Entrevistas
Massaua es su tercera novela
Arnoldo Rosas y su viaje de quinientas páginas a Eritrea

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Arnoldo Rosas
Arnoldo Rosas invirtió cuatro años en poner en papel una historia de su tierra que lo intrigaba desde niño.
Fotografía: Daniela Rosas Olavide.

El sábado 4 de agosto de 1934, en un barco que era “una ciudad, con luz eléctrica y todo”, partieron para Europa diecisiete buzos venezolanos, naturales de la isla de Margarita, que habían sido contratados por el sirio Salim Abouhamad para recolectar perlas en las costas de la India. Salieron con el ánimo festivo de quien se adentra en la aventura, pero el destino, en una de sus habituales jugarretas, les tenía deparado un cambio de rumbo, una estafa, una guerra y mil obstáculos antes de que pudieran regresar a la tierra donde habían dejado sus querencias.

Esta es la historia que cuenta Massaua, una novela del escritor venezolano Arnoldo Rosas publicada el año pasado por el sello FB Libros, que dirige el experimentado librero Roger Michelena, y en cuyo blog se puede leer el primer capítulo. El libro de casi quinientas páginas combina la novela histórica, el relato de aventuras y la crónica de viajes con un lenguaje que, sin abandonar por completo lo coloquial —abundoso en modismos margariteños—, conduce al lector por escenas rebosantes de humor, por los no pocos pasajes épicos a que son sometidos los personajes y hasta por un ininteligible manual de bolsillo para truco, enrevesado juego de cartas muy popular en la zona oriental de Venezuela.

En Massaua, Rosas recupera para el presente un episodio que se había difuminado tras los velos de la leyenda. Se vale para ello de un protagonista anónimo, un muchacho de 26 años que a lo largo de la historia será conocido sólo como “el roblero” —los habitantes de la población margariteña de Los Robles llevan sobre sus espaldas la incómoda fama de ladrones y tramposos—, y que abraza la expedición para “quitarse un despecho y hacerse millonario”.

Nacido en 1960 en la ciudad de Porlamar, polo comercial y turístico de la isla, Rosas ha obtenido menciones de honor en la Bienal Latinoamericana de Literatura “José Rafael Pocaterra” (2000) y en el VII Concurso Nacional de Cuentos Sacven (2009). Ha sido incluido en varias antologías y ha publicado los libros de cuentos Para enterrar el puerto (1985, 2012), Olvídate del tango (1992, 1999), La muerte no mata a nadie (2003) y la novela corta Igual (1990). Massaua es su tercera novela, tras Nombre de mujer (2005) y Uno se acostumbra (2011). En Letralia es posible leer sus cuentos “La muerte no mata a nadie” y “Mar que ruge cayenas”.

 

Para conocer esta historia tuve que contármela yo mismo

—Massaua cuenta la historia de un grupo de buzos margariteños que son contratados por un sirio para buscar perlas en el mar Rojo, siendo luego abandonados a su suerte en la ciudad portuaria de Eritrea que le da título a la novela. ¿Cómo llegó a ti esta historia?

La aventura de los margariteños que fueron a buscar perlas en el mar Rojo, conjuntamente con la tragedia del ciclón del 33, era de mención frecuente en las conversaciones que tenían los mayores durante los apagones que sufría Porlamar en mi niñez. Pero sólo era un elemento referencial. Tú sabes: eso fue antes del vendaval, o cuando regresaron los muchachos del mar Rojo.

Niño al fin, esos comentarios me hacían imaginar escenas de película o de novela de Salgari, y cuando preguntaba tratando de encontrar más elementos para imaginar, las respuestas eran vagas, sin interés alguno por continuar el cuento. Así que, con el tiempo, en mí, la historia se fue diluyendo, casi que olvidando.

Hará unos siete años, revisando unos documentos en la casa de mis padres, me encontré con un texto de Jesús Manuel Subero que en página y media reseñaba de segunda mano la famosa aventura de los buscadores de perlas. Se me revivieron los recuerdos y me picó la curiosidad por saber más; busqué, pregunté, revisé bibliografía y no fue mucho más lo que obtuve. El nombre de los barcos, el nombre de los expedicionarios, los puertos que visitaron y que quedaron abandonados en un lugar donde se preparaban para la guerra entre Italia y Abisinia. Ah, y por supuesto, un montón de nuevas preguntas sin respuestas. Hasta que concluí que, si quería conocer realmente esa historia, no iba a tener más remedio que contármela yo mismo. Ahí comenzó mi viaje a Massaua.

