos hacer conjeturas. Al llegar a la estación Kista, la única de esta línea sobre la superficie, las demás son subterráneas, la mascota y su amo descienden del metro. Toman la dirección que los hará salir a través del centro comercial, lo cual me hace ver que tampoco tendrá problema con los pocos vigilantes que hay allí. Es ese centro comercial donde la mañana de un día cualquiera hubo un asalto a una joyería y los ladrones huyeron sin ser alcanzados por la policía. Fue desde ese momento que empecé a ver unos ingenuos vigilantes caminando aburridos los pasillos y en algunos casos, distraídos jugando con sus teléfonos o hablando con otro colega. La vigilancia hace presencia pero parece no ser muy maliciosa. Me gusta este país porque aún se encuentra ingenuidad en cualquier lugar. Pero la confianza mató al gato y no debo olvidar del todo la prevención que traigo desde Bogotá. A veces leo los periódicos locales y encuentro notas sobre asaltos, escapes, persecuciones, homicidios, abusos. En cualquier lugar del país, en cualquier ciudad. Los delitos no son solamente cometidos por inmigrantes como fácilmente se podría creer. No hay que negar, sin embargo, que el malicioso que llevamos dentro, no solo los colombianos sino la gente de más de la mitad del planeta, encuentra muchas opciones de infringir la ley. Parece estar en nuestro ADN detectar esas opciones así escojamos la opción de no aprovecharlas.

Estación Bergshamra
Estación Bergshamra.

En esta estación, Kista, el tren se desocupa cuando en la ciudad es la hora de ingreso al trabajo o a la universidad. Ha venido recolectando pasajeros a lo largo de la línea pero la gran mayoría descienden acá. He estado dentro del centro comercial cuando acaba de llegar un tren en hora de alto tráfico y es un río de gente el que sale por la puerta de la estación a los pasillos. Caminar hacia el metro en esos momentos es como lo que debe sufrir un salmón cuando va contra la corriente. Aunque todas esas personas que se bajan del metro tienen que tomarlo de nuevo, en la tarde no se presenta ese flujo tan intenso. Poco a poco van llegando a la estación y abordan su tren, a lo largo de un par de horas. Pero cuando los vagones escupen sus pasajeros es mejor no enfrentarlos. Hoy no hago parte de ninguno de los bandos porque permanezco sentado en mi vagón, voy en hora de bajo tráfico y esperaré las dos estaciones que faltan para bajarme a tomar las fotos que motivan mi viaje.

Cuando en los años 50 del siglo XX se empezaron a construir las líneas de metro en Estocolmo, un número apreciable de artistas, ciudadanos y políticos pensó que sería importante que fueran un reflejo del devenir artístico de la época. Desde mediados del siglo XIX se había formado una corriente de opinión la cual proponía que el arte debía salir de los espacios reservados y alcanzar a la gente en las calles. Este pensamiento no se daba solo en Suecia y llegó a ser el fundamento de movimientos culturales tan importantes como el de los muralistas mexicanos: Diego Rivera, David Alfaro Siqueiros, José Clemente Orozco y más. Como las líneas y estaciones han ido creciendo con los años, el arte en el T-Bana puede estudiarse por épocas y no es uniforme; es su diversidad lo que, en parte, lo hace tan atractivo. El sistema de transporte aborda por décadas la explicación de las obras en el folleto que ha desarrollado para entenderlas y ponerlas en contexto. En la actualidad 90 de las poco más de 100 estaciones del metro exhiben arte creado por más de 150 artistas.1

Al llegar al destino, el fin de la línea, la estación donde tomaré hoy las fotos, el conductor del tren apaga las luces interiores avisando “hasta aquí llegamos” por si hubiera algún despistado que esperara que el tren siguiera su camino. Los conductores de metro son personajes muy variados. Hay hombres y mujeres, jóvenes y viejos, amables y no tanto. Cada vez que detiene el tren en una estación, el conductor baja de su cabina a hacer una revisión de seguridad desde el extremo del tren para asegurar que nadie está atorado entre la plataforma y el vagón, que nadie quedó atrapado por las puertas o algún otro incidente. En algunas estaciones donde el tren se detiene en una curva y el conductor no puede ver toda la plataforma, existen monitores y cámaras que suplen esta falla. De una u otra forma el conductor vigila su vehículo. A veces son personas amables y, si el tiempo se los permite, abren de nuevo la puerta luego de haberlas cerrado para que suba un pasajero que llega apresurado corriendo para no perder ese tren. A veces no les importa o es imposible hacerlo porque siempre hay gente llegando a abordar, como en T-Centralen. Es más probable que muestren la generosidad a horas en las que el tráfico no es abundante y el próximo tren tome media hora en llegar. Por encima de cualquier consideración estará siempre el cumplimiento del horario.

