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Nota del editor

“El pino y las meninas”, de José Fuentes Manfredi

En abril fue presentado en Sevilla el libro El pino y las meninas; historia de una confidencia, del escritor español José Fuentes Manfredi y publicado por Plaza y Valdés. En el evento fueron expuestas, asimismo, las obras que ilustran el relato. El texto que ofrecemos a continuación es el prólogo del libro, en el que la poeta Efi Cubero recorre esta “narración antropomorfa” que tiene a un niño, a su abuelo y al arte como protagonistas.

En la urdimbre de El pino y las meninas, de Fuentes Manfredi

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Nacido en el pueblo sevillano de Aznalcázar a finales de 1948, José Fuentes Manfredi es autor de varios libros ilustrados por conocidos pintores. Fuentes Manfredi ama especialmente el arte en todas sus manifestaciones y él mismo ejerce a veces como escultor. De Cuba, de ese primer viaje y de esa inquieta y personal mirada suya, surgió El hermano del militar, al que acompañó la obra de la pintora Carmen Mogollo. Después apareció El chantaje de los relojes, un ilustrado por el artista y poeta Antonio García Villarán. Después vendría Miradas de cernícalo, ilustrado por el pintor colombiano Norberto León Ríos y, más tarde, fruto de un nuevo viaje a Cuba y a Colombia, escribió De la mano de los vientos del sur, con un prólogo de enorme fuerza poética e ilustrado a su vez por el pintor colombiano Juan Carlos Zamora (“Zamo Tamay”). Más tarde sus aventuras nos acompañarán por Perú y Bolivia en Clamor de las altas tierras, ilustrado por el pintor cubano Baruj Salinas y acompañado del análisis profundo —que yo recomendaría especialmente para mayor comprensión del escritor y su obra— del pensador y poeta Jesús Moreno Sanz, un memorable ensayo que sirve de pórtico a Clamor de las altas tierras.

Y, por último, su libro El pino y las meninas (Plaza y Valdés Editores), del que ahora nos ocupamos, de magnífica edición y contenido, está ilustrado por todos los pintores que colaboraron en sus anteriores obras, a los que se han unido Martín Sánchez, Pepe Cano, Ángeles Mogollo, Desi Westmaas, Manuel Rodríguez Pérez, José Gonzalo Veiga y el propio autor del libro.

Actualmente Fuentes Manfredi trabaja en una colección de libros-cuentos, de los cuales ya han visto la luz Julia y el duende renombrado, ilustrado por la escultora holandesa Desi Westmaas; José y el hijo de la luna, ilustrado por la pintora holandesa Ine Heijster, y Antonio José y el búho azul, acompañado con sus ilustraciones, por varios pintores amigos del autor.

 

La historia entre secretos

El pino y las meninas comienza con una declaración de intenciones, una confesión íntima con la certeza de lo irrevocable. En un tiempo real, que es el presente, con su carga de desencanto hacia “El vacío más terrible de esta sociedad a la que cada uno de nosotros ha ido alimentando, unos pocos con voces y otros muchos con silencios (...)”.

La lectura de Cien años de soledad, el mítico libro de García Márquez, sobrevolando álamos y páginas, aviva los recuerdos del nieto adulto de Pablo, el personaje principal de esta obra, el cual regresa mentalmente a la onírica realidad de su infancia, entre “el olor de la pólvora de los fusiles que terminaron con la vida del bueno de Aureliano (Buendía) o quién sabe —se pregunta— si con la de mi abuelo (...)”.

Una desaparición que atraviesa como una diagonal barroca la “Historia de una confidencia”, subtítulo verdaderamente significativo para la comprensión de este complejo y fascinante libro.

 

En búsqueda proustiana de otro tiempo perdido, creador y espectador simultáneo de su propia ficción, y también de una memoria alerta, Fuentes sabe que de todas las guerras se sale siempre siendo perdedor, y que los personajes terminarán siendo absorbidos por la sangre y la piel del que los ha creado, puesto que lo ficticio en absoluto difiere a veces de la propia vida.

