Letras
El diccionario

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Estos sucesos comenzaron hace muchísimos años y terminaron en estos días.
حروف الأبجدية en árabe significa El Diccionario.
No es un nombre elegante para un país..., por más que sea su idioma oficial.
El mundo no dejaría de burlarse por siglos.
—¿Dónde vive usted, buen hombre?
—En el Diccionario, buena mujer.

Pero el monarca estaba decidido. Los eruditos le aconsejaron que, para elegir el nuevo nombre del reino, un extenso territorio en el noroeste del continente africano, pleno de selvas, montañas y desiertos, debía buscarse una expresión que no causara burlas. Antiguamente el reino se llamaba... Nadie lo recuerda, el nombre se ha perdido en el fondo sin fondo del tiempo.

Fue el primer soberano de la última dinastía que emprendió la tarea más ciclópea de la historia. También y para estar en consonancia con tal realidad, dispuso cambiar el nombre del país.

El audaz proyecto, que comenzó entonces, influyó tanto en el ánimo del pueblo que sus habitantes, siguiendo el criterio de los eruditos —que para eso eran eruditos—, comenzaron a llamarlo Delaá Alazeta. El gran ideario de todo, el astuto Alazeta I, capitalizó el chispazo popular y oficializó el nombre como si fuera idea suya. No fue desmentido.

Dispuso además que sus sucesores continuaran llamándose igual hasta el fin de la dinastía Alazeta. Sin duda, un vaticinio de lo que estaba por suceder.

Alazeta I figuraría como el creador del Gran Diccionario Universal de Todas las Palabras y Locuciones del Mundo. Las legendarias pirámides de su vecino, comparadas con su diccionario, pasarían a ser algo así como Hágalo Usted Mismo...

La fecha aproximada en que comenzó todo se pudo deducir porque el archivo histórico de Delaá Alazeta fue interrumpido a raíz de este evento. En el último registro consta el testimonio de muchos pescadores que regresaron alarmados al puerto. Habían avistado tres naves con rumbo al Oeste. Nadie navegaba en esa dirección. Allí estaba el Gran Abismo..., donde se guarecía el sol luego de iluminar y calentar la Tierra.

El informe completo llegó a Delaá Alazeta un año más tarde. Las tres naves habían salido del cercano reino de España y... navegando más allá del océano interminable, avistaron tierras antes de encontrar el Gran Abismo. Debía estar más lejos todavía porque regresaron a salvo.

Esta noticia no alteraría los proyectos de Alazeta I, pero los complicaría un poco.

El Gran Diccionario debía contener la totalidad de las palabras del mundo en todos los idiomas. Tal era el deseo del soberano. Toda palabra que figurara en el Gran Diccionario debía ser considerada exacta, verídica y de existencia real. De faltar una mínima interjección la obra dejaría de ser confiable.

Numerosas comitivas salieron de Delaá Alazeta rumbo al resto del mundo para recolectar palabras. Ya sea que estuvieran sueltas o formaran parte de ideas, pensamientos, sugerencias, exclamaciones... y todo lo que era útil a los hombres y las mujeres para comunicarse entre sí. Si una palabra carecía de significado debía ser abandonada.

Este asunto de las palabras sin significado resultó, a final de cuentas, el símbolo que distinguiría el Gran Diccionario de todos los demás. Pero entonces nadie lo imaginaba siquiera.

Lamentablemente, un ignoto sucesor de la dinastía pretendió incluir en el Gran Diccionario una sección destinada a los vocablos exclusivamente femeninos. Se sabía que las mismas palabras en boca de dos mujeres pueden tener distintos significados. A veces son muchos, todo depende de cuántas mujeres hablen a la vez. Fue el primer y único intento en la historia humana de poner un mínimo de orden en esa cuestión. Los eruditos dictaminaron que era imposible llevara a cabo esta reforma. Sería una obra incongruente, dijeron, hecha con palabras reales pero de infinitos significados. Chocarían unas con otras. Después de dos siglos de esta descabellada idea, aún se recuerda la triste muerte del indigno rey que la propuso. Su número de orden fue borrado de los registros y el desafortunado monarca desapareció de la historia.

