Letras
Travesía

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“¡Vamos a apurarnos, Gabriel, que no quiero llegar tarde otra vez!”, le dije a mi hijo mientras con prisa metía en un bolso todo lo necesario para pasarnos el día afuera. Cuando se quiere salir con un niño de casi cuatro años y un perro de tres, siempre hay mucho que llevar: una muda de ropa, agua, jugo, crema para el sol, loción desinfectante, toallitas desechables, crema bactericida para los raspones, galletitas, caramelos, servilletas, algunos juguetes pequeños, libreta y creyones, una pelota, un peine y bastante paciencia, entre otras tantas cosas.

“Amigas y amigos de 99.9 FM Hit 100, los saludamos a las doce del día de este espectacular domingo 17 de mayo de 1992. Estaremos acompañándolos hasta las tres de la tarde trayéndoles siempre lo mejor de los 60, 70 y 80... ¡y ahora también de los 90!”, decía, desde la cocina, el locutor de mi estación de radio favorita. “¡Huy, ya es mediodía y aún estamos aquí!”, pensé. La temperatura no me ayuda mucho a moverme rápido en este día especialmente caliente. Amaneció un cielo en el que las nubes se habían ido de vacaciones y el sol parecía querer derretirlo todo, incluso a Casiopea, mi viejo Volkswagen Escarabajo amarillo del 72, que por cierto no está nada mal para tener ya 20 años. Casiopea es una de las pocas cosas útiles que me quedaron después del divorcio, y eso solamente porque yo lo había comprado varios años antes de casarme. A diferencia de mi matrimonio, este auto siempre funcionó de maravilla, nunca ha tenido problemas y tampoco me ha dejado tirada a la deriva, puedo confiar plenamente en él, requiere muy poco mantenimiento y resulta agradable a la vista. En días como ese le hago un favor y abro sus dos únicas ventanas para que circule el aire y no se dañe la tapicería; además así no se calienta demasiado por dentro.

“¡Vamos Gabriel, no quiero que tu tío Víctor se moleste conmigo! Mira que a él le encanta regañarme. Recuerda que es mi hermano mayor y aún me trata como a una niña”, le dije a Gabriel, que no entendía cómo alguien podía regañar a su mamá. El niño me miraba con sus grandes ojos negros y sonreía mientras acariciaba a su mejor amiga Serafina, la boxer blanca y juguetona que lo cuidaba como si fuese su propio cachorro.

Era el cumpleaños de mi sobrino y mi hermano preparaba una gran fiesta por su mayoría de edad. Toda la familia y los amigos estaban invitados a una suculenta parrillada en su casa de campo en San Pedro de los Altos, donde miles de picos de montañas recuerdan las crestas del mar en un día con brisa.

“¿Ya sacaste tu ropa y fuiste al baño, hijo? Mira que el viaje desde Los Palos Grandes hasta los Altos Mirandinos es algo largo y no podemos parar por ahí; así que ve ahora y nos evitamos una complicación. Muy bien, Gabriel. A ver, te ayudo con el botón del pantalón. ¡Qué duro está! ¿Y por qué escogiste esta ropa? Querías copiarme, ¿cierto? Bueno pues qué gracioso; ahora todos vamos vestidos de blanco, ¡hasta Serafina!”, dije riendo. “¿Dónde pusimos el regalo para tu primo grande? Ah, aquí está, llévalo tú. Siento que me falta algo... Ojalá no se nos quede nada; ¿cierto, Serafina?”.

Con el apuro nuestro de cada día metimos todo y entramos en el carro. Primero Gabriel en su silla infantil, bien ajustado y cómodo a la vez en el asiento trasero. Luego Serafina a su lado. Menos mal que la brisa se llevó un poco el calor y la humedad que se había acumulado hasta el mediodía bajo un manto delgado de nubes grises. “Espero que no se agüe la fiesta”, recuerdo que pensé al ver el cielo cuando me sentaba frente al volante.