José Fuentes no renuncia a ninguna posibilidad narrativa que la caótica contemporaneidad le ofrece, una transposición de tiempos y situaciones, junto a un activo universo literario, forman una cosmogonía donde conceptos, verdades y ficciones se enlazan y entrelazan en una bien urdida dispersión de metáforas que canaliza hacia su creativo mundo.

 

Dividida en catorce capítulos, cada uno de los cuales lo encabeza un sugerente y revelador enunciado, la inocencia de un niño abre la estancia clausurada del abuelo ausente, y a la vez que elabora un retrato diacrónico del mismo, cartas y documentos encontrados allí nos irán desvelando enigmas y secretos donde esta fábula de El pino y las meninas comenzará a cobrar cuerpo y consistencia, implicando al lector que se convierte en cómplice de la misma para poder seguir mejor la estructura de la particular magia que impone lo narrado.

Las pausas de esta ausencia, en los meandros del relato, poseen la capacidad de integrar en un cuadro la historia colectiva e historias familiares, anacronismos, aventura individual, ficción y recreación de la intrahistoria a través de tiempos pasados y presentes, rastreo autobiográfico, metaliteratura, rasgos antropomorfos, elementos simbólicos, múltiples desdoblamientos de personajes, planteamientos ambiguos, y animados diálogos ante los temas existenciales y ante los sentimientos, soliloquios internos, correlaciones, intertextualidad, tramos de luz en la oscuridad de un marcado carácter poético, la ecología como defensa y ética, y una diversidad temática de tiempos y lecturas de otras obras que se engarzan vertiginosamente sobre el cuadro animado. Pesadillas y sueños, reflexión y obsesiones, se mezclan sin estorbarse en la vorágine gestual y omnívora de la escritura de Fuentes Manfredi.

Para ello, y para no perderse, se ha de leer este libro más con el corazón que con los ojos, como aconseja Pablo a su nieto o, acaso, como el propio José Fuentes que, en diálogo con la Luna, nos recuerda en un libro suyo anterior:

Sólo se pierde aquel corazón al que obligan a caminar por sendas que él mismo rechaza. Él jamás se pierde si lo dejan actuar solo...

Elíptica a veces, la historia se vertebra en torno al encargo especial a Pablo de un cuadro cuya temática ha de ser la de Cuatro meninas modernas, de colores muy vivos, para que presidan el desnudo salón de la casa de una de sus hijas.

Al aceptar la caprichosa propuesta, el personaje se verá envuelto en una vertiginosa trama que desembocará en una serie de inexplicables acontecimientos derivados de la gestación de tan singular obra, que obligará al lector a separarse de todo espíritu racional o lógico, puesto que magia y realidad se intercambiarán funciones, alternándose, en el instante mismo en que se inicia el proceso.

La vieja viga ennegrecida de un pino piñonero, infestada de clavos, sacada de un almacén de reciclaje para servirle de soporte al lienzo, será clave importante para el desarrollo de los futuros acontecimientos.

La sencilla tarea del corte de esa viga termina produciendo en el protagonista una perturbadora conmoción, al sentir en su interior, como si se tratase de un sortilegio, el dolor desgarrado de la madera, como si en ese íntimo grito la naturaleza se rebelara, atravesándolo, lo mismo que si perforara el tiempo.

El bastidor, por tanto, formado por los listones de tan extraño ejemplar, aumentará la fuerza sustantiva del cuadro a la vez que del propio relato, en una concentración de emociones desnudas y primarias; de pensamientos profundos que avanzan en todas direcciones, liberados de todo cuanto pueda condicionarlos, entre espacios diversos que multiplican efectos perfilando las luces y las sombras de una España, o de un mundo, que don Diego refleja en sus meninas inmortales y que Fuentes intuye. Códice cartesiano que nos obliga a ver, y a desnudarnos viendo, por entre las bambalinas de la historia común, laberinto que la palabra muestra y la luz focaliza, aunque sabemos que la luz, como la oscuridad, puede ser en sí misma inexplicable.