Luego de este primer e inesperado tropiezo las dificultades fueron muchas, muchísimas, pero no sucedió nada más digno de relatarse especialmente, o por lo menos de consecuencias tan funestas. Los grandes proyectos suelen encontrar escollos, incidentes y dificultades..., aparte de los que lleva consigo tratándose de una faena, al fin y al cabo, humana.

La magna obra comenzó cuando Su Majestad, Alazeta I, escribió la primera letra... A partir de ese solemne momento, continuó avanzando, día a día, año a año, siglo a siglo. Casi a punto de terminar hubo una breve interrupción, que no resultó significativa.

Los Recolectores de Palabras regresaban de sus viajes y dejaban en el reino miles de palabras con sus significados. Todo escrito en extensos rollos. De inmediato —tan sólo demoraban un día o dos para aprovisionarse— partían en busca de más palabras.

El proyecto comenzó a tomar forma, pero el rey Alazeta I había fallecido sin poder ver terminada la primera letra del alfabeto. Postrado en su lecho de muerte, estaba entristecido por esta circunstancia. Los grandes visires del reino se reunieron en secreto y decidieron comunicar al rey la finalización de la primera letra. No era cierto. Lo hicieron para alegrar los últimos segundos del monarca. Alazeta I murió feliz con una sonrisa en la boca.

Su sucesor, Alazeta II, tal como estaba dispuesto, continuó con la monumental obra. Durante su reinado se juntaron grandes cantidades de palabras de todos los idiomas con sus respectivos significados. Los Analizadores de Palabras del reino eran cada vez más numerosos. Un puesto muy codiciado. Era un trabajo de jerarquía y responsabilidad. No dejaba tiempo ni lugar destinado al ocio. Claro que para ocupar ese puesto se debía estudiar varios años. Cada palabra debía ser analizada a fondo, comprobar su existencia real, el significado, el género, el número y limpiarla de posibles irregularidades para dejarla en condiciones de ingresar al Gran Borrador. Ni hablar de una inclusión definitiva o de un escrito en limpio. Era demasiado pronto aún.

Los obstáculos fueron apareciendo, pero ninguno insalvable. Había un solo volumen, por ejemplo, para uso de varios Escribidores de Palabras. Los ingenieros del rey diseñaron un sistema de hojas movibles. Cada escribidor debía informar a los otros la última palabra escrita para no perder el orden. Esta solución terminó siendo otro escollo. Sólo se podía escribir una palabra por hoja. Se intentó un sistema de cinta móvil que transportaba el volumen y pasaba por cada escribidor. Demoraba más de un día en dar la vuelta. Finalmente se comprobó que un solo escribidor era lo más eficiente. Quienes perdían sus puestos de trabajo protestaron enérgicamente. Pero la sangre no llegó al río... o al mar. Los reyes demostraron su sabiduría. Ordenaron que se turnaran y se fueran reemplazando tras cada hora de trabajo. Una sola hora escribiendo palabras era una tarea agotadora. Un gran círculo de escribidores aguardaba su turno detrás del escribiente. Así se avanzaba con eficiencia y rapidez.

Para entonces se hizo un extraordinario descubrimiento, exclusivo del Gran Diccionario Universal. Eran más las palabras que los significados. Un gran derroche.

A la muerte de Alazeta III, su sucesor dispuso que, además del orden alfabético de las palabras encontradas, se debía proceder también a la inversa. Poner los significados a la izquierda y anotar a la derecha las distintas palabras de cada idioma que los definían. Hubo que escribir todo de nuevo. Pero no eran tantas las palabras. Prácticamente recién comenzaban.

Esta reforma se concluyó bajo el reinado de Alazeta VIII. Los grandes visires, vistos los buenos resultados obtenidos, alegraron los últimos días de Alazeta III y IV diciéndoles que la reforma estaba concluida.

Los eruditos observaron que ordenar el diccionario de esa manera permitía buscar también al revés. Encontrar la palabra adecuada partiendo de un significado. En tal caso, evidentemente debía incluirse, junto a la palabra justa, los sinónimos, topónimos y antónimos. Teniendo en cuenta que se trabajaba con palabras de todos los idiomas del mundo, la tarea no era sencilla.

