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El Niño Dios desde la hamaca

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Esa noche, Antonia Díaz de Fernández no pudo dormir. Desde que despidió la última visita rutinaria que le hacían sus vecinos, todos los días después de la cena, para reírse con anotaciones chistosas, ella empezó a preguntarse qué iba a hacer si su hijo Melquíades no aparecía con los juguetes. Después de colocarle la tranca a la puerta de la calle, se paró frente al viejo cuadro del Sagrado Corazón de Jesús que colgaba en una de las paredes de barro de la sala, se llevó las manos a la cabeza en señal de súplica, miró fijamente a la imagen religiosa y desahogó con una sola frase el tormento espiritual que sentía en ese momento.

—Pobres mis muchachitos —dijo—. Dios mío, ayúdame.

Cogió la lámpara de petróleo que colocaba siempre encima de la mesa, le bajó un poco la mecha, corrió la cortina que tapaba la entrada al único aposento de la casa y fue, con la lámpara en una mano, a cada una de las hamacas donde estaban durmiendo sus dos muchachos: mató al zancudo que estaba picando a uno de ellos.

Colocó la lámpara sobre el aguamanil, sin apagarla del todo, como era su costumbre, para poder disponer de ella en caso de una emergencia. Bajó la hamaca que envolvía todas las mañanas, al levantarse, en una de las tirantes del techo de paja para no tener que descolgarla. Sacó de allí su descolorido camisón de dormir. Se quitó el vestido de florecitas negras de su eterno medio luto para ponerlo en el asiento de cuero que estaba en el aposento para ese propósito.

Se acostó, por fin, con el consabido quejido, exhalado siempre que se sentaba, se ponía de pie o se acostaba, con el fin de poder justificarse las dolencias inexistentes que ella empezó a inventarse desde el día en que descubrió que ya estaba vieja. El dolor que sentía esa noche no era en el cuerpo, sino en el alma: eran las 9:00 de la noche de un 24 de diciembre y ella no tenía nada para que el Niño Dios le pusiera el regalo a sus dos pequeños nietos.

Antonia Díaz no supo nunca que uno de los nietos que ella estaba criando en ese tiempo escuchó todos los movimientos de la abuela. Alfonso y Francisco Javier se habían acostado temprano porque estaban convencidos de que con la misma rapidez con que se dor­mían, llegaba el Niño Dios a ponerles su regalo.

El pequeño Francisco Javier no había podido conciliar el sueño porque estaba casi muerto de miedo. Resulta que esa tarde, al finalizar el partido de fútbol que los muchachos del pueblo acostumbraban a jugar después de encerrar las vacas, se reunieron como todos los días debajo del palo de ciruelo que estaba frente a la tienda de la señora Alicia. Entre las descomunales mentiras que se inventaban sobre las hazañas diarias con que enfrentaban al mundo cotidiano, los más grandes recordaron la misma ficción infantil de todas las navi­dades: al Niño Dios no le gusta que lo vean en el momento en que pone los regalos debajo de la hamaca, y si algún niño suspicaz saca la cabeza para satisfacer su curiosidad de conocer al Divino, lo que va a encontrar es un perro echando candela por los ojos y por la boca.

De modo que Francisco Javier se acostó con la idea de dormirse rápido, no tanto para que el Niño Dios le pusiera temprano, sino para no encontrarse con la otra horrible criatura infernal. El miedo no le dejó atrapar el sueño con la rapidez con que él deseaba. Por eso, permanecía ahí, quietecito, sudando de estupor, boca abajo, con las manos en los ojos cerrados para asegurarse de no ver nada y con el corazoncito que se le quería salir del pecho.

Rebuscaba entre los desórdenes de su miedo cualquier resquicio de valentía para tener el valor de hablar y preguntarle a su primito a cada rato: “Alfonso, ¿te dormiste?”, con la voz entrecortada. Era feliz cuando recibía la respuesta: “Cállate, gran pendejo, que va a venir el Niño Dios y no nos va a poner nada por encontrarnos despiertos”. Hasta que llegó la abuela a acostarse. Y el nieto asustado pudo dormirse entonces, al sentir la compañía maternal en la hamaca de al lado.