En la radio sonaba “Contigo”, la canción preferida de Gabriel, y nos pusimos a cantarla junto a Ilan Chester mientras comenzábamos a bajar por la falda del Ávila rumbo al sur. Pasando el Obelisco de la Plaza Altamira tomamos la Autopista del Este en dirección a la Universidad Central. Avanzando por el río continuo de carros que fluye a lo largo del valle lleno de edificios altos, y acompañados siempre al norte por la gran montaña verde que esta vez tenía puesta una bufanda plomiza, una vez más Gabriel me señaló maravillado la enorme lata de crema Nivea al lado derecho de la autopista. Más adelante llegamos al distribuidor El Pulpo y me preguntó por qué se llamaba así. “Se llama El Pulpo porque tiene muchos brazos”, contesté. Así conectamos con la autopista Valle-Coche, de nuevo rumbo al sur, hacia la carretera Panamericana.

“Mami, y María Lionza dónde está?”, quiso saber.

“Ella está sobre su danta, a la derecha”, señalé. “Hoy no la veremos porque nos desviamos por el Pulpo”, dije.

“¿Y cuándo la vamos a ver de nuevo?”, insistió.

“Cuando tengamos que ir a la Plaza Venezuela; tal vez la próxima semana”, respondí.

Poco a poco, el cielo sobre la ciudad se iba cubriendo de una espesa capa negra que casi no dejaba pasar la luz. De pronto me sentí como un pez atrapado bajo el techo negro de un derrame de petróleo en el mar. Gabriel me preguntaba si estaba anocheciendo y yo le explicaba que sólo eran unas nubes oscuras que tapaban el sol, pero que seguro se irían pronto. El niño se puso a jugar con Serafina y yo seguí cantando a dúo con quien estuviera en ese momento en la radio.

Cuando nos acercamos a la salida de la autopista para tomar la carretera Panamericana el tráfico se volvió pesado y lento, demasiado para un domingo al mediodía. Algo pasaba. Busqué alguna emisora con noticias en la radio, pero nada. Estábamos completamente detenidos en plena autopista.

“Qué mala suerte, justo hoy que vamos a la fiesta de Víctor”, dije, “y yo que pensaba que llegaríamos a tiempo...”.

“¿Qué pasa, Mami, no vamos a llegar a tiempo? preguntó Gabriel mientras acariciaba a la perra.

“Parece que no. Mira cuántos carros hay que no avanzan. ¿Será que regresamos a la casa?”, respondí.

“¡No, Mami! ¡Tenemos que ir a la fiesta de mi primo! ¡Le tenemos que dar su regalo!”, protestó el niño, junto con un corto ladrido de su amiga que lo apoyaba.

“Hm..., tienes razón. Déjame pensar qué podemos hacer. Lo que pasa es que tenemos que ir justamente hacia allá, ¿ves?”, le indiqué con la mano, “y mira la cantidad de carros que también quieren entrar por ahí. La policía sólo está dejando entrar a algunos rústicos y muy despacio. Debe haber pasado algo en la carretera; tal vez un derrumbe, quién sabe. Si nos acercamos no nos van a dejar entrar, ya verás”.

“Pero Serafina y yo queremos ir a la fiesta, Mami...”, dijo Gabriel casi llorando.

“Bueno, vamos a intentar por otro camino, pero nos tomará más tiempo. Otra vez vamos a llegar tarde, como siempre”, repliqué un tanto agobiada por el calor aplastante y el embotellamiento. La sonrisa de mi hijo y el brillo de sus ojos en el retrovisor valía más que todo el tiempo del mundo; esa era mi recompensa. “Suerte que conozco más de una manera de llegar a la casa de Víctor por las montañas; vamos a continuar por esta autopista y nos salimos más adelante para tomar la Avenida Intercomunal de El Valle rumbo a La Mariposa...”.

“¿La Mariposa, Mamá? ¿Qué es eso?”, preguntó el niño con cara de asombro.

“La Mariposa es un embalse de agua; como un lago donde se acumula el agua que luego se usa para regar los campos y que también llega a nuestra casa por las tuberías”, le expliqué. “Seguiremos por allí y después nos vamos por la carretera de San José-San Diego hacia San Antonio, Carrizal, Los Teques y finalmente San Pedro de Los Altos, a la casa de tu tío, ¿te parece bien, mi amor?”.