La población de Delaá Alazeta ya estaba acostumbrada a ese gigantismo de las tareas que motivaban su vida diaria. Se decía que una vida humana o cientos de ellas no alcanzarían jamás a terminar el diccionario. ¿Cómo es eso posible? Las palabras y los idiomas son cosas del hombre. ¿Es más lo que el hombre representa que lo que es? ¿Puede hablar más tiempo que vivir?

El pueblo se lo tomaba todo con muy buen humor. Estaba de moda adivinar cuántas vidas trascurrirían antes de llegar a la última palabra. Alegremente se cruzaban apuestas para saber cuál sería esta última. Apuestas jocosas que no se ganaban ni se perdían.

Los emisarios llegaban cada dos años de sus viajes trayendo más y más palabras. La primera tarea era revisar que ninguna estuviera repetida. Ser Revisor de Palabras era un puesto muy codiciado. Claro que debían estudiar a fondo el tema antes de ser nombrados. Cada palabra requería de varios meses de revisiones antes de ser aprobada como nueva, original y no repetida. A esta altura de los acontecimientos, el diccionario ya estaba tomando forma. Las palabras limpias y definitivamente registradas componían varios tomos de borradores..., para nada pequeños.

Con el paso de los años el mundo aumentaba su población, las lenguas diferían, los dialectos regionales lo entorpecían todo y el Gran Diccionario Universal se hacía cada vez más extenso y voluminoso. Había que regresar al pasado y hacer correcciones en los borradores que fueron oportunamente aprobados. Algunas hojas no dejaban lugar para tachar y rectificar de modo que se pegaba un pequeño papel con la nueva enmienda.

Alazeta XI dispuso que aquellos tomos en que hubieran pasado dos años sin recibir correcciones ya podían ser transcritos en limpio para su impresión. En caso de correcciones era más sencillo buscar una cajita con tipografía de plomo que corregir toda una hoja de papel.

Los Recolectores de Palabras debieron incluir el nuevo continente americano en sus viajes. Allí regían distintas creencias y, aunque la realidad no fuera más salvaje que en otros sitios, algunas misiones eran atacadas, muertos sus integrantes y, a veces, también comidos. Las misiones que viajaban a zonas peligrosas comenzaron a llevar una escolta armada. Estos grupos debieron contratarse en los países vecinos, más dedicados al arte de la guerra que el pueblo de Delaá Alazeta, entregado al saber y la cultura.

Confeccionar el Gran Diccionario era como trepar a la cumbre de una montaña mientras ésta crecía y crecía. Pero nadie se amilanaba por eso. Los pasos del hombre eran más largos que los de la montaña. En algún momento la alcanzaría y entonces, llegar a la cumbre sería cuestión de un solo paso más, el último.

A todo esto el territorio de Delaá Alazeta era invadido por numerosas tribus nómades, que abandonaban las doradas arenas del desierto y se asentaban en las tierras fértiles. Poco a poco, el reino se fue reduciendo y quedó limitado al desierto seco y árido. Esta situación, lejos de ser una desgracia, se transformó en una fuente de riquezas. Los reyes respiraban aliviados. Podían continuar con la ciclópea tarea emprendida por Alazeta I, fundador de la dinastía. El reino obtenía muchos beneficios de su privilegiada ubicación y era protegido por los países más poderosos del mundo, que las explotaban. Así fue como el cobre, el estaño, diamantes, uranio, petróleo, comenzaron a asomar entre las arenas. Parecía que las riquezas de la Tierra se habían concentrado en Delaá Alazeta. El territorio estaba bendecido por la divinidad. Era el primer país del mundo en ser explotado cuando se requería wolframio, uranio, tungsteno, oro, platino...

Dos siglos después de la muerte de Alazeta I, el Gran Diccionario Universal continuaba creciendo. Los avances no se percibían hasta pasado un tiempo. Por eso se decía que marchaba lentamente, pero seguro. Claro, cada palabra incorporada era previamente revisada, reunida con sus semejantes y definida su interrelación con otras palabras de otros idiomas. Los significados podían variar por pequeños detalles que se agregaban o quitaban de un objeto o porque, aunque el objeto era el mismo, en un lugar lo utilizaban para una cosa y en otro para otra.

