Letras
Nota del editor

“Tarde de moscas”, de Luis Amézaga

Este relato pertenece al libro Tarde de moscas, del escritor español Luis Amézaga.
Un galimatías llamado Lorenzo Coloma

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Nunca le he tenido miedo a la muerte, a la muerte de los demás, se entiende. Coloma apenas sonreía cuando soltaba frases cargadas de un cinismo que no iba a juego con la mansedumbre castaña que proyectaban sus ojos, ni con el blanco inmaculado de su esclerótica.

 

Nos conocemos del barrio, desde aquella infancia que se vivía en la calle, a diferencia de la de ahora donde los chavales están siempre vigilados y cercados por vallas reales o tácitas. Aquel suburbio fue asolado por la llegada de la droga. De ella nos salvamos unos cuantos que éramos demasiado cobardes para lanzarnos a esa nueva peripecia que venía importada de las grandes ciudades. Lorenzo Coloma, y yo mismo, fuimos dos de los no elegidos por la jeringuilla. Eso nos unió por descarte, y desde entonces nos hemos ido vigilando, protegiéndonos del despiadado exterior que muestra sus fronteras sinuosas como golosinas apetecibles. De entrada, he de señalar que mi amigo es un puto genio. Un desastre, pero genial. Pintoresco si se quiere. Extravagante cuando le sube la fiebre. Pero nunca dice nada que no haga pensar y repensar hasta poner tus planteamientos bocabajo. Lo que ocurre es que Lorenzo Coloma en esta ocasión parece que se ha pasado de rosca en sus planteamientos. Él es un brillante corredor de bolsa que trabaja para prestigiosas agencias internacionales y pujantes fondos de inversión. Como respiradero anímico a ese oficio donde las cifras se comportan con tanta volatilidad, decidió en su momento, bien cumplidos los treinta, estudiar filosofía en la universidad a distancia. Se apuntó a la rama del saber más inútil, sólo como antídoto hacia el voraz pragmatismo de los índices de la economía empresarial. También empezó a escribir literatura y publicó varios libros con aceptable repercusión en los suplementos culturales.

 

Somos ya cuarentones, de la segunda parte de la decena, y esta noche he tenido que escuchar el tono de hartazgo en la voz de mi mujer. Lorenzo me ha llamado por teléfono a las dos de la madrugada, sin tener en cuenta que la gente tiene un horario normal, una vida normal. Mi primera reacción ha sido mandarle a hacer puñetas. Me he vuelto a tumbar al lado del cuerpo caliente de Leire, mi mujer, y he querido, lo juro, olvidarlo. Reconozco que se le notaba por el auricular más exaltado de lo habitual, lo cual es mucho decir. Leire me ha dado una patada cariñosa a modo de pregunta. ¿Era él? Sí, era él. ¿Y? Quiere que vaya. ¿Y por qué razón esta vez? Dice que ha tomado una decisión al estilo de Onetti. ¿Y vas a ir? Qué remedio. Ten cuidado, y por favor, acaba con estos enredos.

 

Para entrar en su casa usé, sin miramientos, la llave que tiempo atrás me había dejado para que atendiera posibles imprevistos que durante sus numerosos viajes pudiesen surgir. Vivía solo en aquellos 150 metros cuadrados de la primera planta de un edificio de tres alturas, señorial por fuera y minimalista por dentro. Vivía solo, aunque no siempre había sido así. La soledad ganó la batalla tantas veces en su biografía como intentos hizo de traicionarla.

—Qué coño te pasa esta vez —le solté a bocajarro.

Estaba reclinado en la cama, vestido con un pijama de algodón a cuadros, los zapatos puestos, un libro de Onetti junto a la almohada, y papeles por el suelo. En ese rápido vistazo para hacerme una composición de lugar, me pareció ver escrito en uno de ellos algo sobre la Gran Depresión.

—Coge una copa de la cocina y acompáñame.

Él ya había dado cuenta de tres cuartos de una botella de vino italiano. Me serví generosamente y me acomodé en una silla de mimbre al lado de su cama.

—¡Escupe!

—Querido Joel, el sistema va a colapsar.

—¿Por ese descubrimiento estás refrescándote con el crack del 29? —y señalé los papeles que de forma desordenada flotaban por el parquet.

—La Historia no se repite, pero toma impulso en hechos anteriores para dar un paso más. Esta vez el sistema muere de agotamiento, porque las armas que tenemos para salir de la encrucijada son las mismas que nos llevaron a ella. En el 29 sólo fue un empacho. Ahora será muerte por inanición, puesto que el alimento “crédito-consumo” ya no nutre las necesidades del sistema. ¿Has leído las memorias de Groucho Marx?

—Sabes que no.