—Entiendo que no conoces personalmente los escenarios donde transcurre la historia. ¿Cómo fue el proceso de investigación detrás de Massaua?

Me gusta decir que nunca estuve por allá en 1934. Y no es una pose. Las ciudades cambian —de estructura, de dinámica, hasta de nombre. Eso fue importante tenerlo en cuenta para ir con paso lento y tratar de identificar detalles para reconstruir los escenarios. Visitar todos esos sitios hoy, indistintamente a que eran muchos —casi medio mundo— y que podría ser muy costoso, más que una ayuda, hasta podía llegar a ser una trampa.

Porlamar, Los Robles, Pampatar, La Asunción, pueblos que desde niño conozco y revisito con frecuencia, o Caracas, donde estoy radicado desde hace por lo menos treinta años, no se parecen en nada a aquellos espacios que visitó el roblero. Por ejemplo: la estatua de la plaza Bolívar de Porlamar de hoy es una de cuerpo entero que estuvo en los patios de la Universidad Central de Venezuela cuando funcionaba en el actual Palacio de las Academias, y la que existía en 1934 era un busto que ahora está en la plaza de Los Robles; la sirena, uno de los símbolos de Porlamar, estaba ubicada en el mercado donde hoy está funcionando la Universidad Bolivariana, en la actualidad la vemos en la entrada a la ciudad por la calle Zamora, viniendo del aeropuerto; y, como esos, un millón de detalles. Multiplícalos por cada lugar visitado. El infinito.

Entonces, para sentir aquellos tiempos, conocer aquellas ciudades, barcos, países, paisajes, tuve que leer mucho, particularmente crónicas —que los cronistas saben recoger los pequeños detalles que uno necesita como narrador para hacer creíble una escena—, y también revisar periódicos de la época, releer novelas de aquel período, observar fotografías y mapas, ver documentales (sobre todo los italianos de propaganda fascista).

Con todo eso asimilado, pude reelaborar en mi interior ese mundo donde debieron moverse los personajes.

—¿Llegaste a conocer a alguien relacionado directamente con esta historia?

No. Recién ahora, a raíz de la publicación de Massaua, a algunos de sus descendientes.

 

El roblero es el roblero

—Escribir quinientas páginas sin decaer jamás en el ritmo narrativo supone una disciplina y un dominio del oficio. Háblame del tiempo que te tomó escribirla y de las rutinas a las que necesariamente tuviste que ceñirte.

Cuatro años me llevó escribir Massaua. Escribía e investigaba. Investigaba, borraba y reescribía. No a diario, que hay que trabajar y comer, pero casi. En cada receso de mi actividad laboral, durante los viajes de trabajo, en mis vacaciones o feriados aprovechaba de leer las crónicas, las novelas, tomaba apuntes, revisaba posibles lagunas, hacía esquemas, buscaba motivaciones para los diversos personajes, y así. Los primeros años fueron apasionantes, tenía la fiebre a millón, quería saber, explicarme, escribía como loco: pero el último año fue un martirio. Ya yo sabía todo lo que quería saber —había satisfecho mi motivación original—; lo que restaba era “carpintería”, oficio, la obligación de no dejar inconcluso un trabajo. Necesité toda la voluntad y disciplina que me inculcaron mis padres y la actividad laboral. Ahí sí fijé un horario de dos horas diarias —así fuese sólo para escribir un párrafo. En ese tiempo ya comencé a pulir, cortar, buscar imprecisiones, incongruencias, reducir todo lo que consideraba superfluo, y por fin la di por terminada. Aspiro a que el lector la disfrute como una aventura en la que va de copiloto, en la que es un personaje más.

—El protagonista de Massaua no tiene nombre: es identificado simplemente por su gentilicio, “el roblero”. Incluso cuando se le pregunta expresamente cómo se llama, otros personajes impiden que lo diga. Sin embargo, serán sus motivaciones y su personalidad las que den impulso a la novela. ¿Por qué lo dejaste como un personaje anónimo?

Hay dos razones.

Una literaria, propiamente dicha. Quería, y ojalá lo haya conseguido, que el roblero se hiciese entrañable al lector, que fuese su amigo. Entonces, para no sesgarlo, que los nombres, tú sabes, más en la ficción, crean prejuicios, le doy al lector la libertad de ponerle cara, cuerpo, forma y nombre al personaje principal.