Alazeta IX dispuso crear un orden alfabético universal en lugar de seguir el de cada idioma. Fue una medida ejemplar para aligerar la tarea y mejorar la eficiencia del diccionario y no hacerlo demasiado extenso. Se agregó un volumen más al comienzo donde se describía el orden alfabético del diccionario sin tener en cuenta el de los diferentes idiomas que lo componían. Debieron reenumerarse los demás volúmenes ya que el primero fue sustituido. No fue necesario escribir todo de nuevo. Algunas letras coincidían en el orden correlativo tradicional.

Por otra parte los borradores estaban llenos de tachaduras, enmiendas y correcciones. Tampoco se podía escribir una nueva página en limpio hasta tanto no hubiera una certeza absoluta de que no habría más correcciones. Se trabajaba entonces con varios borradores. Algunos eran desechados cuando las tachaduras eran más que las palabras y no podía ser leído. Pero la hoja, antes de ser eliminada, pasaba por los Revisores de Tachaduras.

El nuevo alfabeto creado, llamado Universal a los efectos del diccionario, era muy parecido al de uso actual en los países occidentales. Así y todo debió intercalarse letras de otros alfabetos. Los Escribidores de Palabras lo tomaron con buen humor. Comparando con otros inconvenientes que debieron sortear, este era como un juego infantil.

Bajo el reinado de Alazeta XII se observó que no todos los futuros consultores del diccionario podrían manejar volúmenes tan pesados. La obra tenía que estar al alcance de mujeres, ancianos, alumnos, hombres débiles o personas con disminuciones físicas. La sabiduría puede guarecerse en cualquier ser humano. Debieron ser revisados entonces el peso y tamaño de los volúmenes y reemplazar algunos por otros más pequeños. Las palabras fueron reacomodadas.

El mayor problema del diccionario, al que se abocó Alazeta XVI, fue el significado de las palabras que definían las palabras. Todo debía quedar registrado. Si alguien consultaba el Gran Diccionario Universal debía disponer de una información completa y saber qué significaba la palabra que explicaba a las palabras. Esta corrección estuvo a punto de dar al traste con el ambicioso proyecto. Trascurridos quince años de revisar nuevamente todas las palabras archivadas, los expertos anticiparon que el diccionario no podría terminarse jamás y, en caso de finalizar algún día, su tamaño podría ser inconmensurable. Nadie se iba a poner a revisar gigantescos volúmenes para averiguar si una palabra estaba correctamente definida por otras palabras correctamente definidas. La vida del hombre se agota antes, decían los estudiosos.

El advenimiento de la incipiente informática permitió augurar un futuro más promisorio para este grave problema.

Pese a tantas dificultades, consideradas de rutina por el gobierno, el Gran Diccionario continuaba creciendo. Los borradores eran celosamente guardados en búnkeres de hormigón a salvo de fuego, ataques, insectos o ratones. Tampoco podría imprimirse hasta tanto no estuvieran todas las palabras del mundo analizadas, definidas y corregidas. Preventivamente los monarcas decidieron importar cada año una determinada cantidad de papel para que no falte cuando llegue el tan esperado momento.

La ortografía fue otro importante problema. Una misma palabra podía estar bien escrita en un país y mal en otro. En algunos lugares era más frecuente el uso de los vocablos a la antigua que los de ahora, correctamente escritos. Era común que lo tradicional estuviera en oposición a lo gramatical. ¿Cómo definir la verdad? No incluir una palabra, porque su ortografía no era la correcta, tampoco negaba la existencia de esa palabra y contradecía los principios fundamentales del diccionario. Incluirla a ciegas lo pondría en conflicto con las gramáticas oficiales.