Me paseo un rato por la estación tomando las imágenes que necesito y descubro una gran similitud con los murales de los mexicanos de los que hablaba antes, aunque éstos no son pintados en la pared sino sobre azulejos de cerámica. Regreso al mismo tren que espera para hacer el viaje en sentido contrario, hacia la estación Kunsträdgården. Mientras yo fotografiaba la estación un hombre o una mujer ha pasado rápidamente por todos los vagones recogiendo basura y limpiando lo que pueda en solo unos segundos. El conductor ha cambiado de puesto, ocupando la cabina del otro extremo y está listo para partir de nuevo. El regreso es como ver una película al revés. Podría decirse que los mismos que se bajaron en una estación ahora se suben. Por supuesto no es así pero el tipo y cantidad de gente que desembarcó en un sitio es casi el mismo que embarca en el nuevo sentido de viaje. De ser así pasando por Kista nos inundaría un río de gente y se subiría el hombre del perro. Y más o menos sucede, sin el perro. Y con menos gente aunque en proporción a las estaciones anteriores y siguientes, ésta sigue siendo la que más flujo de personas mueve por la zona. Eso concluye en que voy en un tren medianamente lleno y donde varias personas viajan de pie. A mi lado está sentado un hombre mayor, es decir cincuentón. Va concentrado en su teléfono y alcanzo a ver que se entretiene con un solitario o algún otro juego de naipes. Es un celular básico y el hombre no se ve de mucho dinero. Frente a mí, un hombre clase media de la misma edad aproximada se distrae con el juego del primero y poco falta para que intervenga sugiriendo una jugada, advirtiendo un error o exigiendo una mejor visual desde su puesto. El jugador parece no notarlo mientras yo me divierto con la situación. Los dos parecen suecos.

Frente a mí, a un par de filas de distancia, hay una mujer cuyo rostro me parece de alguna forma familiar. Voy preguntándome qué es lo que me intriga de esa cara hasta que hace una llamada por teléfono. Nos hemos detenido en una estación y eso hace que ella recuerde a su amiga que vive por la zona y decida llamarla. ¿Cómo es que sé eso? Porque habla un perfecto español venezolanizado a través del cual alcanzo a escuchar parte de la conversación. Y tal vez sea su origen el que me haya hecho ver cierta familiaridad y creer que la conocía. Es relativamente fácil identificar a los latinos en esta ciudad. Sus características físicas sugieren el origen. Pero no es lo mismo un peruano que un colombiano o una venezolana. Diferencias, sutiles o no, permiten imaginarse el país de procedencia. En el caso de los colombianos y los venezolanos no es tan sencillo el pasatiempo porque, pienso yo, somos muy parecidos. Puede ser, entonces, que no conociera a esta mujer que hablaba por celular en el metro, pero creo que se parecía a los rasgos que veo en mi país. En realidad no la conozco pero en el fondo sí. Imagino que quien esté familiarizado con los rasgos de los africanos o los asiáticos podría jugar el mismo juego de asignarles nacionalidad a los viajeros. Puedo ver diferencias en personas similares pero no establecer su origen aproximado.

En esta segunda mitad del viaje veo algo que he visto en ocasiones anteriores. Los niños suben solos al metro camino al colegio o regresando de éste. Pueden ir en grupos, bastante ruidosos como es de esperar en cualquier lugar del mundo, o ir solos. Los más pequeños por supuesto van siempre acompañados pero se pueden encontrar niños de 10 años, incluso menos, viajando sin compañía en el metro. Como cuando en nuestra infancia en los 70 mis hermanas, Gonzalo y yo podíamos montar en bus naranja. O en buseta verde de la Republicana de Transportes. He pensado tomarles fotos pero me da temor ser acusado por acoso a menores de edad. Como evidencia solo queda mi palabra. También es muy frecuente encontrar ancianos en el metro. El sistema está adaptado para su comodidad y facilidad de desplazamiento. Me impacta verlos casi siempre solos. En esta sociedad los lazos familiares no son tan fuertes de padres a hijos cuando estos últimos ya están crecidos como pueden ser en nuestra cultura por la herencia latina, española y probablemente algo de la árabe por la ocupación a España. Mientras veo a los viejos recuerdo noticias de maltrato y desatención en los centros de cuidado que existen para ellos en este país. Historias a veces dramáticas que en Colombia no suceden porque no existe tal red de albergues o ancianatos. Aún mantenemos la tradición del cuidado por la familia hasta donde sea posible. Algo que no durará para siempre.