La angustia de Antonia Díaz empezó al atardecer, después de que llegó al pueblo el último carro de pasajeros, procedente de San Juan del Cesar, que era la cabecera municipal. Ella estaba echándole los dos baldes de agua de rigor a cada uno de los tres palos que tenía sembrados al frente de su casa. Al ver acercarse la camioneta con placas venezolanas, sonrió esperanzada. Pero el automotor siguió de largo hasta el otro lado del río a repartir los viajeros que vivían allá y lo único que dejó al pasar fue una nube de polvo.

Hacía cinco años que tenía a los muchachos bajo su custodia. Y era la primera vez que no tenía los dos regalos de Niño Dios, por lo menos con una semana de anticipación, guarda­dos en el baúl de una casa vecina. Los niños andaban por la misma edad: siete años. Alfonso era hijo de Nuris, la segunda de sus cinco mujeres; y Francisco Javier, de Melquíades, el tercero de sus seis hijos varones. Ella había quedado sola en el pueblo porque sus retoños emigraron hacia Codazzi, un promisorio municipio del vecino departamento del Cesar, donde sembraban algodón.

Antonia Díaz era feliz al mamarles gallo a sus nietos todos los diciembres. “En esta Navidad sí es verdad que el Niño Dios no les va a poner nada: él no tiene maneras”, les decía, con la satisfacción de saber que los regalos ya estaban en La Junta, el pueblo querido, escondi­dos entre los corotos del aposento de la señora Toña. Como iban las cosas, ese año la sentencia juguetona se convertiría en una realidad triste. Ella lo presagiaba así, revolcán­dose de angustia en su hamaca.

Nunca antes, como esa noche, la brisa decembrina se había escuchado tan nítida al revoletear allá afuera, en medio de la claridad de la luna. Ahí, despierta, sopesando su zozobra, Antonia Díaz de Fernández sintió pasos sobre la arena de la calle: eran los jóvenes que regresaban del parque, en donde siempre se reunían a hablar paja. Oyó cada una de sus impertinencias y los reconoció a todos por la voz.

La brisa traía la música de acordeones que salía de los cuatro puntos cardinales de La Junta: venía de las casas en donde festejaban la Navidad al calor de un guiso de chivo. Los perros hacían su agosto ladrándoles a los borrachos que caminaban de baile en baile.

Antonia Díaz sacó la mano derecha para tantear debajo de la hamaca, en busca de sus chanclas de caucho. Entonces lo sintió. La delgada corriente de orina atravesaba el aposen­to, pasaba a la sala por debajo de la cortina y moría en la calle, después de salir por la hendija de la puerta. “¡Carajo!”, dijo mientras sacudía su mano mojada.

Había hecho todo lo posible para quitarle al pequeño Francisco Javier la manía de orinarse dormido. Cada vez que se daba por vencida, aparecía alguien con un nuevo remedio casero. El más reciente consistía en que el niño debía mear sobre un tizón al rojo vivo hasta apagarlo por completo. Esa mala costumbre, de ambientar el aposento con el olor de su meado, sólo la perdió a los 13 años de edad, cuando le tocó irse a vivir a la casa de su papá, allá en Codazzi, donde fue a estudiar su bachillerato porque en La Junta no había colegio de secundaria.

Antonia Díaz le quitó el pasador a la puerta de la sala que conduce al patio trasero. La cálida brisa de diciembre la envolvió en su regazo navideño. Miró la luna en el firmamen­to y pudo saber la hora exacta: eran las 3:30 de la madrugada. Al escuchar sus pasos, las gallinas que dormían en el palo de almendro se pusieron alerta: podría ser un borracho ocioso que quería terminar su parranda con un sancocho de gallina robada.