La Academia del Gran Diccionario Universal, recientemente formada por Alazeta XVI, estaba constituida por los mejores eruditos del reino. Decidieron poner todas las versiones existentes, dejando aclarada cuál era la correcta ahora. Algunos académicos votaron en contra. Argumentaron que se podría emplear la expresión ahora si el diccionario estuviera terminado, pero no lo estaba... ¿Y si antes de finalizado se decide que algunos vocablos se escriban o pronuncien de otra manera? En caso de que ocurriera una modificación el Gran Diccionario Universal perdería, antes de ser publicado, su ya adquirida fama de absoluta credibilidad. El mundo aguardaba su terminación para tener, por fin, una referencia válida y exacta del lenguaje humano.

El uso de diccionarios editados en países extranjeros no representaba una gran ayuda. La exactitud, veracidad y cantidad de palabras no estaba definida de manera absoluta. Aunque se lo copiara íntegramente, igual debían buscarse palabras hasta que hubiera total certeza de que no se omitía ninguna.

Las expresiones idiomáticas o las locuciones propias de cada idioma fueron otro importante escollo. Los Recolectores de Palabras las incluían en sus viajes de recogida. Un conjunto de dos o más palabras podía tener un solo significado. Muchas veces, las palabras que formaban una expresión idiomática eran individualmente consideradas opuestas a lo que finalmente significaba la locución completa.

El lenguaje español trajo más problemas que ningún otro. En Hispanoamérica, si bien se hablaba y escribía el mismo idioma, las palabras no tenían el mismo significado en cada país. Por ejemplo, la expresión pija, que en México designa un tornillo grueso y largo, en Argentina indica el miembro viril masculino. Las mujeres mexicanas eran inmediatamente satisfechas en las ferreterías de Argentina, con sólo solicitar una pija en voz alta.

Los monarcas, visires, funcionarios y el resto de la población de Delaá Alazeta estaban orgullosos de la tarea emprendida y se dedicaban por entero al diccionario. Otras tareas necesarias, como atender enfermos o tramitaciones varias, se hacían en las horas de descanso. A veces, estas horas no eran las mismas para unos que para otros y muchos trámites se alargaban demasiado. Algunos fallecimientos fueron resueltos enterrando a los difuntos en el fondo de la casa. El Registro Civil, que funcionaba en las horas de descanso, se enteraría cuando todos estuvieran también muertos. Los delincuentes, que tampoco eran muchos, solían morir antes de ser juzgados. Repetir la vista del médico, en caso de continuar vivo, podía llevar algunos años.

Alazeta XVII, vista la desesperación de sus súbditos por trabajar en el diccionario, dispuso contratar empresas extranjeras para la construcción de viviendas especiales. Estaban ubicadas junto a las instalaciones de Escribidores o Revisores de Palabras. Alojaban a los niños y abuelos de quienes estaban por entero dedicados al trabajo. Las antiguas casas originales fueron quedando en desuso, mientras que las ubicadas dentro de las instalaciones de trabajo se agrandaban y multiplicaban velozmente.

El gobierno fue el más beneficiado en este cambio social no previsto. No se hablaba de personas que trabajaban en el diccionario, sino de familias enteras que lo hacían. En Delaá Alazeta el diccionario era la única razón de vivir. Los matrimonios, para no hacer la cosa muy complicada, se efectuaban barranca abajo. La pareja elegida era la que se encontraba primero, como caminando en pendiente. Lo verdaderamente importante era el diccionario. Muchos insomnes se levantaban a la noche para adelantar el trabajo. Los niños jugaban con letras talladas en bloques de madera y las intercalaban para formar palabras. Aprendían muy pronto a leer y escribir. De a poco, las tradicionales actividades propias del ocio fueron abandonadas. Sólo se dedicaban algunos minutos al día para las noticias. Las festividades se celebraban en los puestos de trabajo.

El gran orgullo nacional era el diccionario. En el resto del mundo se hablaba de su inminente publicación. Los periodistas viajaron hasta Delaá Alazeta para reportar a las autoridades. No se les permitió entrevistar a los funcionarios para no distraerlos de su trabajo. El único que no participaba de las tareas era el rey y hacia allí fueron los reporteros. Las preguntas formuladas a Alazeta XVIII eran insidiosas e imposibles de responder.

—¿Cuál es el estado actual del diccionario..?

—¿Cuándo cree Su Majestad que estará terminado..?

