Letras
El tesoro de Ana

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Para mi Hermana Grande, Paula.
Porque todas las niñas deberíamos tener
una hermana que nos invite a nunca dejar de soñar.

Cuando Ana cruzó la puerta supo que había entrado a otra dimensión y por primera vez en sus ocho años de vida se preguntó si existían universos distintos al suyo, lugares donde niñas como ella hicieran algo distinto a ir al colegio, ver televisión, jugar con sus muñecas y comer, porque si algo hacía Ana con su tiempo libre era comer y no podía evitarlo. Su mamá intentaba que comiera cosas saludables y ella, que era dócil de carácter, se las recibía sin reclamar, pero en vez de comer solo una manzana, se comía cuatro o cinco, las suficientes para sentir que su estómago se iba a reventar. En la escuela sus compañeros se reían de ella todo el tiempo, no solo por lo gorda que se estaba poniendo, sino porque Ana era una niña tímida y solitaria a la que todo parecía darle miedo y los niños, que no siempre son dulces angelitos, olían su temor y la perseguían divertidos riendo de cómo ella intentaba huir de sus burlas. Con este panorama no les sorprenderá saber que Ana no tenía amigas, se juntaba algunas veces con dos de sus compañeras cuyas madres eran amigas de su mamá, ella les prestaba sus muñecas y las seguía en los recreos para no estar tan sola en el colegio. Mientras más la molestaban los niños en la escuela, más miserable se sentía, más cosas comía al llegar a casa y más triste se ponía su mamá, Ana la había escuchado decirle a su papá cuanto desearía que su hijita pequeña fuera más alegre, más despierta y menos gorda.

Había una sola persona a la que sabía que le agradaba sin importar cómo fuera, una sola persona en todo el mundo que no se fijaba en ninguna de las cosas que estaban mal en ella, sino que veía lo bueno que tenía y se lo decía todo el tiempo, no de esa forma falsa en que algunas personas suelen decirte lo bien que estás, solo para que no te sientas como la gran perdedora que eres, sino de una forma sincera. Esta persona era su hermana grande, Ángela, que tenía 16 años y, si bien se supone los hermanos deben quererse sin importar qué, porque son familia, el resto de la familia miraba siempre a Ana con reprobación, como si estuvieran pensando que les habían cambiado a la niña en el hospital y en alguna parte había otra familia disfrutando de la hija perfecta que les quitaron a ellos.

Su hermana Ángela la sacaba a caminar en las tardes, porque según ella le gustaba pasear, aunque Ana siempre sospechó que era para alejarla del refrigerador por unos minutos y que hiciera algo de ejercicio. En estos paseos, conversaban de todo y algunas veces inventaban historias. Ángela decía que le encantaban las historias que Ana inventaba y que debería escribirlas para hacer un libro. Al principio Ana no sabía lo que era un libro, pero cuando fue creciendo, se dio cuenta de que lo que estaba en el living de su casa ordenados por tamaños, eran eso que su Hermana Grande llamaba libros. Entonces empezó a entender que lo que Ángela la creía capaz de hacer era algo realmente importante, algo que las personas ponen en el living de sus casas, con las fotos familiares y los adornos regalados por los parientes y amigos.

Un día en que comía pan con manjar, Ana se acercó a la repisa donde estaban los libros y su mamá la retó mucho porque podía mancharlos. Entonces sospechó que los libros eran tan importantes como la ropa nueva que solo se ponía para salir y que no se podía ensuciar, por eso decidió que tenía que lavarse las manos y dejar de comer un ratito para poder acercarse a ellos. Y así lo hizo, tomó con sus manos limpias uno que le quedaba cerca y pasó sus deditos por la cubierta dura, en la que se podía leer una frase, lo abrió y vio que dentro había muchas palabras. Pasó hoja tras hoja y todas estaban llenas de palabras. Algunas las podía entender, pero otras no tenía idea de qué significaban. Sacó varios libros y con todos era lo mismo: muchas palabras que ella no entendía.

En uno de los paseos que daba con su Hermana Grande, se lo contó. Le dijo que había tocado y abierto los libros del living y que tenían muchas palabras, que ella no podía entenderlas todas, necesitaba que le explicara cómo se suponía que ella iba a poder hacer uno de esos libros si apenas y entendía lo que le querían decir. Ángela sonrió y le dijo que esos libros eran para personas grandes y que los libros para personas grandes eran así, llenos de palabras y muchas veces aburridos, pero que no todos los libros eran como esos. Habían libros entretenidos que te contaban aventuras geniales como las que ella le contaba en las tardes y para poder hacer uno de esos libros solo tenía que ponerse a escribir lo mismo que le contaba a ella, que para eso eran las palabras, para contar cosas, para soñar.

Ana, que sabía escribir desde hace dos años, tomó un cuaderno y un lápiz y se puso a escribir como si le estuviera contando una historia a su Hermana Grande. Cuando terminó de contar su historia, se la llevó y ella la celebró diciéndole que le iba a mostrar un lugar muy especial. Así fue como Ana abrió la puerta a otra dimensión.