—Groucho cuenta que el panadero, el fontanero, el hombre del hielo, todos anhelaban hacerse ricos, todos tenían información privilegiada sobre tal o cual valor, sobre cualquier empresa que tuviera un nombre ostentoso. Nadie se equivocaba en la inversión porque todo subía hasta el infinito. No se vendía una sola acción, pues al día siguiente valdría el doble. Muchos, llevados por la ambición, metieron los ahorros de toda su vida. El propio Groucho no escapó a esa excitación de ganancia fácil que precedió al derrumbe. Comparaba el éxtasis inversor de esos años con la fiebre del oro de 1849. Quedarse fuera era de idiotas. Hasta que un día alguien se puso nervioso, la cosa se torció, y los agentes de bolsa se pusieron a vender cualquier cosa a cualquier precio. Rápidamente llegó el pánico, el caos, y el país entero acabó llorando. Groucho también perdió mucho dinero, pero no todo gracias al aviso de un antiguo asesor financiero llamado Max Gordon que le dijo casi a tiempo: “La broma ha terminado”.

 

Me considero un buen oyente, alguien que escucha lo que otros quieren comunicar con una deferencia que sobrepasa la mera educación. Escucho con interés, atento a la forma en que se expresa la otra persona, recreando escenarios y variantes emocionales que me aportan en la charla. Ocurre que en los últimos tiempos la gente no tiene nada que contar, y si lo tienen es tal su confusión que no saben verbalizar con una mínima claridad lo que les sucede. Los acontecimientos apenas son anécdotas mal inyectadas en su circuito venoso, y sus lenguas sufren rechazo fisiológico. Con Lorenzo Coloma eso no era un problema. Él sabía poner pasión en el más nimio detalle de su narración.

—¿Entiendes lo que te quiero decir, Joel?, ¿entiendes? Groucho, como muchos otros se vio impelido por una tentación muy fuerte: ganar mucho dinero sin trabajar, embolsarse cien veces más de lo que ganaba en el teatro sólo con mirar los índices en el periódico a la mañana siguiente. Y no necesitaban estudiar las reglas que rigen ese mundo, que es mi mundo. No necesitaban saber nada. Cuenta con mucha gracia, maldita la gracia, que la primera vez que le animaron a comprar acciones de Goldman Sachs preguntó: “¿Qué es Goldman Sachs? ¿Una marca de harina?”.

—Dónde quieres ir a parar. Esto tendrá un remate. Por favor, Lorenzo, dime que tiene un remate.

—Que tanto entonces como ahora se cumple algo que ya Machado dejó escrito: “Todo necio confunde valor y precio”. No llevo la contabilidad de necios, pero seguro que es abultada.

—Y eso tiene que ver contigo o conmigo porque...

—Es que te hablo de un mundo que conozco, y que nos condiciona a todos en las decisiones que podamos tomar, en la dirección que puede tomar la Historia. Muchos de mis colegas de entonces se tiraron por las ventanas. No soy un buen saltador, Joel, tú lo sabes. Prefiero extinguirme poco a poco, esperar el final del sistema encerrado entre estas cuatro paredes, metido en la cama durante horas como Onetti, desengañado y lúcido. Y como él, escribiendo para mí, para mi placer, para mi vicio, para mi propia condenación.

Se te pasará. Ahora sufres un ataque fatalista.

—Hablo del final, de una forma de entender la realidad que se acaba. No hay fatalismo en el final. Lo absurdo es pensar que las cosas y los sistemas no llegan a su fin. Mi postura está basada en la observación objetiva de los datos, no en una actitud espiritual apocalíptica. Tú tienes futuro lejos de esta realidad, tienes familia. Iros al campo, llevaros simientes, conservas, vivir como los antepasados mientras se hace la transición a un nuevo sistema, aprended a vivir de nuevo. Tú puedes y debes hacerlo porque te unen a este mundo otros valores que no van a caducar. Pero yo prefiero esperar el final aquí. Mientras dure, duraré. No necesito salir a la calle para nada. Las compras que necesito las puedo tramitar por Internet, que será el último bastión en caer. Desde mis perfiles en las redes sociales veré llegar el fin. En ellas nunca ocurre nada, pero es donde primero rebota todo cuanto ocurre. Me apostaré en una esquina de ese escenario virtual e intentaré servir de aviso a los hombres de buena voluntad. Alguno me hará caso. Siempre he creído en el matrimonio entre fe y razón. Sin razón, adiós a la fe. Y sin fe, perderé la razón.

—Quieres liarme con las palabras y sólo consigues embriagarte con tu propia voz.

