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“Cabeza”, de Alexej von JawlenskyAburrimiento

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El aburrimiento es como la corriente de un río. Yo me dejo llevar, somnoliento, hastiado, hacia ninguna parte. Deseos, deseos míos: ¿a dónde se han marchado? En este instante dilatado, demorado, extendido, cuando se siente con particular intensidad el yugo opresivo e inexorable del tiempo, nada desearía más que desear. Desear algo, lo que sea. Pero a mi alrededor todo carece de sentido, de interés, de colorido. No siento desesperación; no siento melancolía. Sólo vivo en el centro de un aturdimiento leve como un murmullo, y sostenido y monótono como el ruido de un ventilador de pedestal.

En la pantalla del televisor un científico especula sobre el futuro de la humanidad.

Aquí, en el punto donde los hombros se comunican con la parte posterior del cuello, ha hecho su aparición ese dolor, viejo conocido mío, que es como una estaca clavada en la carne. Y mi carne palpita y gime y pide auxilio y pide perdón y misericordia. Ah, carne depravada, carne pecadora.

Escucho al científico asegurar, con notoria autosatisfacción, que en el futuro hombres y máquinas se fusionarán en un nuevo ser: mitad biológico, mitad electrónico. Que los días del ser humano tal y como lo conocemos están contados; que seremos mucho más inteligentes y que podremos liberarnos de los límites que los genes imponen a nuestra capacidad de adquirir habilidades y destrezas. “Veo con optimismo el futuro”, concluye, “porque nos convertiremos en ciborgs. Pero si tú eres un ser humano, tu tiempo está por acabarse”.

Pienso: es sólo un pedante, un patán, un presumido. Y sigo pensando: la realidad es que las especulaciones futuristas de este tipo tienen mucho más que ver con nuestro presente que con el futuro. Más que de predicciones, se trata de diagnósticos sobre el estado en que se encuentra la psique occidental contemporánea.

Y, en mi opinión, ese diagnóstico nos dice muy claramente que la prepotencia tecnológica y racionalista que ha impulsado el desarrollo de Occidente en los últimos 150 años está en un callejón sin salida.

Ego, poder, amor propio: esta ha sido la utopía promovida por Occidente durante ese período. Nuestro científico no nos ofrece nada distinto ni nuevo: como ciborgs, exaltaremos nuestras capacidades hasta niveles impensados; haremos absolutamente lo que nos dé la gana, incluso aquellas cosas que ni te has imaginado aún. Será la más salvaje orgía de egocentrismo que la humanidad haya conocido. Seremos inmortales.

Sin embargo, desde la cama en la que ahora yazgo, convertido en anfitrión de este dolor de cuello y hombros que me persigue como si nos uniera un lazo de sangre o un parentesco en primer grado, una cosa se me hace muy evidente. Y es que esa utopía ultraegocéntrica tiene una faz muy oscura: el aburrimiento. Hoy día, Occidente se aburre. Se aburre mortalmente. Desde Sartre hasta la fecha, su “existencialismo” no es sino una sofisticación filosófica del aburrimiento. Y la única manera que se le ocurre para combatir este aburrimiento es radicalizar sus entusiasmos ególatras, racionalistas, tecnocráticos, individualistas, consumistas, sin darse cuenta de que son esos mismos entusiasmos, ya caducos, ya psíquicamente inefectivos, los que segregan el aburrimiento que tratan de aliviar. Nuestra civilización es un círculo vicioso de aburrimiento; es una lucha agónica por reciclar objetos de deseo que se resuelve en un absurdo, pues es el acto mismo de desear, la realidad del deseo, lo que está en crisis, lo que ya se agotó y no parece ofrecer nuevos caminos de desarrollo humano.

Ah, carne depravada, carne pecadora. Me pongo en pie. Voy en busca de una pizza.