Ese día se puso su ropa bonita y partió de la mano de su Hermana Grande hacia el centro, para allá también iban caminando, porque a Ángela le gustaba caminar, aunque ya sabemos que lo más probable es que le gustara que su hermana pequeña ejercitara un poco. Ana no tenía idea de a dónde iban y Ángela no se lo dijo hasta que estuvieron allí, frente a la puerta mitad de madera y mitad de vidrio.

—Esto es una librería, acá venden libros —le anunció.

Dentro, Ana encontró unas repisas más grandes que las del living de su casa, llenas de millones de libros, incluso había unas mesas en medio de la habitación que tenían más libros. Al fondo se encontraba un señor parecido a su abuelo que saludó a su hermana como si fueran grandes amigos, se lo presentaron como el Señor Librero y él muy amable le dijo que podía ver y tocar todos los libros y que los del estante de la izquierda le podrían gustar más. Ana partió para allá, se frotó las manos en su ropa para limpiarlas un poco antes de tocar los libros y comenzó a abrirlos.

Palabra tras palabra, frase tras frase, esos libros estaban llenos de asuntos interesantes, algunos le contaban a Ana de viajes a través del mar, de niños viviendo en islas, de detectives resolviendo misterios, de princesas rescatadas por príncipes y de príncipes rescatados por princesas. Otros le anunciaban que los animales hablaban, que los duendes, las hadas, los faunos y muchas otras criaturas fantásticas que nunca había oído mencionar existían de verdad, y aprendió rápido que nunca jamás se debe decir que las hadas no existen porque entonces una de ellas se muere.

No supo cuánto tiempo pasó metida hojeando los libros, porque perdió la noción del tiempo y se olvidó de que ella misma existía, igual como le pasaba cuando se sentaba con su lápiz y sus hojas a escribir. Para cuando su hermana grande y el Señor Librero se acercaron a ella, el sol que se colaba por la parte de vidrio de la puerta anunciaba que el día llegaba a su fin.

—¿Te gustaron? —le preguntó Ángela.

—Sí, mucho, ¿qué hay que hacer para llevárselos a la casa?

—Bueno, se compran con dinero —le contestó Ángela.

Si hay algo que una niña de ocho años no tiene es dinero, por lo que Ana recordó inmediatamente que su estómago tenía hambre y que en su casa la esperaba la once que todavía no se había comido, pero entonces, otra cosa pasó. Recordó que algunas veces su mamá le daba dinero para comprarse colación en el colegio y que para su cumpleaños sus abuelos, esos que no veía nunca, le daban algo de dinero, que ella siempre se gastaba comprando golosinas, y una idea nueva expulsó de su cabeza las ganas de comer.

—¿Cuánto cuesta este? —preguntó.

—Memorias de una sirena, de Hernán del Solar —leyó el Señor Librero en la tapa—. Excelente elección, ese cuesta dos mil pesos.

Ana no tenía esa cantidad de dinero, nunca había tenido esa cantidad de dinero en sus manos, ni siquiera sabía cómo se veían dos mil pesos juntos, pero sí sabía que ese libro tenía que ser de ella y de nadie más. Calculó que quedaban unas semanas para su noveno cumpleaños y que quizás nadie se lo llevara antes que ella pudiera juntar esa cantidad. Estrechó el libro contra su pecho decidida a tenerlo y lo dejó en la estantería lo más escondido que pudo antes de partir de regreso a casa.

Al regresar a casa ese día, Ana se tomó apurada su vaso de leche y se puso a buscar entremedio de sus cajones una caja de dulces que le había traído el papá por sacarse buenas notas, la vació en una bolsa y contempló largo rato el interior de la caja vacía. Ahí iban a estar sus moneditas, las que iban a ayudarle a comprar su libro. Eso que estaba haciendo se llamaba tomar una decisión. Nunca había hecho algo así pero sabía que servía para hacer cosas que uno nunca se imaginó que podía hacer porque su Hermana Grande alguna vez se lo dijo y ella siempre la escuchaba.

Ahora que ya había tomado su decisión, Ana se aferraba a ella y a todos los lugares donde iba, se acompañaba de su cajita de dulces y su cuaderno de tapas rojas, como si fueran instrumentos mágicos que la iban a ayudar a conseguir su sueño.

En el colegio, usaba los recreos para escribir algo entretenido. A veces contaba historias sobre sus compañeros y cómo serían si fueran buenos con ella, porque “en los libros las personas son como nosotros queramos que sean”, le había dicho su Hermana Grande y tenía toda la razón, los compañeros que tenía dentro de su cuaderno de tapas rojas eran realmente agradables.

Las monedas dentro de su cajita de dulces parecían multiplicarse todos los días. Ana pensaba que era algo mágico, porque no alcanzaba a darse cuenta de que antes se gastaba mucho dinero en comprar dulces y que ahora todo ese dinero iba directo a su cajita, donde en vez de dulces había sueños.

