Sala de ensayo
Los ejércitos, de Evelio Rosero

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Evelio Rosero

“Los ejércitos”, de Evelio Rosero
Los ejércitos
Evelio Rosero
Barcelona: Tusquets, 2007
Impreso
203 pp.

“Dios no existe y si existe es la gran gonorrea”.
Fernando Vallejo, La virgen de los sicarios

Los ejércitos, ganadora del II Premio Tusquets de Novela en el 2006 y publicada el año siguiente por la misma editorial, ha sido galardonada también con el Foreign Fiction Prize, que le otorgó el periódico londinense The Independent como mejor obra de ficción traducida al inglés en el 2009. Además del inglés, la novela ha sido traducida a otros siete idiomas y le ha dado relevancia internacional al escritor Evelio José Rosero, de origen bogotano, pero de ascendencia y crianza pastusa.

La ilustración que Kamil Vonjar hace a la portada de la novela presenta a una mujer que mira hacia atrás mientras se va alejando de un lugar que parece devastado. La imagen remite a la historia bíblica de Lot, que huye con su familia de Sodoma antes de que ésta sea ajusticiada por la furia de Dios. Sodoma y Gomorra eran, recordemos, lugares perdidos por la injusticia y maldad de sus habitantes. Al no haber siquiera cincuenta justos entre toda la población, el lugar es arrasado por la mano inmisericorde del creador. En la novela, en cambio, el pueblo en el que ocurre la narración está condenado a su desaparición aunque los injustos no sean los habitantes del pueblo sino los que vienen de afuera: los ejércitos que se enfrentan en los alrededores del pueblo y progresivamente se lo van tomando sin que se pueda reconocer “a qué ejército pertenecen, los rostros igual de despiadados” (p. 98). “Sea quienes sean, las mismas manos” (p. 110). Como vemos, la ilustración de la novela sugiere una actualización del mito bíblico en el que, a diferencia del original, no hay Dios ni ley que castigue a los injustos que se toman el pueblo progresivamente y terminan por desplazar a sus habitantes. El destino del pueblo, igual que el de Lot y su familia, es el de marcharse sin mirar atrás. Ismael, en la tradición judeocristiana, fue el primer hijo varón que tuvo Abraham a los ochenta y seis años. Ismael, celoso por el nacimiento de su hermano Isaac, fue condenado a vagar por el desierto de Parán junto a su madre, Arán. Ismael Pasos, en cambio, parece condenado a vagar sin encontrar un oasis que lo libre del infierno en el que se convierte San José.

No es el único intertexto de Los ejércitos. Antes de empezar la novela, como epígrafe, se lee la siguiente cita de Molière: “¿No habrá ningún peligro en parodiar a un muerto?”. La referencia, tomada de la comedia El enfermo imaginario, nos sitúa en el momento en el que Argan, un hipocondríaco y sobreprotector patriarca burgués francés, decide pasar por muerto para descubrir qué tanto lo aman sus allegados. El simulacro de la muerte de Argan se actualiza, en tono trágico, en la figura de don Ismael Pasos. El viejo profesor, en su peregrinar por el pueblo buscando a su esposa, deambula como muerto por las allanadas calles de San José: “A este viejo no hace falta matarlo, ¿no lo ven? Parece muerto. ¿Le damos chumbimba de la buena? No es el mismo viejo que vimos muerto hace un minuto? Sí, el mismo. Mírenlo qué rosado, no huele a muerto, a lo mejor es un santo” (187). La comedia de Molière termina con un final feliz: Argan descubre el falso amor de su esposa —a quien piensa dejarle toda su fortuna— y el verdadero amor que le profesa su hija. En la novela de Rosero, por el contrario, la posibilidad de un final feliz para don Ismael —que implicaría el reencuentro con su esposa y la resurrección del pueblo— es imposible. De hecho, el final de la novela sugiere la próxima muerte del narrador y protagonista del relato:

“Quieto”, gritan, me rodean, presiento por un segundo que incluso me temen, y me temen ahora cuando estoy más solo de lo que estoy, “Su nombre” (...); les diré que me llamo Simón Bolívar, les diré que me llamo Nadie, les diré que no tengo nombre y reiré otra vez, creerán que me burlo y dispararán, así será (203).