Con el correr de los años la tarea se hacía más y más compleja. Los emisarios debían estudiar las gramáticas de otros países y asimilar cada palabra a la gramática respectiva. Con sólo el significado no era suficiente para dar una adecuada interpretación.

Sea como sea, el avance del diccionario era un hecho incuestionable. Las misiones al exterior ahora eran anuales y volvían con nuevas palabras, cambios u otras novedades. Pero, y este era el detalle significativo, cada vez traían menos cantidad.

Por entonces no se disponía de una forma rápida de saber si una palabra estaba o no registrada con anterioridad... y con el mismo significado. Tampoco los emisarios podían recorrer el mundo cargados con una copia del diccionario. Las misiones Recolectoras de Palabras debían fiarse de la buena memoria de sus componentes. El puesto era hereditario y pasaba de padres a hijos. Así, cuando la implacable muerte reclamaba a los padres, los hijos ya tenían en su memoria una buena parte de los datos almacenados y asumían de inmediato el puesto vacante. Claro que nunca sería la totalidad de palabras. Por lo tanto debían jurar con solemnidad que la palabra en cuestión estaba registrada.

¿Habrá sucedido algún error? ¿Cómo podemos estar seguros? Oralmente se afirmaba que no había errores, pero nada estaba escrito. Los astutos reyes de Delaá Alazeta habían previsto tal circunstancia. Una sección especial y secreta llamada Los Comprobadores de Palabras se encargaba de revisar y corroborar lo afirmado por los recolectores, aunque fuera bajo juramento. Una misión de mucha responsabilidad puesto que, como ellos mismos decían, ¿quién comprueba a los comprobadores..?

Téngase en cuenta que no había registros históricos. Nadie se ocupaba de eso. Todos estaban abocados al diccionario. Nos basamos, para esta crónica del Gran Diccionario Universal, en los comentarios orales vertidos durante los breves momentos de ocio.

Alazeta X había dispuesto en su momento que se hiciera una lista de los significados, siguiendo el mismo orden alfabético propuesto para el diccionario. Argumentaba que el listado final sería bastante más corto. Desde esa fecha, los emisarios incluían en sus tareas la de anotar cada objeto, conjunto, costumbres, conducta de todo lo que veían. No sólo debían recoger palabras sino también significados. La lista no representaba mucha utilidad y provocaba fastidio tener que hacerla, pero era una orden real y debía cumplirse. La sabiduría de Alazeta X se vería con claridad unos años más tarde cuando la informática sustituyó a las tareas manuales.

Alazeta XIX dispuso que si los emisarios no traían ningún vocablo nuevo en dos misiones consecutivas, entonces la monumental obra se podría dar por concluida. La presión internacional estaba presente en esta grave decisión.

Quinientos cincuenta y cinco años después de la muerte de Alazeta I comenzaron las negociaciones con las grandes corporaciones de la informática. Delaá Alazeta disponía suficientes reservas de oro para sustituir todo el enorme complejo instalado en la capital del país. Prácticamente la ciudad entera fue modificada.

Muchos hábitos y costumbres de los funcionarios no pudieron ser cambiados. Las familias se negaban a volver a las viejas tradiciones y continuaban comiendo, educando a los niños y trabajando en los mismos puestos de trabajo, ahora entre enormes soportes informáticos. Preferían trabajar en todo momento, incluso en días festivos.

Las negociaciones para informatizar el diccionario duraron cuatro años entre pruebas e instalación de los más modernos equipos. Mientras tanto, las tareas debieron ser interrumpidas. La gente, no acostumbrada al ocio, se desesperaba no teniendo nada que hacer. Pero todos aguantaban con estoicismo... ¿Qué importancia tenía uno o dos años más de espera..?

La informatización creó una gran expectativa. Los funcionarios, reacios a aceptarla, la consideraban una innecesaria intromisión que no iba a resolver nada. Su razón no les faltaba pues las cosas comenzaron a complicarse.

Hubo despidos y reacomodamiento de tareas. Los trabajadores más antiguos fueron jubilados por el gobierno. Una medida completamente desacertada sugerida por los extranjeros que por esos días pululaban en Delaá Alazeta. La población la interpretó como una afrenta a miles de trabajadores que habían dedicado su vida entera al diccionario y morían en sus puestos de trabajo. Hubo manifestaciones, gritos, amenazas y conflictos por doquier.