“¡Síii!”, gritó emocionado mi hijo, abrazando a Serafina.

Así que seguimos hacia el sur de Caracas entre construcciones de concreto, cemento y tantas otras de ladrillos sin friso que lucían cada vez más sombrías por la ausencia del sol.

En medio de ese imprevisto eclipse solar, tanto los vehículos como los grandes objetos grises fueron menguando, sustituidos por parches verdes que cada vez crecían más. Y entonces, llegando a La Mariposa, sucedió: comenzaron a caer gotas de agua grandes y pesadas como pelotas de golf; pocas primero, pero en rápido aumento. Cerré las ventanas como pude mientras manejaba. En cuestión de segundos Casiopea tenía una gruesa película de agua que cubría los vidrios de manera irregular, con chorros que caían en diferentes direcciones. A pesar de que el limpiaparabrisas funcionaba al máximo, no se daba abasto para eliminar el agua suficientemente rápido.

“¡Uf! Qué fastidio, ahora también esta lluvia”, murmuré al intentar concentrarme en la vía desolada.

“¿Qué dices, Mamá?”, preguntó el niño.

“Nada, mi amor, nada. Mira, a la izquierda está La Mariposa, el embalse del que te hablé antes. Lo que pasa es que no creo que lo puedas ver porque la lluvia está demasiado fuerte, pero está ahí...”, dije esperando convencerme yo misma un tanto.

“Ajá”, estuvo de acuerdo.

Poco después de pasar el embalse, siempre rumbo al sur en medio de la torrencial lluvia que no parecía tener fin y de una vegetación que se volvía más densa, apareció en mi retrovisor un auto grande con al menos dos ocupantes. Se acercó mucho haciéndonos señas con las luces, como para que nos detuviéramos o nos hiciésemos a un lado. No tenía pensado ni lo uno ni lo otro; esa carretera es demasiado peligrosa por lo apartada que está de todo. Cada semana asaltan a alguien en esa ruta, así que más bien hundí el pie en el acelerador, pendiente de la salida hacia San José-San Diego de Los Altos, esperando que desistiera de su interés. No sirvió de nada, de nuevo el carro se acercó agresivamente y los nervios me comenzaron a invadir. A pesar de mi esfuerzo por disimular, Gabriel se dio cuenta de que pasaba algo.

“Mami, ¿qué tienes?”, quiso saber.

“Nada, mi amor; no me gusta mucho esta lluvia, eso es todo”, respondí, siempre mirando por el retrovisor al carro que nos perseguía.

“Mami, tengo calor; ¿puedes abrir la ventana?”, pidió el niño mientras los vidrios de Casiopea se nublaban irremediablemente.

“No, Gabriel, no puedo abrir la ventana ahora; está lloviendo demasiado y no puedo parar aquí. Tendrás que esperar a que lleguemos. Toma un poco de agua de tu vasito, ¿sí?”, contesté intranquila.

Serafina estaba inquieta; seguro se dio cuenta del miedo que se apoderaba de mí a medida que fracasaba en deshacerme del carro que nos perseguía. ¡Al fin! Un poco más adelante, a la derecha, había una salida que subía por la montaña. Sentí un corto alivio al tomar ese camino, hasta que volví a ver el mismo carro detrás de nosotros. Aceleré lo más que pude cuidando las subidas y bajadas de la nueva ruta. De pronto, la perra comenzó a gruñir insistentemente sin ningún motivo aparente.

“¿Qué le pasa a Serafina?”, pregunté ansiosa.

“No sé, Mami. ¿Qué tienes, Serafina?”, quería saber el pequeño. Los gruñidos dieron paso a fuertes ladridos cuando algo apareció volando entre los asientos. “¡Mira Mami, una abejita!”, dijo Gabriel emocionado.

“¿Una abeja? ¿Dónde está, afuera?”, dije, esperando que me diera la razón.

“No, Mami, está aquí”, explicó el niño en medio de los ladridos desenfrenados de la perra.

