Letras
La memoria inventada

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Lo mejor es creer que el tiempo pasa
Y que nos va cambiando
Pues vivir es creer que se ha vivido
Que hubo días de cierto luminosos
Y que el deambular torpe del que hoy hacemos gala
Disfrazados de viejos marineros de almas errabundas
No es más que la conciencia de la imposible vuelta
Al amor que impulsó nuestras vidas como un río de alegría

Pero, y si no es así
Y si el tiempo no pasa
Ni nos cambia
Y todo lo ha inventado la memoria

Javier Orrico

A mi tía Merche le molesta que yo no recuerde nada de lo que nos ocurrió antes de mis once años. Aunque no pase del sarcasmo, yo sé que le molesta. En el fondo de ese desagrado están, sin duda, todos esos recuerdos que deberían ser compartidos, porque, supuestamente, estuvimos juntos: yo, con menos de once años, ella, veinte años mayor. Pero yo no recuerdo, y puedo confesar, con el corazón en la mano, que no guardo en la memoria casi ninguna historia de las que ella trae al presente, con ese goce del que cree describir una anécdota de dos, una situación compartida, o una persona que pasó por la vida de ambos y nos dejó huella por igual, con la satisfacción del que transmite un recuerdo común a un tercero, que atiende contagiado de la satisfacción del narrador, y que las puntualizaciones del otro narrador, en este caso yo, quince años después, servirán para enriquecer la narración, apuntalar con detalles que el primero se deja en el tintero, y así abrumar, quiero decir fascinar, al oyente de esta historia dual, plena de sabores y puntos de vista, de sonidos y melancolías varias. Pero yo no recuerdo, repito, casi ninguna de estas historias. O mejor, no las recuerdo por mí mismo, porque ya, quince años después, las recuerdo a través de ella, que a base de contarlas me las ha hecho conocer, ubicándolas en el fondo de mi memoria, y así puedo intervenir en la narración de esas anécdotas, aportar nuevos componentes, detalles sabrosos.

Una de esas historias, sin embargo, se había quedado relegada, por mí y no por ella, que nunca la supo. Es así como quiero recuperarla, aportar una historia de la que sólo yo guardo detalles, para que ella, quince años después, la sepa, y para que en los próximos encuentros con terceros, oyentes, en algún bar, en los que se dé la situación tras el café de que tengamos que fascinar con esta historia nuestra, sea ella la que no haya cumplido once años, la que no recuerde nada de lo que cuento, y así tenga que completar mi narración con pinceladas que salgan de su memoria, una memoria inventada. Esta historia que quiero contar, a mi tía y a ustedes, es, como corresponde, una historia de amor.

 

Uno de aquellos días de verano, con ese calor tan pastoso de Barcelona, tan de piel contra piel, me llevaste con dos amigos tuyos, Pau y Caroline, a visitar la torre de Collserola. Habíamos quedado con ellos en Universidad, donde pasaban a recogernos en coche, uno pequeño y agrietado, que Pau conducía con orgullo, como el último reducto de sus admirados sesenta, dijiste. Yo estaba nervioso porque me hablabas de ellos con devoción, como en pasado, pero sabía que de un momento a otro estarían allí, que iban a ser de verdad. Tú insistías en que no me preocupara, que eran gente adorable y que me iban a tratar fenomenal, pero a mí eso mismo era lo que me desconcertaba, por eso te preguntaba tantas veces que qué íbamos a hacer, y tú, nada más, que ya lo verás, pero que no tenía que decírselo a nadie, y menos a la abuela. Pero yo no quería mentir, que si me preguntaban tendría que decir la verdad, y tú que no me iban a preguntar, y que empezarías tú diciendo que habíamos ido a la biblioteca, a estudiar, toda la tarde, y que yo había estado leyendo, Platero, por ejemplo, y así no me preguntarían ellos. Entonces, vale, y me conformaba y me callaba.