Un día antes de su cumpleaños, realizó el ritual de contar las moneditas en su cajita y se sorprendió al notar que ya tenía dos mil pesos. No podía creer que todas esas monedas eran en verdad dos mil pesos, así que las contó otra vez pensando que estaba equivocada, pero de nuevo le dio la misma cantidad. Se levantó y partió a la pieza de su Hermana Grande para que ella le ayudara a contarlas. Ángela las contó y le dio la misma cantidad.

—Llévame donde el Señor Librero —le pidió a su Hermana Grande.

—¿No preferirías esperar hasta mañana que es tu cumpleaños?

—No, llévame ahora, por favor —insistió.

Ángela la tomó de la mano y muy callada la llevó a la librería. Ana no se dio cuenta de lo calladas que iban porque estaba muy concentrada apretando la caja con su fortuna contra el pecho. Al cruzar la puerta, Ana se sintió feliz, como si se reencontrara con sus mejores amigos. El Señor Librero salió del fondo de la habitación a recibirlas en la puerta.

—Señoritas, en qué puedo ayudarlas.

—Vengo a buscar mi libro —dijo Ana.

—¿Cuál libro? —dijo el Señor Librero mirando a Ángela.

—Memorias de una sirena, de Herman del Solar.

Todos se quedaron callados y a Ana le empezó a preocupar que se hubieran quedado petrificados como muñecos de cera.

—Ese libro ya lo vendí, pero tengo otros que te pueden gustar.

Ana ya no pudo escuchar nada más. Sintió que el cuerpo le pesaba y que la cara en cualquier momento se le iba a caer. Había luchado para conseguir lo que quería, no se había dejado vencer por el deseo de gastarse las moneditas en otra cosa, le había puesto todo su entusiasmo para poder juntar el dinero lo más pronto posible, solo para llegar y que alguna otra persona se hubiera llevado lo que nadie más que a ella le importaba tanto.

El camino de regreso a casa se le hizo pesado, sus piernas se movían solo porque su Hermana Grande le tironeaba el brazo y, aunque sentía ganas de llorar, esto que le pasaba estaba más allá de lo que se soluciona llorando. Sabía que, por más que llorara, su libro no iba a llegar a ser de ella.

—Se llama Decepción —le dijo Ángela—. Lo que sientes ahora se llama Decepción y te va a pasar muchas veces en la vida.

—Los buenos no ganan siempre, ¿verdad? —le preguntó Ana que se sentía estafada y tonta.

—En los libros gana el que tú quieras que gane.

—Pero la vida no es como los libros. ¿Cierto?

—Cierto, la vida es distinta a los libros, para eso se escriben, para que aprendamos a tener Esperanza.

—¿Qué es eso?

—En la vida, cuando todo está perdido, es cuando tienes que tener Esperanza, para que sepas que las cosas pueden salir bien.

—¿Para seguir creyendo que los buenos ganan?

—Para seguir creyendo que los buenos ganan y para darnos cuenta de que aun en las peores situaciones no todo está perdido.

—Pero yo no tengo mi libro.

—Pero si el libro es para ti, un día lo vas a tener, solo que ese día no es hoy.

Ana se fue a la cama pensando en todo ese asunto de la Decepción y la Esperanza. Ella había aprendido que los libros se hacen para soñar y que en ellos las personas son como nosotros queramos que sean, luego descubrió que eso de tomar decisiones es importante para atrevernos a hacer cosas que nunca habíamos pensado hacer, ahora estaba aprendiendo que en la vida real existe la Decepción, pero que de la mano con la Decepción iba la Esperanza, pensó en esas cosas hasta que se quedó dormida. Era su última noche con ocho años y le pareció que cumplir nueve significaba saber muchas cosas más de las que se podría haber imaginado.

Por la mañana, su mamá la despertó cantándole el cumpleaños feliz, como hacía cada año. Mientras lo hacía, Ana entendió que esta era la forma que tenía ella para decirle que era muy especial y que la quería mucho pese a todo. Luego entró a su habitación el resto de la familia y le fueron entregando sus regalos. Ana los abría y celebraba agradecida. En ese momento se acercó hasta ella su Hermana Grande, la abrazó y murmuró en su oído:

—Ese día es Hoy.

Ana la miró a ella y al paquete que le ponía en sus manos. Lo abrió con dedos temblorosos y pudo ver que era su libro: Memorias de una sirena. Sin saber qué hacer, Ana miraba el libro y a su Hermana Grande una y otra vez.

—Lo compré para ti antes de saber que lo querías comprar tú —le explicó.

Ana acarició su libro y luego lo abrió. En la primera hoja, escrito con la caligrafía de Ángela, se leía: “Nunca dejes de soñar”. Al levantar la vista se encontró con los ojos de Ángela y, con esa mirada, Ana aprendió que las palabras sirven para muchas cosas maravillosas, pero que también existen algunas personas muy mágicas y especiales, con las que uno se puede entender sin tener que usar palabras.