—¿Sabes que el mayor enemigo de las redes sociales es el Sol? siguió hablando como si no hubiese oído mi reproche, o precisamente porque lo había oído—. Ahora llegan las sombras e Internet se mueve bien en ese terreno de fieles demacrados. En las redes sociales descubres con facilidad la soledad de los otros, la rondas, y la diagnosticas con cierta condescendencia. Lo importante es que te olvidas de tu propia soledad. De forma algo ilusa crees que pasa inadvertida para los demás. Las redes sociales devuelven tu voz amplificada, y eso te hace sentir bien durante un período de tiempo más o menos largo, depende de cada uno. Las redes sociales ensalzan a los mediocres que saben colocarse, que saben repetir, que saben sobreactuar. El mediocre puede ser ingenioso, pero no sabe conmover. Las frases ingeniosas se disuelven con rapidez, por eso deben lanzarlas en oleadas, ganando público por acumulación. Ese será mi puesto de observación hasta que llegue el final del que te hablo.

 

Es importante desactivar el poder mágico que acarrean las palabras cuando alguien las pronuncia con ardorosa ofuscación. No sabía cómo disuadirle, ni si su oculta intención al llamarme era para que lo intentara. No entendía de qué me hablaba, ni siquiera estaba convencido de que la economía de laboratorio pudiera destruirle la vida a la gente. De momento le rellené la copa de vino, mientras él apartaba el libro que tenía reposando sobre la almohada y lo dejaba en el suelo junto al resto de libros y papeles que le rodeaban como flores en un panteón.

—Simplemente te gusta comportarte como un intrigante, o peor, un zangolotino que quiere llamar la atención. Haces apología burda de la fe y de Internet. ¿De Internet, en serio? Si miras a un pescado a los ojos puedes saber con facilidad si es fresco o ya tutea al pescadero. Pero en Internet no tienes esa posibilidad. Todo es apariencia. Algunas veces leo cosas que dudo si detrás habrá escribiendo un esclarecido o un perturbado. Me suelo decantar hacia lo segundo por simple cálculo estadístico. Y tú, Lorenzo, qué eres. Dime. Te lo diré yo. Eres un tipo con mucho talento. No nos lo arrebates con majaderías ni con finales de sistema. No hay sistemas. Sólo personas conviviendo mal que bien con su entorno. Nada se acaba. Olvídate de eso, ojalá se acabara eso que denominas sistema. Pero no.

Reconozco que el intento de engordar su vanidad apelando a su talento no fue buena idea. Eso sólo sirve para quienes carecen de autoestima. No era el caso. Lorenzo retomó el discurso como si mis palabras fueran las obligadas en un amigo.

—Como ese personaje de Onetti, Díaz Grey, he descubierto que el miedo es el único motor que mueve a los hombres a la acción. Créeme, Joel, cuando te digo que ya no tengo miedo. Por eso este gesto de renuncia, de inmovilismo.

—No te engañes, todos tenemos miedo, por acción o por omisión. Y se conserva ese miedo hasta en los casos más excepcionales, incluso cuando lo digno sería irse antes que quedarse vagando por este mundo.

—Explícate.

—¿Conoces el caso de aquella nonagenaria de Leganés a la que atribuyeron varios asesinatos? —Lorenzo meneó la cabeza de lado a lado, y sus ojos saltones amenazaron con hacer un doble mortal en el aire—. Pues bien, sospecharon de ella a la tercera asistente social muerta en circunstancias poco claras. Una mujer de noventa años, enjuta, con grandes dificultades de movilidad, no era candidata a exhibir una maldad ejecutiva de tal calibre. Pero ahí estaban los hechos. Las chicas acudían a su casa enviadas por los servicios sociales, y al cabo de tres meses como mucho ya estaban oficiando un entierro. Interrogaron a la anciana sobre qué ocurría, qué le echaba al café, y ella divagaba sobre los bailes de su juventud. Se escudaba en una supuesta demencia senil. Después de presionarla, acabó confesando que tenía una visión: la parca venía a visitarla periódicamente, y se veía obligada a negociar con ella un indulto. Para ello la convencía con artimañas de que se llevase a una chica más joven y más apetecible para sus establos. Esa fue la razón que dio para justificar su peculiar historial homicida. La dejaron por imposible. Ahora esa anciana invita a compañeras de geriátrico a merendar en su habitación en cuanto escucha el ladrido nervioso de perros lejanos. La felicidad es saber marcharse, dejar sitio a otros en el momento adecuado. Frases así susurra al resto de ancianas en la oreja mientras les sirve con devoción el café y las galletas de cada día. Por eso te digo, Lorenzo, que hasta el último segundo tenemos miedo de extinguirnos, de dejar de ser lo que somos, aunque la situación sea dramática o tengas más años que la Parra.

