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Lecciones de la cuna del jazz

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Diana Krall en el Festival de Jazz de Nueva Orleans 2000. Fotografía: Skip Bolen
Diana Krall en el Festival de Jazz de Nueva Orleans 2000. Fotografía: Skip Bolen.

Nueva Orleans era el único lugar del nuevo mundo donde se les permitía a los esclavos tener tambores. A finales del siglo XIX, ya abolida la esclavitud, los rituales vudú eran tolerados abiertamente, y asistían tanto ricos como pobres, blancos y negros, poderosos y anónimos. Fue en ese caldo multicultural donde comenzaron a mezclarse las voces de cornos y trompetas europeas con tambores y ritmos africanos, voces de las iglesias con voces de los bares, comenzaron a sonar unos latidos nuevos, y se engendró todo un género musical: el jazz. Nueva Orleans es la “cuna del jazz”. Como tal, cualquiera pensaría que hoy en día es un lugar ideal para escuchar un concierto de jazz en vivo.

Sábado 6 de mayo del año 2000, 3:00 pm. Vine solo al Fairgrounds, estoy en el Festival de Jazz de Nueva Orleans, frente a las tiendas donde venden comida: hamburguesas, hot dogs, po-boys, jambalaya, gumbo, barbacoas. Estoy comiéndome un “alligator po-boy”, sandwich típico de la región, relleno de carne de lagarto del Mississippi. Lo acompaño con una cerveza “Mississippi Mud” (Lodo del Mississippi), también local. Tengo, además, una botella de agua fría, porque hace mucho calor. Estoy caminando entre las carpas, desfiles, la masa de gente y la música que suena a lo lejos desde varios puntos cardinales. He estado antes en dos festivales de jazz de Nueva Orleans. Hoy es mi tercera vez, y vine por una sola razón: vine a verla a ella en vivo; a escuchar por fin su cautivadora voz en persona.

Recuerdo con toda claridad el momento exacto cuando escuché su voz por primera vez. Fue una noche mientras me cocinaba una cena de estudiante, unos fideos “Top Ramen” de aquellos baratos que vendían entonces creo que a diez céntimos por paquete. Vivía yo aquí mismo, en Nueva Orleans, estudiando un postgrado de computación en Tulane University. Cocinaba de espaldas al televisor, con el Tonight Show de Jay Leno en pantalla. Faltarían diez minutos para el cierre del show cuando Leno anunció su invitado musical: “Ladies and gentlemen, blablá blablá...”. Yo no tenía idea de quién era, así que no presté atención al nombre. Comenzó a sonar un piano agradable, y yo seguí revolviendo mis fideos; agregué un poco de sal... De pronto sonó aquella voz de contralto irresistible, volteé de inmediato, y se me olvidó la cena: la voz surgía de una mujer también hermosa, y además era ella misma quien tocaba el piano de manera magistral. Unos minutos después fue que capté el nombre pronunciado otra vez por Leno, mientras le daba las gracias y mostraba su CD Love Scenes a las cámaras: “Diana Krall, everybody!...”.

Ya me terminé el po-boy y la cerveza. Son cerca de las 4:00 pm. Me cruzo con una de las muchas bandas que desfilan entre la gente, con sus disfraces y trajes típicos ocupando el ancho de tres personas de tan grandes, espectaculares y vistosas plumas rojas, doradas, amarillas y blancas, bailando entre largas trompetas estridentes y tambores sonoros.

El Festival de Jazz de Nueva Orleans es un megafestival. Da cabida a casi todos los géneros musicales imaginables (excepto la ópera), y se considera uno de los encuentros musicales más importantes del mundo. Tiene lugar aquí, en el llamado Fairgrounds de Nueva Orleans, una histórica pista de carreras de caballos, la tercera más antigua de los EEUU, ubicada a unos 5 kilómetros al norte del centro de la ciudad. El espacio que abarca este Fairgrounds es inmenso: equivale al área de unos 70 campos de fútbol todos juntos (145 acres). Durante el festival se ofrecen conciertos simultáneos en 10 escenarios distintos: cinco de ellos tarimas colosales con extensos espacios al aire libre para los espectadores; los otros cinco escenarios, un poco más pequeños, son amplias carpas de lona para presentaciones bajo techo. También hay varios otros palcos y tablados menores. Se dan unas cien presentaciones musicales cada día durante siete días, es decir, más de 700 conciertos en total durante todo el evento.