Llegó hasta la cocina, que estaba a cien metros del resto de la casa. Fue a oscuras al rincón donde estaba la tinaja. Llenó de nuevo la jarra de plástico que ponía siempre, antes de acostarse, en la mesa de la sala, para evitarse la molestia de salir al patio a media noche a tomarse un vaso de agua. Pero ese 24 de diciembre acabó como nunca con el líquido envasado, tratando de buscar en los tragos de agua el alivio a su pena.

Antes de entrar de nuevo a la casa, fue hasta la cerca que separa a la calle con el patio. Se asomó por encima de los leños sembrados en línea, esperanzada todavía en ver a Melquíades. Miró de arriba abajo, amparada por la claridad de la luna. Unos perros trataban de ganarse el honor de aparearse con una perra en celo. Una pareja de enamorados se besuqueaba debajo del palo de corazón fino que estaba frente a la casa del señor Jota. Antonia Díaz trató de reconocer a la novia para acusarla más tarde con su padre porque estaba mal visto que una mujer se pusiera a dar semejantes espectáculos públicos a esa hora de la madrugada. No pudo saber de quién se trataba.

Nada, Melquíades no aparecía con los regalos del Niño Dios. Ella volvió al aposento. Le alzó la mecha a la lámpara, buscó la alcancía de madera donde ahorraba los billetes nuevos de a peso para que el único de sus once hijos que tuvo el atrevimiento de irse al lejano interior del país a estudiar una carrera universitaria, tuviera plata cuando llegara de vacaciones. Desclavó como pudo la tablita de encima y escogió los dos billetes más nuevos.

Se acercó, con la lámpara en una mano, hasta la máquina de coser que estaba en la sala. Rebuscó dentro de las gavetas una tira verde y otra roja para amarrar cada billete. Y le puso, debajo de cada hamaca, el Niño Dios a sus dos nietos: un peso. El de Francisco Javier lo colocó a un lado, para evitar que se mojara de orines.

Volvió a acostarse más afligida que nunca. Imaginaba a sus dos muchachitos sentados en el sardinel de la casa, viendo lelos a todos los otros niños de La Junta cuando salían felices a mostrar, bien temprano y como era la costumbre, su aguinaldo de Niño Dios, mientras los de ella guardaban en el bolsillo el arrugado billetico de a peso: se le partió el alma. Dos lágrimas de impotencia rodaron suavemente por su mejilla, no pudo evitarlo.

La Divina Providencia sabía que Antonia Díaz también tenía derecho a su Niño Dios. Por eso, como caídos del cielo, escuchó los tres golpecitos en una de las dos hojas de la ventana. “Mamá, oh, mamá”, oyó la voz de Melquíades, que hablaba pasito para no despertar a los muchachos. Ella se levantó de un solo salto, abrió la puerta y vio a su hijo, muerto de la risa y con el tufo navideño de sus aguardientes. “¿Qué son estas horas de venir, carajo?”, preguntó disimulando su alegría. Melquíades entró por la puerta entreabierta. Había llegado al pueblo en el último carro de la tarde, pero se quedó en la cantina de su primo Carlos, departiendo con unos compañeros de viaje que consiguió en San Juan. Resulta que cuando se bajó del bus que lo llevó de Codazzi, en el Cesar, a San Juan, en La Guajira, se encontró con unos viejos amigos de infancia, que se refrescaban con unas cervezas heladas, mientras esperaban el último carro de la tarde que salía para el terruño del alma. Melquíades no tuvo inconvenientes en aceptarles “unas frías”, como llamaban en el Caribe colombiano al líquido de cebada. Instantes antes de que la camioneta saliera hacia la población de sus entrañas, los antiguos cómplices de aventuras juveniles decidieron comprar una botella de aguardiente para continuar dándole rienda suelta a sus recuerdos gratos.

La vieja Antonia Díaz le colocó la tranca otra vez a la puerta. En medio de su tembladera etílica, Melquíades le entregó a su madre la bolsa con las dos camioneticas de plástico que Alfonso y Francisco Javier le habían pedido al Niño Dios.

—Tome, vaya a ponerle el Niño Dios a los pelaos —dijo.