La otra razón es paraliteraria, medio idiota tal vez, pero creo que jugó mucho a la hora de tomar la decisión. En Massaua, casi todos los personajes, si no todos, y muy particularmente los de Margarita, se corresponden a nombres reales, desempeñando funciones reales en esos años. Los Ávila Guerra eran empresarios con jabonería, ferretería, equipos de beisbol y empresas de perla; Jorge Haiek era el dueño de la farmacia Francesa y vicecónsul de Francia en Margarita; los hermanos Rosario eran intelectuales dueños de la tipografía El Sol; Víctor “Campanero” era el sacristán de la iglesia San Nicolás; La Capotera existía y era regentada por doña Eleuteria Bello; el taxista era el que era y se llamaba así; el niño que vende arepas, Rosauro Rosa Acosta, los hijos de Jesús Subero —Efraín y Jesús Manuel—, Nicanor Navarro, Felito Gómez, son o fueron cronistas y académicos del estado Nueva Esparta y tenían esas edades en aquel momento. Así, se va de largo. Entonces, alguien, más o menos conocedor, y curioso, de esos que nunca faltan, podía pensar que el roblero —si tenía nombre— también podía haber sido alguien relevante, y se podría poner a buscar y como, ¡de que vuelan, vuelan!, hasta podía conseguir a alguien llamado igual, de Los Robles, y con características similares; y, la verdad, me parecía de muy mal gusto que eso me llegase a pasar. Por ende, según fallo unánime e inapelable del TSJ, el roblero es el roblero, y roblero se quedó.

—La tienda de muñecos, el libro de cuentos de Julio Garmendia, acompaña al protagonista durante toda la historia, como un talismán. Incluso a mitad de novela aparece un personaje que parece extraído de uno de sus cuentos y, por si fuera poco, Garmendia en persona tiene un papel importante en la historia. ¿Puedes hablarnos de este homenaje?

En la vida real, Garmendia estuvo allí. Esa presencia me entusiasmó a hacer del roblero un lector apasionado y que La tienda de muñecos fuese un personaje más en la trama. Garmendia es un renovador de la narrativa venezolana, el primero que explotó los elementos fantásticos o hizo de lo fantástico algo natural, y me pareció muy pertinente que varios de los pasajes de Massaua tomaran parte del espíritu, del tono, de este narrador. Creo que eso enriqueció de muchas maneras mi relato. Además me dio pie para hacer un recorrido —un homenaje como bien dices— a los fundadores de la nueva narrativa venezolana, que en aquellos tiempos asomaban: Guillermo Meneses, Enrique Bernardo Núñez, Uslar Pietri, Otero Silva. Y también, aunque los menciono poco, en la poesía. No en balde el mejor amigo de la infancia del roblero es Luis Castro, un miembro importante, aunque poco conocido, de la Generación del 28.

 

La aventura de enseñar a un árabe a jugar truco

—¿Es Arnoldo Rosas un gran jugador de truco?

¡A ley juego y envido la falta! El truco es un juego fascinante. Con una serie de cantos, de niveles de apuestas, donde más que los naipes que te tocan priva la sicología, la integración con la pareja, el dominio escénico.

En oriente y en algunos lugares de los llanos, la mayoría jugamos desde muy muchachos, o, si no jugamos, estamos muy familiarizados con el juego. Pero quien no es de por allá, o se asoma por primera vez a una partida, queda perdido en el griterío, la faramalla, los conatos de pelea, la complejidad del valor de las piezas.

Entonces me pareció fabuloso usarlo en Massaua. Que los margariteños se empecinaran en enseñar a jugar truco a un joven árabe, sin conocer los idiomas, en inglés, con ayuda de un diccionario, era una aventura más grande que la otra que habían emprendido, y es el elemento que les permite descubrir una de las traiciones que perpetra el empresario contra ellos.

Pero, respondiéndote la pregunta, lo mío es el dominó.

 

Vuelta a Massaua

—Salim Abouhamad, el sirio que contrató a los buzos, fue un personaje real. Sus malas artes al parecer fueron tan legendarias que no sólo fueron recogidas por ti, sino que también aparecieron retratadas en Cubagua, la novela publicada en 1931 por Enrique Bernardo Núñez. ¿Cómo reconstruiste a este personaje?

Primero investigué qué había por allí sobre el hombre. Nicanor Navarro tiene un libro titulado Los turcos en Margarita en cuya portada hay un retrato de este empresario y presenta varias crónicas sobre algunos juicios en los que estuvo involucrado. La referencia que haces de su presencia como personaje en la novela Cubagua es reseñada por Jesús Manuel Subero, quien también hace un par de comentarios sobre la fama de Abouhamad. Ángel Félix Gómez igualmente comenta sobre él en alguno de sus libros.