Al lado de una de las carpas con tiendas de souvenirs veo un pequeño grupo de personas que parecen turistas. Los hombres llevan sombreros altos como para el Mardi Gras, adornados con verde, púrpura y dorado. Una mujer robusta y de baja estatura viste una gran camiseta blanca que le cubre desde el cuello hasta casi las rodillas. La camiseta es un disfraz económico, y sin embargo, no deja de ser original: tiene dibujado al frente, en tamaño real, un cuerpo muy voluptuoso en traje de baño azul, una especie de Jessica Rabbit. Cuando paso el grupo, veo que la parte de atrás de esa camiseta tiene dibujado ese mismo cuerpo voluptuoso pero visto por detrás. Discretamente le tomo una foto. La parte de atrás de mi cámara se embadurna y gotea con el sudor de mi propia cara. ¡Qué calor hace! Para colmo de males, el suelo está embarrado y huele a bosta de caballo por todos lados en el Fairgrounds. Y es que llovió a cántaros hace apenas una hora. Típico de Nueva Orleans: diluvios y sol de muerte alternándose varias veces en un mismo día.

Terence Blanchard toca antes que Diana en la misma carpa, pausa de media hora de por medio. Blanchard suda copiosamente mientras toca su trompeta, eso que él es de aquí mismo, de Nueva Orleans. El calor parece haber ido empeorando a medida que avanza la tarde, y es todavía peor dentro de estas carpas que son unos auténticos saunas. La música de Blanchard es animada y me suena excelente. Todos sus músicos también sudan: el saxo, el bajista; todos. Aquí, de este lado, estamos todos en el público hechos un manojo de trapos pegajosos. Tengo la franela empapada, el blue jean lo siento pesado e incómodo, y cada vez que uso mi cámara la embadurno otra vez y tengo que intentar secarla con mi franela sudada.

Termina el show de Blanchard a las 5 y 20 pm. De acuerdo a mi plan, no me muevo. Me acerco a la primera fila, se despejan algunas sillas, consigo una libre, y tomo posesión del lugar. Quedo entonces en primera fila y en el mero centro, a apenas 3 o 4 metros del piano que ya están colocando en posición, piano que a las 5:45 comenzará a tocar Diana. Perfecto.

El piano es un Baldwin. Me parece haber escuchado alguna vez que los mejores pianos son los Steinway & Sons. A pesar de que soy un verdadero ignorante en el tema, que el piano no sea uno de esos me decepciona un poco.

El piso del escenario es de madera pintada de negro mate; sentado aquí me queda un tanto por encima de la altura de los ojos. La carpa, en lo alto, es de un blanco sucio, y con tres grandes y gruesas franjas negras que surgen desde el fondo, pasan por encima del escenario, de las sillas del público, y se extienden hacia mis espaldas, hacia la entrada de la carpa, a cuyos lados están unas siluetas grandes y simétricas como guardias, pero son barriles abarrotados de basura: latas, vasos, papeles y cartones de hot dogs.

El agua de la lluvia reciente se ha logrado colar por los desniveles del suelo, y el piso está enlodado por todas partes, tanto afuera como aquí adentro. Peor aun, las sillas de plástico, con patas flacas de metal, se hunden en este barro. Siempre recomiendan traer zapatos y ropas cómodas y “ensuciables”. Una constante en los festivales de jazz a los que he venido anteriormente es que siempre he salido bien sucio de ellos, sobre todo mis zapatos y mis pantalones. Mis zapatos hoy son unos New Balance blancos, pero ya están completamente marrones del lodo, al igual que mis medias y el ruedo de mis jeans. Entre las sillas aquí y allá veo basura: restos de bolsas de snacks, restos de los mismos snacks frente a las bolsas, manchas de refresco en el barro frente a las bocas de vasos de plástico desechados. Lo único que no veo son botellas de vidrio; no se permiten por razones de seguridad.