 

Los colores primarios: el azul, tan lírico y creativo; el amarillo, que gira sus pupilas hacia el oro del sol con una luminosa energía; el rojo apasionado como llama y deseo, en combustión o convulsión constante; y un color más, el verde, el relajante verde, sereno estanque donde puedan mirarse sin opacidades, que el escritor agrega para que Pablo y sus amigos formen esas cuatro figuras de meninas, ahora febrilmente recreadas, desde los espejos del pasado.

Esos cuatro colores, que al igual que las jóvenes de aquel jardín legendario de Akbar el Grande, donde afirman que se inventó el juego del parchís, forman las cuatro fichas, o los cuatro elementos, y avanzan y retroceden a capricho del dado de su autor por las casillas de la historia, en torno al trono-centro de la trama. Cobran vida en la moderna casa, hablan en libertad, entran y salen mediante la dialéctica, en este juego serio, donde coexisten pasillos, salidas y seguros, puentes y metas, a la vez que nadie puede escapar a este engranaje de superpuestas mallas del tablero del tiempo que engulle y esclaviza, aunque también les marque los puntos de ruptura.

 

Es esta una narración antropomorfa donde el hombre, Pablo, del que se van aumentando datos a medida que se avanza en la lectura, y el pino, que ejerce de álter ego o de conciencia, las dos figuras principales de esta fábula literaria o novela, dialogan con la vida y la muerte y se funden a la vez en un todo simbólico. Se identifican bajo una misma mirada, y, en un común latido, el de la naturaleza donde todo se escucha y se transforma, y donde todo puede ser aprovechable.

Un reciclaje continuo de ideas, palabras y sueños que nos llegan de lejos, muy de lejos, a la vez que cercanos, mediante la escritura de la vida donde todo se mezcla y contamina en un fecundo, libre y enriquecedor mestizaje.

Ambos, árbol y ser humano, estarán siempre de parte de los débiles y de los oprimidos, de los seres que aplastan los poderes del mundo. De los perseguidos o marginados.

La naturaleza cobra un especial protagonismo al erigirse el autor, a través de sus personajes de ficción, en defensa de todo lo que vive y es amenazado, ya pertenezca al reino vegetal o al animal.

Fuentes Manfredi, aunque contemporáneo en sus planteamientos, atiende especialmente a las antiguas culturas cuya lentitud fomentaba la diversidad, desarrollo y crecimiento, buscando el estrecho vínculo con todo, sin separaciones ni rupturas entre seres humanos, árboles, animales o plantas en relación estrecha con la tradición y la viva cultura de la tierra, tan sufrida y gozada. Y aunque sepa que no deja de ser una hermosa utopía ese perdido diálogo, teje en torno a lo ecológico una esencial metafísica donde viene a recordarnos que tanto la Naturaleza como el Arte salvan de alguna manera al ser humano, al que también acusa de destruir todo lo auténticamente valioso que nos ha sido entregado como herencia para las sucesivas generaciones.

“Nos ha sido dada esta maravillosa vida, a mí”, habla el pino en la página 100, “como árbol, y a ellos como personas, para, además de disfrutarla, mejorarla para las generaciones futuras, y sin embargo los hombres se han empeñado en creerse que todo les pertenece y es por lo que tienen derecho a manipularlo todo y, en el peor de los casos, destruirlo a su antojo”.

 

Aquí se escuchan voces en las salas vacías, porque los personajes no son meras pinturas animadas, son figuras pensantes que dialogan y que se contradicen, y el lector tiene la sensación de estar ante unos seres abiertamente vivos a consideraciones intelectuales. Voces que saben dialogar, que se alzan sobre las injusticias, sobre los atropellos, y que como el autor, odian así mismo los silencios, cómplices de tantas ignominias, aunque el silencio vivo, con acento creador, se ame y respete.

