Letras
Pacto de silencio

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Delia Noriega llegó a Villafranca atravesando la Cuesta de San Judas, arropada por una noche cerrada; la más oscura y fría de todas las que eran capaces de recordar los lugareños más ancianos. Arrastraba sus maltrechos pies descalzos con la mirada perdida en la negrura. Sin ropas de abrigo; apenas cubierta con unos jirones de lo que pudo ser un vestido de raso azul cielo. Las mangas tres cuartos dejaban al descubierto unos antebrazos delgados, repletos de morados y marcas de lo que parecían dentelladas de alguna fiera. Las manos finas, menudas y amoratadas cubriendo su desnudo pecho. Los cabellos enmarañados, de un color indefinido entre ocre arcilla y sangre...

Mariano Antolín salía del Casino, como lo hacía cada tarde, dejando en el suelo tres escudillas repletas de restos de pescado para los gatos. En ese momento, sus ojos se fijaron en la figura que seguía caminando como autómata sin rumbo. Le dio el alto hasta en cuatro ocasiones, sin respuesta alguna. Tomó un candil en sus manos y salió en dirección a la mujer que parecía viajar sin alma.

Se colocó frente a ella y, solo entonces, Delia detuvo su paso y pareció mirarle. Acercó el candil al rostro de la mujer y pudo observar, entre cortes ensangrentados, dolor y miedo tratando de escapar a través de los ojos más tristes que jamás vio en su larga vida. Se quitó el mandilón de rayas grises y verdes que llevaba puesto y lo colocó sobre los hombros de la joven. Indefensa y aterida de frío, agradeció el gesto del mandil y tendió la mano a Mariano apretándola con fuerza. Éste, hombre fuerte y curtido por los años y una vida dura, recolocó el mandil arropando el cuerpo magullado con el gran trapo, como si de un bebé se tratase. La tomó en brazos intentando aportarle, con el contacto de su cuerpo, el calor que tanto necesitaba.

Cuando Mariano regresó al Casino con la chica, acurrucada como un cachorro herido en su regazo, los vecinos se levantaron de sus alborotadas mesas de juego y enmudecieron con la estampa que se presentaba ante sus ojos. Sin mediar palabra, todos supieron qué tenían que hacer...

Luciano cogió un cazo y sirvió a la muchacha una taza de caldo bien caliente. Marcelino corrió a su casa en busca de algo de ropa, que aún guardaba, de su difunta Adela. Adrián avivó el fuego. Gervasio tomó en sus manos una palangana, que llenó de agua bien caliente, y con una esponja comenzó a lavarle los pies. Presto estuvo Manuel, cuando finalizó, para secárselos con una toalla y a continuación Roque, “El Colorao”, le untó el ungüento verde, que llevaba siempre en el bolsillo, para prevenir las quemaduras del sol. Marcelino regresó apresurado, como alma que lleva el diablo, con una gran bolsa llena hasta rebosar de ropa y calzado. Mariano cerró con llave la puerta del Casino y cada uno de los paisanos comenzó a hacer hueco entre las mesas. Heliodoro y Roque, “El Canijo”, lanzaron una cuerda de un lado a otro del salón que fijaron con apretados nudos, en las argollas colocadas en las paredes. Una vez bien tensa, colgaron unas sábanas oscuras de franela.

En ese pequeño habitáculo de paredes de tela, muy cerquita de la lumbre, prepararon un gran barreño de agua para que la joven pudiera asearse con privacidad. Arrastraron un gran banco de madera donde dejaron varias mudas sin estrenar, una gran toalla y todas las prendas de vestir que un día pertenecieron a Adela.

 

Al otro lado de la estancia cubierta, los hombres aguardaban en pie, expectantes...

Una vez hubo terminado Delia apareció entre las sábanas, con el pelo aún mojado, ataviada con una falda de estampado floral y una camisa de fina seda blanca... Sus mejillas, ahora sonrosadas, y sus ojos negros miraron con agradecimiento a cada uno de los hombres. Fue suficiente gesto para darse por satisfechos. Antes de hablar, retrocedió unos pasos y arrojó al fuego los restos de lo que alguna vez pudo haber sido un vestido de raso azul cielo y respiró aliviada. Se acomodó en una silla, cerca del fuego, y se atrevió a romper el silencio. Narró entre lágrimas el rosario de tormentos de los que había sido objeto en los últimos tiempos... los golpes, desprecios, peleas, vejaciones, todo el cautiverio vivido... Después el accidente y su huida... “Le dejé en el coche... está grave; muy grave... a pocos kilómetros de aquí...”.

Un lazo invisible unió esa noche a todos los congregados en el Casino. Los ojos de aquellos hombres, la mayoría ancianos, aguantaron las lágrimas ante la pesadilla descrita por aquella muchacha. Ninguno pudo pronunciar palabra... aunque todos supieron lo que tenían que hacer.

Esa noche, en el Casino de Villafranca, nació un pacto mudo entre varones.

Algún tiempo después, una tarde en la que Mariano Antolín salía del Casino, como lo hacía a diario para dejar las escudillas con restos de pescado para los gatos, una pareja de la Guardia Civil se le acercó preguntándole por un coche. ¿Podría decirnos si recuerda este vehículo o a cualquiera de sus ocupantes? Mariano negó fríamente con la cabeza. El agente más joven le mostró una foto en la que se veía un cadáver cubierto con tela oscura y atado con cuerdas al respaldo de un vehículo. “A este hombre alguien lo amordazó y arrojó con su coche por el puente del pantano...”, expuso el mayor de los dos. Mariano continuaba negando con la cabeza a cada foto que le iban enseñando del esqueleto o del coche...

Tan sólo apretó los dientes y los puños al comprobar, en una instantánea del detalle de la boca, que entre los dientes de aquel malnacido había restos de lo que parecían trozos de raso azul cielo...

“¡A cenar, padre!...” —una voz femenina reclamaba la atención de Mariano. “Es mi hija que me llama... sabrán disculpar... Yo no sé nada; yo no he visto nada”.

De ese modo, el bueno de Mariano dio la espalda a los agentes mientras respondía con una enorme sonrisa al reclamo: ¡Voy, Delia, ya voy..!