Ya faltan solo pocos minutos. La sala, o mejor dicho, la carpa, no está llena. Pienso que es porque en uno de los escenarios más grandes del festival está cantando en este mismo instante Lenny Kravitz. Todo el mundo probablemente está allí.

Aparecen dos músicos en el escenario: guitarra y bajo. Prueban el sonido, movimiento aquí y allá, conversan entre ellos unas pocas palabras, bromean relajados. Parece que están listos. Apresto mi cámara. Llegó la hora. Cuestión de segundos... Efectivamente. Del fondo del escenario emerge por fin, sin fanfarrias, sin presentación, una bella figura femenina vestida de negro, alta y rubia, cabello largo y liso, con lentes oscuros, caminando directo hacia el piano. ¿Es ella? Preguntan cerca. Sí, es ella, en carne y hueso. ¡Por fin!

Aplausos.

Lo que más me impresiona viendo a Diana Krall por primera vez en persona no es su presencia en escena, ni su estampa, ni su modo de caminar; es que parece estar de mal humor. Visiblemente de mal humor. O muy incómoda. O ambas cosas. No solo tiene el semblante serio y sombrío, acaba de llegar directo al piano, y apenas mira al público, no nos concede ningún saludo particular, ningún gesto de amable reconocimiento, ninguna sonrisa. Se sienta, posa sus manos en el teclado, mira a sus músicos y comienzan a tocar algo, y ahora su voz comienza a sonar. Ya está cantando. No identifico la canción, no es de los discos que yo tengo. Pero ya está sonando su voz, su admirable voz oscura y sensual. Aquello para lo cual vine. Cierto, es su voz, pero este público está haciendo mucho ruido, y también hace mucho calor. Solo he tomado unas cinco fotos de Diana, y mi cámara ya está hecha un verdadero asco.

Escuchar una voz admirable en vivo puede ser una experiencia casi mística. Cuerdas vocales privilegiadas, haciendo vibrar el aire que uno respira, apenas a metros de distancia. Solo el aire entre esa garganta y nuestros oídos, solo aire y música conectando distintos órganos. Una conexión efímera, sí, pero puede llegar a ser casi mística. Casi.

Diana sigue cantando. Miro a los lados. Algunas personas también en primera fila hablan indiferentes sobre encontrarse en tal sitio con tales personas para cenar. Otros caminan llegando tarde y hacen ruido para sentarse, como si esto fuera un cine de mala muerte. Otros ríen cayéndose de las sillas que se les hunden y se inclinan en el barro; otros comen y beben sin ver al escenario, solo ven sus hamburguesas y la comida que llevan a sus bocas, como sentados en un McDonald’s cualquiera con hilo musical. Sí hay algunas personas atentas escuchando, algunos toman fotos, sobre todo unos fotógrafos que se me atraviesan en el área reservada para ellos, entre primera fila y escenario. Pero nada sugiere que allí está sonando una voz excepcional.

Apenas se inicia la segunda canción, ya el entusiasmo de escuchar su voz en vivo, los meses de anticipación, se me han evaporado. La voz de Diana técnicamente sigue aquí; aquí está, pero su voz tan hermosa se me pierde en este aire caliente y húmedo, en este ruido; se desperdicia como los restos de refresco allá detrás, derramándose de los barriles de desechos hacia el lodo. La realidad recién descubierta me hace sentir estúpido: aquí, en el Festival de Jazz, en la misma cuna del jazz, aquí no se puede disfrutar la voz de Diana Krall.

Quizá esté molesta por eso mismo, pienso. En estas condiciones nadie puede apreciar lo que ella puede ofrecer. Está cumpliendo con un compromiso profesional. Está siendo responsable, eso es todo. En vista de este calor agobiante, solo quiere que el tiempo pase lo más rápido posible. Salió de un camerino fresco y con aire acondicionado, y se vino a meter en este infierno húmedo donde estamos todos ahora cocinándonos al vapor. El rostro de Diana ya comienza a brillar de sudor, como el de Blanchard. Hasta se ven pequeños destellos de gotas de sudor en el vello de sus brazos sobre el teclado.