Al fin estaba cerca, el coche de Pau se veía venir desde la ronda de San Antonio y tú te subías el bolso al hombro, empujándome hasta el borde de la carretera, y yo paralizado. El cochecito, con un golpe de volante, se pegó a la acera y frenó muy brusco. La puerta del conductor, del lado nuestro, se abrió y salió de un brinco el tal Pau, en mangas de camisa y con cachivaches alrededor del cuello que hacían ruido, que te dio un abrazo y a continuación se dirigió a mí, en cuclillas, tocándome la cara con un beso y mirándote mientras te decía lo guapo que era yo, que a quién había salido, y tú que a mi padre, el Manolo, ¿no lo recuerdas? Un seductor. Y él que ya le gustaría, pero que no, y también que se había prendado de mí y que ya no me iba a soltar. Yo no entendí bien o quizás no le prestaba tanta atención como a la silueta del asiento del copiloto, silenciosa y magnética. Pau, atento a mis ojos, la llamó, ¡Caroline, sal un momento! Y la puerta del otro lado se abrió, y de momento sólo pude ver un pelo rubio, porque me tapaba el coche, que era muy pequeño, pero yo tenía once años, y aún no había dado el estirón, un perfil muy bien dibujado que fue rodeando el coche por delante y se plantó ante nosotros. Ésta es Caroline, mi compañera de piso, viene de Toulouse a estudiar no sé qué de las vacas, pero yo que no escuchaba, maravillado con su melena rubia, brillante bajo el sol de agosto, y con sus gafas negras, enormes, que le tapaban media cara, pero que dejaban al descubierto una nariz respingada, pecosa, y una boca rosa, una arruguita de su tez blanca: Comment allez-vous? Yo no sabía qué responder, menos mal que tú, très bien, y ¡hala! Tots al cotxe. Yo sentía los golpes del corazón en mi pecho, y me dolía, no sé si eso o qué, pero parecía que se iba a romper, por eso me tocaba, y tú que qué te pasa, pamplinas, pero yo no podía dejar de mirar a Caroline, aunque, ya los cuatro en el coche, sólo pudiera ver su perfil, desde detrás de Pau, en el ángulo opuesto a ella. Pau arrancó como un demonio, rumbo a los túneles de Vallvidrera, que desde siempre me fascinaron, por el nombre, claro, porque es como si no fueran a ser oscuros, sino radiantes, como las mañanas de agosto en Barcelona, o como la melena rubia de Caroline.

No podría decir mucho del viaje en sí, la verdad. Tú y Pau no parabais de poner la lengua en remojo, que diría mi abuela, pero yo mudo, recuperándome de lo mío, de mis dolores y eso. Y tú dándome con el codo y hablándome de la torre y de un tal Norman, de un inglés, y yo que no quería saber nada de los ingleses, sólo de los franceses, o de una en concreto, para ser sincero. Pero Caroline no abrió la boca en todo el trayecto, y yo tampoco, así que llegamos a lo alto de una colina, y allí Pau sacó del maletero una bici de las viejas y se puso como loco a correr por alrededor nuestro, haciendo un par de piruetas que casi se cae, y tú y Caroline no parabais de reír, y yo que no dejaba de mirar a Caroline, una sonrisa que se abría como un girasol. No recuerdo lo que estuvimos caminando por el monte, Pau agachándose cada dos por tres, buscando espárragos, creo, y Caroline y tú compartiendo un cigarro, uno que olía diferente. Y tú que no dijera nada, mira que eras pesada, que esto era un cigarro de Caroline y que ella sólo probaba y nada más, y yo que me daba igual, porque sólo miraba a Caroline, que aparecía detrás del humo, después de cada calada, y asomaba su rostro deslumbrante y sencillo, de campesina toulousiana, pero perturbador. Y en estas que me dieron ganas de hacer pis y te lo tuve que decir, pero no me hacías mucho caso, con tu risa y tu humo, pero Pau me escuchó y se puso enfrente mía, en esa postura conocida, y qué te pasa, t’estàs pixant? Mira si hay sitio, y me señalaba los matojos, y la torre lejos, algunas personas por allí. Y no me gustó que me dijera esto, porque entonces no sabía catalán y creí que me había dicho algo de mi picha, y me molestó, porque Pau intentó tocarme entre los pantalones, con sus gracias, ¿te da vergüenza?, y sobre todo porque Caroline me miró, por primera vez, y se rió mucho, y yo creo que de mí. Así que me alejé de vosotros, con mala cara, y vosotros, ven no te enfades, pamplinas, y cuando estuve lo bastante lejos, en un risco donde se veía Barcelona, me bajé un poquito los pantalones y apunté al final, a Montjuic, y meé. Y mientras, pensaba en ella, en Caroline, en su boca toda rosa, en que la tentación de ella era muy hermosa, pero me subí rápido los pantalones, por si acaso.

De camino a casa de la abuela, no parabas de repetirme que no fuera a contar nada de aquello, y yo que no, que no, y hasta hoy.