Claro, así son las cosas cuando el capitalismo interviene en un país próspero y pacífico. Algunos grupos más radicalizados y de reciente aparición, probablemente formados por los mismos forasteros, amenazaron con quemar el trabajo de cinco siglos. Las tropas extranjeras ya estaban preparadas. Llegaron en grandes aviones y tomaran posiciones para defender el orden y las leyes.

Ninguna misión salió a recoger palabras. Los empleados de las compañías extranjeras eran los encargados de formar la nueva base de datos digitalizando toda la información reunida hasta ahora. No era tan fácil como parecía. Chocaban con letras no incluidas en los sistemas y palabras imposibles de escribir con los caracteres originales. Debían consultar con los antiguos funcionarios. Éstos, irritados, se negaban a recibirlos. No atendían el teléfono y mucho menos respondían correos electrónicos... que tampoco entendían cómo se usaban y para qué servían.

Finalmente, tras otros cuatro años de idas, venidas y revueltas, los reyes asesorados por los expertos extranjeros dispusieron reincorporar a parte del personal suspendido y, luego de un período de formación en las nuevas tecnologías, se pudo avanzar con la base de datos. El Gran Diccionario reanudaba la marcha.

A medida que crecía se hacía ver la ausencia de soportes adecuados para tan grande cantidad de datos. Rápidas consultas a las compañías extranjeras provocaron una nueva inversión en soportes de última generación.

Gobernaba a la sazón Alazeta XXV, último soberano en designarse correlativamente. A partir de ahora el sucesor se llamaría Alazeta Ia... y así sucesivamente.

Con la confección de copias de seguridad, el rey Alazeta IIIa observó tímidamente que las tropas extranjeras no eran necesarias. Demoraron cinco años más en irse a cambio de una gruesa provisión de uranio para sus armas nucleares.

Finalmente, ya iniciado el tercer milenio de la historia del hombre, la gigantesca base de datos estuvo terminada. Sólo hubo que esperar diez años más para que las misiones al exterior regresaran con las manos vacías.

Estas misiones habían provocado un gran debate. Unos decían que ya no eran necesarias, bastaba consultar ahora en Internet los vocablos existentes. Otros, que finalmente impusieron su criterio, dijeron que aún había en el mundo zonas donde no llegaba Internet o nadie tenía interés en ella. Selvas del Amazonas, bosques de Nueva Zelanda, lagos de Siberia, sabanas africanas...

Justamente, el principio básico del Gran Diccionario era escuchar las cosas que decía la gente en todo momento, en el trabajo, la cama o haciendo el amor. Estas espontáneas expresiones debían ser anotadas. Luego habría tiempo de asignarles un lugar en la Gramática. Eso sí, ahora las misiones portaban eficientes grabadores y digitalizadores de palabras.

Lo más significativo que trajo la informática, según Alazeta VIa, su descubridor, fue que había otro diccionario paralelo al principal. Era de las palabras que se podían formar aún, en los diferentes idiomas y abecedarios, que carecían de significado. Palabras nuevas, vírgenes, huérfanas y originales que no significaban nada. Esto sería una gran ayuda para cuando el diccionario estuviera al alcance de todo el mundo. Permitiría a los particulares y academias del idioma encontrar palabras dispuestas a recibir un significado. Estaban al alcance de cualquiera. Los reyes de Delaá Alazeta no querían saber nada de patentar las palabras por ellos descubiertas.

También se descubrió, con gran sorpresa de los eruditos, una gran cantidad de objetos, es decir de significados, que carecían de palabras que los designasen. Esto no era competencia del Gran Diccionario, de modo que sólo se incluyó un apéndice al final bautizando a esos objetos, describiéndolos en detalle o ilustrándolos pacientemente.

Pero, sea como sea, el final del diccionario estaba más cercano que nunca.