Diana se quita los lentes durante una única canción. Después se los vuelve a colocar hasta el final. El concierto dura aproximadamente una hora. Aplaudimos. Se pone de pie y parece que dice “Thank you”, sonríe un poco, se aleja entonces con sus lentes puestos, y con la misma cara sombría de cuando entró.

Me voy al otro lado del tráiler que está detrás de la carpa. La puerta tiene un cartel blanco que dice “Diana Krall” en letras rojas de una hermosa caligrafía. Aquí hay una cuerda que nos separa del tráiler, y ya se ha instalado un pequeño grupo de personas de este lado de la cuerda, a la espera. Es el lugar para el encuentro con los fans, para la firma de autógrafos.

Somos no más de 20 personas. Qué pocos, pienso. Yo estoy como de décimo en la cola. Ya son casi las 7 pm, está oscureciendo, el sofocante día parece por fin apiadarse un poco. Pasan unos 10 minutos. Sale primero un hombre por la puerta del camerino, quizá un asistente o guardaespaldas, y le sigue Diana. Se acercan a la cuerda. Diana trae su misma vestimenta, sus lentes oscuros, y un marcador grueso en la mano. Yo he traído mi disco Love Scenes. Me toca el turno; le entrego el disco; lo firma sin mirarme y sin preguntar mi nombre. Solo hace un garabato automático y rápido sobre el disco (sobre su disco), y me lo devuelve, ya mirando el siguiente objeto que le están dando para que lo firme. Le pregunto si puedo tomarme una foto con ella, pero no me mira, no me dirige la palabra; solo sigue firmando como un robot. Quien me responde es el guardaespaldas a su lado: “Toma la foto desde allí donde estás, del otro lado de la cuerda, sin acercarte ni tocarla”. Le doy la cámara a una señora con aspecto de hippie que está detrás de mí, y toma una foto donde apenas salgo arrimado en una esquina. Al menos sí sale la cara de Diana completa. Una vez firmados todos los autógrafos, se aleja Diana con su contingente, sus lentes oscuros todavía puestos, su cara sombría, y su frente ya salpicada otra vez con pequeñas gotas relucientes.

Unos años después, cuando compro y veo su DVD Live in Paris, no puedo evitar pensar que así es como me hubiera gustado escucharla en vivo por primera vez: en un teatro como ése, repleto de un público increíblemente silencioso; un lugar oscuro y sensual, cómodo, íntimo, con aire acondicionado, sin calor asfixiante, un lugar limpio, sin barro, y sin olor a caballo. Sonará frívolo, pero eso es lo que me hubiera gustado.

Quizá el jazz y sus orígenes no tengan que ver con las comodidades y facilidades de nuestra era actual, y a lo mejor se pueda apreciar en mayor profundidad el jazz oyéndolo en vivo en su misma cuna, en vez de en la propia casa o en el iPod. El hecho es que viví otros varios años cerca de Nueva Orleans, pero tanto me desilusionó aquel día que ese fue el último festival de jazz al cual asistí.

Desde hace ya tiempo me arrepiento de no haber ido más veces. Siempre que escucho Love Scenes en la comodidad de mi sala, o de mis audífonos, o cuando veo la firma del marcador de Diana en el CD, recuerdo ese día con nostalgia. Y no extraño nada de la música o de Diana Krall; aunque parezca absurdo, extraño es precisamente lo que no me da el CD: el olor, aquel calor y la humedad casi insoportables del Fairgrounds de Nueva Orleans. Solo tomé fotos del escenario y de los músicos, pero he llegado a lamentar no haber tomado fotos de tantas otras cosas: aquel público irreverente, los barriles llenos de basura, mis zapatos sucios, o las sillas enterradas en el barro.

Si algo he aprendido de la cuna del jazz es que la música puede hacernos extrañar cosas extrañas.