Letras
Lilith

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Para variar, el metro iba lleno. Tanto, que ni siquiera necesitaba tomarse del tubo para no caer. Lilith entrecerró los ojos y suspiró, aferrándose a su bolsa. No traía nada de mucho valor, pero se le había hecho costumbre. En cierta forma, era una manera de no sentirse tan sola en medio del gentío, aunque se justificaba diciendo que era para evitar un asalto.

El metro se detuvo en medio del túnel con un golpe en seco y Lilith abrió los ojos, preocupada, pensando que se le haría tarde. Cuando por fin salió del subterráneo, el día la esperaba gris, lluvioso. “Perfecto”, se dijo sonriendo, mientras se subía la capucha de la chamarra para proteger su cabello.

Caminó bordeando el parque, junto a la larga fila que esperaba el camión. Habían quedado en la explanada del museo. A pesar de la hora y del clima, los puestos ya estaban instalados y el olor a comida invadía el aire, igual que los gritos de los vendedores. Alejándose de ellos, Lilith miró a su alrededor y se dirigió a las escaleras. Al parecer era la primera en llegar. Suspiró de nuevo; no le gustaba esperar.

A pesar de los años sin verse, lo reconoció al instante. Emilio se veía un poco más viejo pero mantenía esa chispa de alegría infantil con que siempre lo recordaba. Lilith no sabía qué era lo que le atraía de él, pero eso la tenía sin cuidado.

Entraron al museo, poniéndose al corriente, y él comenzó a contarle historias de la Historia contenida en cada una de las salas. Le asombraba el inmenso conocimiento y la capacidad de retención que tenía Emilio. En cierta forma, le daba envidia: le gustaría poder acordarse también de tantos datos y relatos.

“Sin duda, fue una buena mañana”, pensó cuando acabaron el recorrido. Se miraron fijamente sin hablar, en un vano intento por leerse la mente. “Eres un misterio”, le dijo Emilio finalmente. Sin pensarlo dos veces, ella respondió, “Tú no te quedas atrás”. Se sonrieron con la mirada, él la tomó del brazo y salieron a la lluvia; esta vez, Lilith dejó que el agua le mojara los cabellos. Cruzaron otra vez frente a los puestos y la vista de las fritangas les recordó que tenían hambre.

Emilio la dirigió hacia la avenida. Ella lo miraba de reojo, sonriendo ligeramente. Dudaba si realmente lo conocería algún día, lo entendería. A veces pensaba que eran demasiado parecidos y por eso no necesitaban palabras, pero otras veces no lo creía. Él era un enigma, definitivamente.

Bordeando charcos, se apartaron de los coches para evitar ser salpicados y avanzaron con rumbo desconocido, al menos para Lilith. Tampoco sabía por qué lo dejaba decidir, por qué lo seguía tan dócilmente. Se consoló diciéndose que lo único que estaba dejando en manos de su acompañante era la decisión de qué y dónde comer.

Terminaron en un lugar curioso donde servían platillos tradicionales en medio de una decoración que nada tenía que ver con los alimentos y era una mezcla de objetos e imágenes presuntamente traídos del otro lado del mundo. Lilith miró el local con cierta curiosidad y recordó que había estado ahí antes, en circunstancias completamente distintas.

La mañana era otra, soleada. El plan había sido salir del estado en una excursión de amigos, pero se vio frustrado por un accidente en la carretera. La decisión unánime entonces fue ir a desayunar, precisamente a ese lugar pseudo-hindú, pseudo-vegetariano donde se encontraba ahora. También la plática era diferente: querían cambiar el mundo y su país. En vez de relatarse anécdotas de animales salvajes y paseos por sitios arqueológicos, planeaban estrategias, consignas, discutían políticas, proponían soluciones. Y para ser congruentes ante sus propios ojos, terminaron de desayunar y se unieron a una marcha, festiva y alegre, que pasaba por ahí.

Regresó a la realidad de golpe, sintiendo la mirada fija de Emilio. “¿Qué decías?”. Él sonrió ligeramente, “Te me pierdes. ¿Lista para ordenar?”.

La comida transcurrió como tantos otros momentos con él: momentos de silencio interrumpidos por historias y aventuras de trotamundos ávido de arte. Lilith a veces se preguntaba si los cuentos serían verídicos, pero eran tan amenos que pronto olvidaba su escepticismo. Realmente eran una delicia, tenía que reconocerlo. Tal vez tenía demasiada imaginación, pero su narración la llevaba a saltar entre pirámides, acampar en la selva o nadar en los cenotes. Sentía casi la brisa en su rostro, oía pájaros, trepidaba ante los buitres. Eso nunca se lo dijo, claro. Sólo prestaba mucha atención, abriendo grandes los ojos, hasta que el otro se interrumpía, inquieto. Entonces lo instaba a recomenzar, a retomar la historia, para seguir viviendo aventuras encantadas.

Cuando se despidieron, ella siguió viajando, visitando montañas y ciudades lejanas. Caminaba sin ver, apenas sorteando a la gente que se apresuraba por la avenida, olvidada de la lluvia y el frío. Soñaba con dejar la ciudad, su ritmo y su monotonía, y lanzarse a la aventura, con la mochila en la espalda y el mapa en la mano. No, mejor sin mapa, para dejarse llevar por el viento, por la vida.