Después me puse en sus zapatos. Quería entender cómo y por qué había llegado a comportarse como se comportó, partiendo de la base de que no era una persona mala por naturaleza. Qué circunstancias, razonamientos, sentimientos pudieron presionarlo.

Luego pensé en varias personas que he conocido que hubiesen podido comportarse de esa manera.

De esos retazos hice la colcha.

—Es una delicia leer las descripciones que haces de las aventuras de los buzos en el mar, que incluyen una épica batalla contra una tormenta y la simpática demostración de pericia del “cabo de vida”, el hombre que recibe a través de un cable las indicaciones del buzo, que debe traducir para preservar su seguridad. ¿Tienes conocimientos de navegación o eso también formó parte de tu trabajo investigativo?

Investigación, básicamente.

—¿Apareció alguna vez el diario de Mercedes Alfonzo?

El diario es mencionado en las dos entrevistas que dieron los expedicionarios a su regreso, y una de las personas con las que he estado en contacto después de la publicación de Massaua, Flor Patiño, nieta de Mercedes Alfonzo, asegura que el diario existió y que lo leyó en su niñez, casa de sus abuelos. Aunque el roblero nunca lo vio, debo darle credibilidad a las fuentes.

Si existe aún, sería extraordinario que los poseedores lo donasen a la Fundación Museo Marino de Margarita, fundada y dirigida por el doctor Fernando Cervigón, donde hay una pequeña sección en honor a los buzos del mar Rojo.

—El roblero de tu novela es un decidido admirador del general Juan Vicente Gómez. A la muerte del dictador, el personaje avizora un futuro en el que, ya sin su protección, quedaríamos expuestos “a la lucha de poderes, a sórdidas intrigas” y, en fin, a una debacle social y económica similar a la que padecía la Massaua que el roblero conoció y que añoraba. ¿Crees que volvió entonces el roblero, en efecto, a Massaua?

Cada día más.

 

“Massaua”, de Arnoldo Rosas
Massaua
Arnoldo Rosas
Novela
FB Libros
Caracas, julio de 2012
ISBN: 978-980-7375-17-7
494 páginas

Con las manos vacías

La relación de un cabo de vida con el buzo es tan íntima como la del pícher con el quécher, como la de dos buenos compañeros de truco o dominó. Se conocen las señas, las expresiones, saben sin hablarse cuándo la mano viene bien, cuándo hay que dar una base por bolas, lanzar una recta, una curva pegada al cuerpo, gritar el truco, rehuir el envite, preparar la tranca, matar un doble seis.

A través de la guía, con ligeros tirones, el buzo le cuenta al cabo de vida todo la que va viviendo.

Por las expresiones de Goyo, supimos que Hilario descendía lento, con respiración acompasada, hasta tocar fondo, levantando nubosidades de arena que le entorpecieron la visión. Que permaneció estático unos segundos, mientras la corriente desenturbiaba el agua, para después, con paso firme, avanzar sereno por el fondo marino, directo a las rocas, los acantilados, donde deberían estar los ostrales.

Por los ojos achinados de Goyo, por el mordisco suave que se dio en el labio inferior, comprendimos que Hilario llegó al farallón, al cantil, que arrugó el ceño y dudó.

Un buche de aire hinchando los carrillos de Goyo nos hizo entender que Hilario oteaba de derecha a izquierda, aguzaba la vista al frente, se inclinaba hacia las bases de las paredes, tanteaba con el guante las irregularidades de las peñas, buscando indicios, señales que le indicaran por dónde proseguir.

Las aletas henchidas de la nariz de Goyo nos hablaron de los cardúmenes de peces coloridos que recorrieron próximos el cuerpo de Hilario, de la imagen sinuosa de una mantarraya a lo lejos, del movimiento de las algas en el lecho arenoso.

Con un par de ligeros parpadeos, Goyo nos adelantó que Hilario decidía avanzar bordeando el perfil de los riscos, llevándose por el flujo de la corriente, transitando minucioso por concavidades y rebordes; buscando los moluscos, los bivalvos, las veneras, los ostiones; hasta que se detuvo, dejó escapar un suspiro que le resonó en la escafandra, y miró a lo alto, hacia las burbujas que crecían según se alejaban de él, rumbo a una superficie cada vez más distante.

Las cejas arqueadas de Goyo, su boca constreñida como un capullo, alertaron que Hilario daba dos pasos hacia atrás y, con sensación de congoja, emprendía el camino de regreso, con las manos vacías.

Massaua, pp. 198-200.