—Muchos acabarán hurgando entre las basuras. Habrá diferentes clases sociales entre quienes muevan desechos. Eso, querido Joel, eso sí que da miedo. Pero ese ya no es mi mundo ni mi espanto. Y tú debes huir de él; a tu manera, no a la mía. Pero corre y no mires atrás. Nos hemos cargado el invento y quienes poseen la capacidad de manipular los tiempos están alargando su agonía para buscarse para sí una salida razonable. Lo sé porque los conozco. Las reglas del juego han sido amañadas y estamos indefensos.

Crucé las piernas con calculada lentitud. Pensé rápido sobre cómo lanzar un ataque discursivo que sirviera para hacerle desistir de semejante postura irracional de aislamiento y dejación. Tenía que intentarlo. Mi papel en esa absurda charla a las tantas de la madrugada se resumía en eso, en doblegar una actitud disparatada. Yo era el sensato.

—Los que no saben hablar con matices y entonación sólo dan datos —dije para reclamar su atención—. Tú te mueves entre gente que se alimenta sólo de datos, y por eso piensas que el invento estropeado carece de solución. Pero existen los matices, no lo olvides; las formas que cambian el fondo. Te has permitido el lujo de abandonar la línea de fuego para que otros perezcan en la lucha. Hostia puta, yo también he pasado por momentos difíciles, pero no me comporto como un maldito neurótico. Cuando las cosas se tuercen, se aprietan los dientes, y sales a la calle a que te partan la cara, como hombres de mierda que somos.

Pongo tanta pasión en la arenga que acabo por levantarme de la silla. Doy unos pasos por la habitación, descorro las cortinas y miro a la calle. Me regalo tiempo antes de seguir hablando.

—En serio, por qué haces esto —enfilé la teatralidad de mis movimientos hasta los pies de la cama. Me senté en ella. Se formó un cráter en el colchón que obligó a Lorenzo a cambiar de postura—. No quieres salir ahí fuera a perder, porque, amigo mío, todos perdemos y perdemos cada día sin excepción. ¿Por qué crees que se me encanecen hasta los pelos de la nariz? Porque salgo a pegarme, a luchar, a gritar que un mundo mejor es posible aunque no lo vayamos a ver ni yo ni mis tataranietos. Pero lo intentamos. Salimos y lo intentamos. No metemos la cabeza bajo la almohada, ni llamamos al amigo a su casa a las tantas para contarle histerias. No eres un Buda del siglo XXI, ni un Onetti visionario, y desde aquí no conseguirás iluminar con discursos apodícticos a ningún internauta de tarifa plana.

Ya estaba harto de Lorenzo.

—¡Joel, dónde tenías escondida tanta facundia! —exclamó con burla.

La cama del solitario se convierte toda ella en bordes, como senderos escarpados de alta montaña que amenazan con tirarte hacia la pelusilla que se revuelca bajo el somier. Supe que era el momento de un final, del nuestro, de la relación. Su cabezonería o su convencimiento delirante no dejaban margen para más. Ante su incisiva mirada me aproximé a la mesilla. Dejé en ella la llave de la casa.

—No voy a volver.

—Lo sé.

Estuve a punto de agacharme a abrazarlo. Me contuve. No quería ensuciar esa despedida con sentimentalismo de saldo. Con paso decidido me dirigí hacia la puerta.

—Joel, espera. Llévate esta lista. Sé que ahora no le harás caso, pero cuando veas acercarse el final con tus propios ojos y te sea imposible esquivarlo, sé que os servirá de ayuda a ti y a los tuyos.

Me volví sobre mis pasos. En un rápido gesto cogí el manoseado papel que me tendía. Era una lista de artículos necesarios para una situación de emergencia, una especie de kit de supervivencia. Lo doblé y me lo guardé sin decir nada. Ya no quería intercambiar más golpes.

 

Tras una conversación que había amenazado con ser eviterna y dos botellas de vino después, salí a la calle recién amanecida. El día era frío y abierto de piernas. No había dormido, mi cabeza no estaba preparada para otra jornada de trabajo, pero eso es lo que se espera de nosotros: esfuerzo.

 

Detrás de Joel, hasta nunca, quedó su amigo Lorenzo Coloma como si fuera un dios autista, un dios que no se relaciona bien emocionalmente con las criaturas, pero que las conoce como si las hubiera parido. Lorenzo suspiró y se quedó dormido en su sarcófago de sábanas blancas. Soñó que se tiraba en caída libre desde 20.000 pies de altura con unas gafas de buceo. Caía suavemente en un campo de cereal recién cosechado mientras cantaba una canción de la banda sonora de Bond, James Bond. Andando desnudo por la finca distinguió la figura de su amigo Joel que se alejaba. Iba declarando en voz alta: “En ocasiones, la amistad para sobrevivir exige el distanciamiento de los amigos”.