La prosa de Fuentes cuaja a veces en exabruptos, enconada argamasa que exhibe contra todo lo que lo mortifica desde siempre, tritura las palabras que rebotan a veces sobre la pared terca de lo que lo perturba; su contestataria perplejidad ante la idea de Dios y lo creado, su repulsa hacia una Iglesia oficialista, que parece alejada del sentido de las enseñanzas de Jesús en los Evangelios, furor que roza lo anticlerical, en una sucesión de imágenes que a veces plasma deformadas y, que, como aquellos esqueletos enjoyados que hallamos en las Postrimerías de su paisano Valdés Leal, muestra la podredumbre que habita en los poderes. La calavera entonces mira desde un fondo de sombras que nos desasosiega...

Descontento del mundo, e incluso de sí mismo, su corazón —nos dice— no sabe contenerse.

Pero yo pienso que el mejor Fuentes es, sin duda, el que abraza los ríos universales y resguarda su esencia en recipientes que transparenta el alba. Un puñado de arena y agua que perdura para siempre en los anaqueles de la memoria, y en las estanterías del corazón, en los textos que acercan las culturas, y las lenguas hermanas, y las correspondencias, y las analogías sobre los mares de distintas orillas.

El Fuentes que se baña en cada río que visita, en cada poza o en cada cenote, en las aguas de todas las corrientes mientras busca su propio cauce y sueña con sumergirse algún día en el sagrado Ganges, en esa orilla fasta de purificaciones, en las aguas mezcladas con la ceniza de esa pira, donde su corazón arde en secreto.

Fuentes Manfredi, que tiene a la Luna como amante de luz secreta y cierta, si el Paraíso existiera, no dudaría en comer de lo prohibido para ver cómo sabe el agridulce fruto —tantas veces amargo— del árbol claro del Conocimiento.

Adorador del árbol, a su sombra, en su abrazo, entona un canto como los hititas, y extrae la savia para sus verdades.

 

De la prosa que brota de la tierra escarba sus motivos. Y colecciona piedras; la lítica grafía de las piedras, la domeñada arista del cantero que alza la arquitectura de un lenguaje de andamios y acarreos hasta elevar los muros verticales sobre el sentido horizontal del tiempo.

De la fascinación que siente por Velázquez y su famoso cuadro ya ha dejado constancia en otro de sus libros: Miradas de cernícalo, donde lo onírico de ese realismo mágico también se halla presente. Por supuesto que, si en este libro de sincretismos y contrastes existe un monstruo, será siempre el que el autor combate con las incruentas armas de su palabra; el de la injusticia y el dolor, el monstruo de los abusos del poder en todas las épocas, el del hambre y la miseria, el de las vejaciones y la codicia, el de las guerras y la maldad. En definitiva, todo aquello que oprime y esclaviza, que opaca y que silencia la conciencia del mundo.

Fuentes Manfredi, desde su propio fondo o su particular memoria, ajusta cuentas colectivas, a menudo personales, y de paso combate frente a su propio yo, convencido también de que en todo ser humano, por bueno que éste se crea, anida una parte oscura que siempre es necesario derrotar.

 

En este libro de El pino y las meninas, de alguna forma ejerce de chamán, por caminos imposibles, y desde la transparencia de la propia memoria nos recuerda que existen dos clases de locura: la benéfica, creadora y solidaria en libertad, que construye y abraza, que sustenta y respeta, y, por el contrario, la locura invertida y perversa donde la destrucción y la crueldad, la codicia del hombre y la barbarie, puede terminar por deshacer todo lo noble y bueno que el Universo guarda...

Pienso que, como en un juego de espejos cervantinos, que en realidad este libro representa, cada lector sacará sus conclusiones, descubrirá una fábula distinta, y será dueño del ovillo y la espada que lo conducirá, triunfante y sabio, por la urdimbre secreta y fabulada de este particular Lienzo animado.