Gracias a la informática se pudo resolver la cuestión de las palabras que explican a las palabras. Cada una tenía su enlace respectivo. Era posible, con sólo un clic, verificar que el significado otorgado a una palabra haya sido redactado por palabras comprobadas de existencia y significado reales. Los enlaces eran tan numerosos que debieron ser nuevamente agrandados los soportes para su almacenamiento. Por otra parte, la tarea de digitalizar y ubicar cada enlace respectivo debió hacerse manualmente.

Los detractores, que nunca faltan, anunciaban que el diccionario jamás sería terminado. La montaña crecería constantemente puesto que no necesitaba finalizar. El diccionario, en cambio, para adquirir el valor histórico que reclamaban sus creadores, sí lo precisaba. Nadie podría asegurar que una palabra nueva no adquiriese significado en un instante cualquiera. Tan sólo un gran acuerdo universal de todos los países del mundo y de todos sus habitantes haría enmudecer a la raza humana, mientras la gran obra era impresa o editada en formato digital. Así y todo no habría certeza absoluta. Los niños, por ejemplo, crean nuevos vocablos para sus juegos.

Años atrás los grandes visires, a la vista de la imperturbabilidad del diccionario frente al tiempo, se habían puesto de acuerdo en utilizar el sistema del engaño piadoso para alegrar la muerte de sus soberanos. Todo comenzó a la muerte de Alazeta X, cuando los visires irrumpieron vocingleramente en el dormitorio del rey, que agonizaba rodeado de sus familiares. Las pesadas cortinas apenas dejaban pasar algo de luz.

—¡Majestad! ¡Majestad!

El rey entreabrió uno de sus ojos. Sus fuerzas no le daban para el otro. Levantando apenas el rostro con gran esfuerzo, parecía inquirir sobre las novedades. Los deudos arrodillados a su lado se ponían nerviosamente de pie... ¿Qué sucede..?

—El diccionario se ha terminado.

Oyendo estas milagrosas palabras el rey dejaba caer la cabeza y expiraba en el acto. Una sonrisa se dibujaba en sus labios. El cadáver se enviaba al extranjero para su embalsamamiento con la instrucción de no borrar la sonrisa real. Luego, expuestos en sarcófagos de cristal, integraban la Galería de los Reyes Sonrientes.

El acuerdo no escrito de los visires era un secreto absoluto. Los otros servidores del palacio creían lo dicho por los visires. Era frecuente verlos ingresar corriendo al salón donde agonizaba el soberano para decirle a grito pelado... ¡Majestad, el diccionario ha sido terminado!

Los reyes dejaban caer la cabeza en el lecho y morían felices.

Alazeta XVIII fue informado de esta triquiñuela por uno de los visires. Había sido amenazado por los otros con violar a su hermosa esposa. El rey, enterado del miserable subterfugio, prohibió, bajo pena de muerte o castración,1 todo intento de alegrar la muerte de los reyes. La realidad es la realidad, terminaba el terrible decreto.

Pero Alazeta Xa se apresuró a derogarlo. Testigo de los sufrimientos con que pasó a mejor vida su antecesor, decidió permitir cualquier artimaña destinada a alegrar la muerte de los reyes.

El pueblo festejaba al verlos nuevamente en la Galería de los Reyes Sonrientes.

Los propios reyes incluyeron la conducta de muerte feliz en los códices secretos que pasaban de soberano a soberano. Era una conducta oficial propia sólo de los reyes. Nadie lo sabía.

La práctica de alegrar la muerte se extendió al resto del país y comenzó a divulgarse en otras partes del mundo. Los esposos y esposas se empeñaban en alegrarse la muerte, los padres la de los hijos y viceversa.

Más complejo resultó el tema cuando agonizaban los visires. No creían nada que les dijeran. Los descendientes debían aguzar el ingenio para obtener una sonrisa antes del deceso.

Alazeta XVIa estaba convencido de que su reinado indicaría el final de la dinastía y la edición del Gran Diccionario Universal. Por eso no se asombró cuando los visires entraron en tropel a su despacho privado anunciando

— ¡Majestad! ¡Majestad! ¡Hemos terminado el diccionario!

El rey, fiel al códice de conducta, dejó caer su cabeza sobre el escritorio y expiró en el acto.

 

Nota

  1. Este último agregado fue inducido por el visir ofendido.