Un hombre sube y empieza a tocar un violín. Para qué negarlo, estaba poco afinado. Al comienzo de mi estadía en esta ciudad no vi músicos callejeros o en el transporte. Pero de un tiempo para acá vi, además de este violinista, a un hombre que interpretaba un instrumento de cuerdas en grupos de 3 o 4, las que hacía sonar percutiéndolas con unas baquetas con una especie de algodón en la punta. También vi un acordeonista y otra violinista, ésta bastante afinada y que estaba sobre la plataforma de la estación Karlaplan, en la línea roja. No era transeúnte por los vagones de metro como es este músico que se acaba de subir. Ya hay un apreciable número de pasajeros en mi vagón y el violinista espera que algunos le demos alguna moneda. Hasta donde he visto los suecos no son tan generosos en eso de dar apoyo al músico de la calle porque lo del rebusque es poco común acá. Las notas del violín suenan detrás de mí, el hombre está parado junto a una de las puertas. De repente otro hombre muy cerca de él le espeta un “cállese”. Se lo dice en inglés, “be quiet”, rudo, áspero y directo. Haga silencio, no se meta en mi vida de manera abusiva, más si lanza desentonados gritos a mi lado. Por supuesto estas palabras nunca se dijeron pero en el frío silencio que recorrió el vagón las sobrentendimos. Algunos habrán estado de acuerdo y pudieron haber agradecido al único que se animó a decirlo. Otros, tal vez acostumbrados a la condescendencia latinoamericana, sentimos dolor y vergüenza ajena. El músico hizo como que no era con él y aprovechó la simultánea llegada a la estación para terminar su ejecución, luego de esa perentoria orden, y pasar recogiendo sus monedas. El tren arrancó de nuevo y el hombre se sentó para luego bajarse en la siguiente parada y buscar, con cara de pesadumbre, una de las bancas para descanso. Los de adentro enterramos nuestros ojos en los periódicos, libros o dispositivos electrónicos. Alguno más desvió su mirada a la ventana como si anduviera en tren por el campo viendo el paisaje y no en esos túneles hechos en la roca negra que sostiene a Estocolmo.

El resto del viaje transcurre mientras paso el choque de ese evento con el músico. Para los suecos esto puede ser natural y por eso tienen fama de rudos y francos. También son muy respetuosos con los espacios ajenos y por lo general solo entran en ellos cuando han recibido la aprobación explícita para hacerlo. Puede que de ahí venga la abrupta reacción. Y de ahí viene también esa distancia con el turista o con el trabajador inmigrante. Si el necesitado de algún dato no pregunta, el sueco no se atreve en general a meterse y sugerir. Pero estará amablemente dispuesto a colaborar cuando se lo solicitan. Por supuesto es una generalización del temperamento sueco pero es la precepción que hemos tenido y que varios nativos nos han reafirmado.

La grabación con voz de mujer que anuncia las paradas me trae a la realidad. Ha llegado la hora de descender porque estoy de nuevo en Rådhuset. Mi alma sigue un poco gris por el suceso y al salir del túnel y subir las escaleras eléctricas encuentro que el cielo es negro. Apenas son las 4 y ya es de noche. Nieva de nuevo y algunos cristales se meten en mis ojos. Levanto la cara y me pongo las gafas como escudos. Hago el camino de regreso a mi casa mientras enrollo de nuevo el hilo que fui soltando cuando salí. A mi derecha veo la torre de Stadhuset con su luz azul que brilla en la noche y domina el vecindario como un faro. El centro de Estocolmo y el canal que no se congela aún me reciben de nuevo. La nieve vuelve a seducirme crujiendo bajo mis pies.

Me esperan otros viajes por el metro. Líneas y estaciones que no conozco, gente que no he visto, prejuicios nuevos que crear y desbaratar.

 

Nota

  1. Los datos de este párrafo sobre el arte en el metro fueron tomados de Art in the Stockholm Metro, folleto publicado por SL, Storstockholms Lokaltrafik, agencia de transporte de Estocolmo, para divulgar y explicar la obras de arte dentro el sistema T-Bana.