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Glenn Gould interpreta las Variaciones Goldberg

Para Rubén Jacob, in memoriam

La música no posee color ni movimiento: es un estado
tal como la lluvia es un silencio extendido entre los intersticios del cielo.
O acaso es como el silencio que habita en esas palabras nunca dichas
cuando el zumbido del amanecer esclarece las formas,
los contornos, el volumen de las manos, el relieve plomizo de las cosas.
Y esas cosas llegan a ser reflejo de un sueño
que se ve a sí mismo como la verdadera identidad de algo otro
en que nacen la extrañeza,
la sensación del aroma estival de un jardín sonoro
y donde el tiempo es un fragmento de lenguaje
que refiere un sentido anterior a su propio transcurso.

La música es un estado que negando al movimiento
se abre a la posibilidad del movimiento:
Gould interpretando las Variaciones Goldberg,
el chasquido entre las teclas que hace arder
segundo tras segundo; la cabellera engominada de Glenn
y la variación que significa oír algo semejante a la sucesión del agua
en los intervalos vacíos que dicen nada a nadie:
murmullos, quejidos, la mirada abstraída de un poseso,
inquietantes implicaciones hermenéuticas referidas al tempo de la partitura
y que se vuelven una secuencia gimnástica de horror y maravilla.

La interpretación de Gould es una escritura en blanco y negro
que fractura la impasibilidad de nuestra mala conciencia estética
tal como el poema imaginado por Mallarmé es un fantasma inalcanzable:
sucesión de claroscuros que desplazan el sentido,
variaciones alusivas a otras variaciones que imitan la variación
de lo que un puñado de palabras o sonidos son capaces de evocar
bajo la danza tormentosa de la angustia o el recuerdo.

Quizás todo se resuelve en el retorno imposible a la inocencia
a pesar de ser su más sublime representación
y, por ende, su más logrado artificio: paradojas de un arte invisible
que nos hiere con el veneno de su flecha punzante.

 

Apuntes para una breve historia del arte

Poetry is the subject of the poem
Wallace Stevens

Movimientos desapasionados en el límite de la experiencia,
anuncios que podrían ser la antesala del fracaso
o la aspiración a decir lo inefable ante un auditorio desierto.
En verdad, ningún poder taumatúrgico,
apenas la recolección de objetos,
la intuición fragmentaria de una sensibilidad enfermiza,
apenas el vacío de signos y palabras,
de colores que simplemente son
pero que, salvo su propia precariedad, jamás designan algo.

¿Pertenece todo esto al mismo orden,
a la destrucción y a la esperanza,
a la anulación y a la transparencia?
En los recodos del concierto cualquier giro vuelve sobre sí mismo
en una voltereta oscurecida por la refracción de lo real.

En la vida práctica queda lejano el anhelo de un orden diverso,
el sueño utópico de Marx leyendo a Rimbaud
y el habla múltiple que Giotto hacía decir a un ángel:
evidencias innecesarias para apelar
al dulzor de una imaginación abolida por la sangre candente
que resuena bajo el aguacero de una platería demasiado burguesa
y que encierra en su concepto un retrato a lo Turner.

En el fondo de las aguas, la música,
como un cuerpo herido por la luz de plenilunio
imanta los rastrojos del plexo solar,
la víspera siniestra de todo espejo
y el desfallecimiento que ningún discurso
puede asumir con pretensiones de totalidad.

Así, con el cumplimiento de toda acción en el deseo
se llega a esa frontera que carece de conciencia:
la inutilidad de toda forma
                                                   la pérdida de cualquier razonamiento,
el hacer por el hacer, articulando una piel alicaída,
una sonrisa sarcástica, un escepticismo impersonal.

Tal vez la contradicción ha cumplido su feroz profecía
y lo que resta es el sonido restableciendo el sentido del silencio
como el lenguaje mirándose a sí mismo en la pesadilla del espacio en blanco.

 

Janis

A veces he buscado tu voz en esos días difíciles
que aplazan el comienzo de la primavera
o en esas miradas que se filtran en la oscuridad
cuando mis lecturas de Ficino entreabren la desvaída imagen
de un extraño sobre un espejo roto:
apariciones, soledad, humo, máscaras
y todo ese arsenal que articula la experiencia de la pérdida;
melancolía de hojas amarillas entre libros
o ese verdor lejano y difuso cuando en las noches de abril
el centelleo del mar abría cavidades de angustia
entre los más finos fragmentos de la espuma
y nos balanceábamos producto de una borrachera descomunal
como el ritmo cercenado de los abedules cuando eran besados por el viento.

Al borde de la destrucción —como heroínas de Orlando Furioso—
siempre tuvieron que rescatarnos de la desolación
causada por el hastío de esa lengua sombría que atribuye un significado
a lo que nuestro espíritu no puede tolerar:
esa falta de arrestos para conjurar el vértigo de los desplazamientos
por estepas imaginarias, el comercio de nuestro cuerpo y nuestra sangre
o la impávida virginidad de la misericordia regateada por Dios.

En verdad, a veces he buscado tu voz
y ella me ha encontrado maldiciendo todo este destino:
quejarnos cuando debiésemos buscar una manera de decir;
juzgando, infantiles, nuestros torpes sentimientos
en vez de darles forma en un idioma que relegue los lamentos
para transformarlos duramente en palabras,
en signos obstinados que retuvieran la serenidad de la piedra.
Como enfermos usamos el lenguaje para indicar nuestro dolor,
olvidando la primacía de este aire que es de nada y para nada.