“¡Dios mío, qué peligro!”, pensé, recordando que Gabriel es alérgico a las abejas y las avispas. “¿Y ahora qué hago?”, la angustia no me dejaba pensar con claridad. Los tipos que nos seguían parecían tener intenciones de chocarnos para que tuviéramos que parar, así que no podía dejarlos acercarse mucho; tenía que acelerar lo más posible en esa angosta carretera serpenteante que había tomado por equivocación. No nos podíamos detener para matar o dejar salir al animal; ni siquiera podía reducir la velocidad para bajar las ventanas con todo y la lluvia; tenía que continuar acelerando por ese camino perdido y lleno de curvas que no sabía adónde nos llevaría. Las gotas de sudor en mi frente se ponían de acuerdo para bajar en pequeños hilos por las sienes. De pronto, el insecto comenzó a revolotear alrededor de mi cabeza. Horrorizada, me di cuenta de que no era una abeja, sino una gran avispa matacaballo. “¡Dios santo! ¡No es una abeja, es una avispa! ¡Cuidado, que no te pique, Gabriel!”, grité por encima de los ladridos de Serafina, que saltaba inútilmente de un lado al otro intentando matar al animal. El niño empezó a agitar los brazos en todas direcciones por instinto, lo cual pareció enloquecer a la avispa, que volaba por el interior del carro, escondiéndose a ratos en las esquinas y debajo de los asientos para regresar a la carga poco después con más energía aun que antes. Era una locura infernal: en medio de un oscuro diluvio y con los vidrios empañados nos perseguían para asaltarnos en plenas montañas mirandinas; en una carretera llena de curvas y precipicios íbamos atrapados en el carro con la avispa y sin oportunidad de usar el epipen en caso de que el animal picara a Gabriel, para contrarrestar el shock anafiláctico. El epipen, el epipen... ¡no recuerdo haberlo metido en el bolso! Con tanto apuro por salir a tiempo se me quedó el epipen en la casa; ¡con razón sentía que faltaba algo! ¿Y ahora qué? Sólo podía acelerar más, intentando deshacerme del carro que nos perseguía; tal vez se cansarían en algún momento.

De repente, el grito aterrador de Gabriel me heló la sangre: “¡Ay! ¡Aaayyy! ¡Mamá, me picó la avispa!”, decía, llorando de dolor y miedo al tiempo que se comenzaba a hinchar automáticamente. Serafina ladraba enfurecida, intentando atrapar el insecto, que seguía revoloteando entre los asientos. Toda esa situación alucinante hizo que perdiera el control del carro en una curva muy cerrada que tomé demasiado aprisa. Nos despeñamos rodando montaña abajo por un precipicio muy empinado.

Poco después despertamos. Gabriel ya no se veía hinchado. Serafina no ladraba más. Salimos del carro volteado y humeante y nos fuimos caminando por la carretera en dirección a la casa de mi hermano. Vimos tres hombres que corrían gritando hacia Casiopea. Nos ignoraron por completo. “¿Están vivos?”, le escuché preguntar a uno de ellos al llegar al carro. “Se ven mal. Llama a una ambulancia”, dijo otro y poco a poco sus voces se fueron diluyendo bajo el estruendo de la lluvia que arreciaba.

“¡Vamos, Gabriel, creo que aún podemos llegar a tiempo! Tal vez alguien nos pueda acercar hasta la casa de tu tío Víctor”, dije.

—Y esa es nuestra historia. Muchas gracias por llevarnos, señor. ¿Nos podría dejar bajar más adelante, por favor? Mi hermano nos espera y no queremos llegar tarde... ­—dijo la joven madre inclinándose hacia el asiento delantero en mi Jeep Liberty del 2009.

—Por supuesto —respondí, concentrado en la lluvia y las curvas de aquella carretera oscura. Bajé aun más el volumen de “No” de Shakira, que sonaba de fondo en la radio. Cuando me acerqué al borde del camino para dejarlos frente a una gran casa que parecía deshabitada, miré hacia atrás con intención de despedirme. No había nadie. Encendí la luz buscando algún rastro, pero lo único que encontré fue una avispa muerta en el asiento.