Tú sabes que no vengo esta noche a doblegarte, oh bestia
en quien se abren los pecados de una generación ilusa,
ni a cavar en tus impuros cabellos una triste tormenta:
quizás en esas miradas que se filtran en lo oscuro,
el aplazamiento de tus sueños coincida con la imperiosa necesidad
de designar el desistimiento de la vida.

Ahora, mientras te oigo,
quisiera como un adolescente, tener un revólver para oír
en una extraña tranquilidad, el sonido de la sangre:
reunir viejos números telefónicos, cuadernos
con esas cartas nunca enviadas,
fotografías pintadas de amarillo junto a letras transcritas de Nat King Cole.
Así, tal vez, creer que todo esto no ha sido en vano.

 

Stimmung
(Variaciones sobre un tema de Auden)

Mon âme pour d’affreux naufrages appareille
Paul Verlaine

Entre el ir y venir del otoño se cumple la circularidad de toda rutina:
la sangre sube por la enredadera
y vuelve a bajar en la prestancia de su indisposición sensorial,
las palabras repiten teatrales la palidez de su propio silencio
y el avance de los años dibuja la derrota de toda acción
en la amabilidad de los gestos que se vuelven símbolos de algo:
exigencias, nostalgias, indiferencia del medio, el error de la historia.

¿Podrías haberlo impedido?
Si el arte es la ilusión de lo representado,
entonces la tensión entre lo viejo y lo nuevo,
entre la tradición y la aventura, es sólo retórica
que se ve a sí misma con sarcasmo en el espejo de lo real:
el miedo culpable de comprobar el vacío de las afirmaciones.
Para el viejo Brueghel aquello no era tema a considerar:
era parte del orden del mundo situar el sufrimiento a una escala humana
entre lo más banal y la experiencia más espantosa.
Dar la espalda al desastre como el labrador que sigue en su oficio
o el navío que mantiene su curso de modo impersonal,
sabiendo que en ello no hay indiferencia,
sino cumplimiento de algo arcaico en que nadie puede intervenir.

Pero sin duda, para nosotros, no hay posibilidad de volver
a ese pacto entre las cosas y su expresión lingüística,
a esa asunción serena de la contradicción como parte de un libro
del que no deletreábamos página alguna, sino más bien
admirábamos la artesanía de los contornos diseñados al alero
de una paciencia que, hoy por hoy, se nos torna incomprensible.
Lo que resta, quizás, es redactar un catastro con costumbres, usos,
hábitos, prácticas, y pensar que con ellos se pueden caminar playas,
visitar aeródromos y centros comerciales,
hacer pasables moteles de quinta categoría,
resignarse a ver en una película de fin de semana una experiencia estética
y, en fin, todo ese catálogo de lugares y quejas cliché
que se vuelven un repertorio necesario para conjurar el suicidio o la locura.

Mientras el otoño va y viene con su dulce apatía,
la calidez de sus hendiduras imaginarias
levanta un relato legible con el cual bastaría entender
las aprensiones de nuestra propia existencia
como asimismo la desconsideración para con esas palabras
que íbamos a resignificar en un ingenuo juego alquímico.
Es verdad, tal vez no hay posibilidad alguna de volver,
cosa que los Viejos Maestros sabían de antemano,
incluso cuando pintaban a Ícaro como símbolo de la soberbia.

Pero la distancia, la mudez del espejo, esa tarde calurosa
que conoció la destreza de nuestros cuerpos,
la proyección de esos apuntes amarillos en las pantallas del sueño
son, cómo no, el desplazamiento entre tu memoria
y la inexactitud de la cámara lenta...

Pero la distancia
                                       y esa mudez siniestra...

 

Citerea

C’est lá que j’ai vécu dans les voluptes calmes
Charles Baudelaire

Tal vez un día festivo, a fines de septiembre, al inicio de la cruel primavera
cuando lo que nos resta es un trato indiferente
que va más allá de un listado de cosas relevantes:
la ilusión de la ganancia, la fantasía igualitaria del trabajo bien hecho
o simplemente la felicidad doméstica de la borrachera semanal.
Entregados a una aparente estética del ocio
hemos doblado, según Lord Byron, los treinta y seis años
con su importuno, pero bello cielo arrasado.

Por eso, cuando vayas a dormir a solas y muy tarde,
la nostalgia sucederá a la envidia y el deseo.
Nostalgia de una edad del corazón y de otra edad del cuerpo,
para, de noche, imaginar playas, espejismos
o espaciosos pórticos que viejos soles marinos
iluminan con mil fuegos, balanceando una imagen celeste
que mezcla, gracias al vaivén de las olas,
una música solemne y casi mística.

De esa forma, la vida se filtra en la oscuridad
y los días requieren de nosotros una entrega más allá del fracaso,
una imago mundi por la cual autocerciorarnos de toda aprehensión
para desterrar de este privilegiado clima mediterráneo
esa mitad nuestra entregada al cadalso de lo indistinto.

Hoy, con la nave a punto de partir con su seductora monotonía,
los colores de un mar de ceniza advierten sobre la posible frontera
que ni un sueño de piedra pudo verificar más que como simple expectativa
teñida de decadence o dulce hastío decimonónico.

Ciertamente la veracidad de cualquier promesa
o lo verosímil de esa gallardía iconoclasta que en un lenguaje de décadas
inundó de contradicción toda posibilidad,
podría, quizás, deletrear la fantasía necesaria a este extraño silencio.
En definitiva, siempre ha habido muchas esperanzas,
aunque, al parecer, ninguna nos ha sido destinada:
basta cerrar el libro, entregarse a esos curiosos ritos bizantinos
y poner en el altavoz del jardín un melancólico lied de Hugo Wolf.
Por lo demás, ya estoy cansado de imaginar.