El segundo intertexto bíblico de la novela inicia con la descripción del patio de la casa en la que viven Ismael y Otilia —profesores jubilados que llevan juntos cuarenta años. Mientras se sube en el árbol a coger naranjas, Ismael aprovecha para espiar a su vecina, que se acuesta desnuda al lado de la piscina a disfrutar del sol. La risa de las guacamayas, la presencia acusadora de los gatos que desde el piso escrutan al viejo profesor, los peces, el palo de naranjas y el mismo sol hacen parte de una naturaleza rebosante, que parece sincretizarse en Geraldina, su vecina. “Geraldina no habla, aúlla” (p. 16); su sonrisa es “una bandada de palomas explotando intempestiva a la orilla del muro” (p. 17). Además, camina desnuda con la naturalidad y desvergüenza de un animal. Ella se sabe observada por su vecino pero eso no la perturba. En cambio, se le acerca, le recibe y muerde una naranja. Entonces: “un efluvio amargo y dulce se remontó desde la boca enrojecida” (p. 17). De esta manera se constituye una correspondencia natural entre los seres humanos y la naturaleza que nos remite a la idea del Edén. Este locus amoenus de San José, en el que Geraldina camina desnuda con la desvergüenza anterior al pecado original y muerde un fruto que le ofrecen de un árbol, nos recuerda la historia del pecado original. En la novela de Rosero, empero, el destierro del paraíso no es responsabilidad de quienes habitan este lugar sino, más bien, de fuerzas externas que con el uso de la violencia transforman progresivamente este pueblo en un locus horribilis.

Los ejércitos, en la medida en que van cercando el pueblo, van creando una atmósfera “irrespirable (...) un lento desasosiego, [que] se apodera de todo, no solo del ánimo humano, sino de las plantas, de los gatos que atisban alrededor de los peces inmóviles” (p. 83). De esta forma, la naturaleza, antes exultante, parece congelarse por efecto de la violencia, que cae como un “paño de niebla, oscureciéndolo todo” (p. 84), e incluso se manifiesta como un “aire oscuro” (p. 84) que persigue a Ismael por las calles. Así, pues, conforme los ejércitos se toman a San José la atmósfera se materializa como algo que persigue a las personas e invade a los animales. “Es la muerte viva”, dirá el narrador desconsolado.

La progresión de la violencia desuela a San José. Lo que era antes un pueblo tranquilo —con episodios de violencia, pero aislados y no frecuentes— ha cedido su lugar a un pueblo oscuro, sin vida, en el que la naturaleza descrita en las primeras páginas de la novela ha sido aniquilada: Ismael encuentra su naranjo incendiado y cortado, el cadáver de uno de sus gatos en las raíces del árbol y las guacamayas de Geraldina flotando en la piscina vecina. Algunos animales son salvados, como en el diluvio, pero no por compasión con ellos, sino porque son objetos de lujo del general Palacios. En este caso, el intertexto alude claramente a la priorización que el máximo representante de la policía hace de la mercancía sobre el valor de la vida de los habitantes del pueblo. No obstante, lo que constituye el principal acto transgresor hacia la naturaleza es la violación que un grupo de soldados hace al cuerpo sin vida de Geraldina, máxima expresión de la naturaleza, Eva asesinada y violada:

Olvidándome de todo, sólo buscando a Geraldina, me sorprendí avanzando yo mismo hacia ellos [soldados de algún ejército]. Nadie reparó en mi presencia; me detuve, como ellos, otra esfinge de piedra, oscura, surgida en la puerta. Entre los brazos de una mecedora de mimbre, estaba —abierta a plenitud, desmadejada— Geraldina desnuda, la cabeza sacudiéndose a uno y otro lado, y encima uno de los hombres la violaba (202).

Como hemos visto, los intertextos orientan una mirada desesperanzadora sobre la población civil de San José. Este pueblo pequeño, caluroso y con nombre de santo —como tantos otros que existen en Colombia—, está condenado al éxodo sin que haya un Dios que guíe a los desprotegidos hacia una tierra prometida. La misma situación la había presenciado Ismael: “Hace años, antes del ataque a la iglesia, pasaban por nuestro pueblo los desplazados de otros pueblos, los veíamos cruzar por la carretera, filas interminables de hombres y niños y mujeres, muchedumbre sin pan y sin destino” (116). Así pues, la repetición de los desplazamientos forzosos permite pensar en una circularidad de la violencia. Ésta, por lo tanto, se entrona en el lugar de Dios, y la gente comenta su inexistencia o su impiedad: “ ‘Mataron a una recién nacida’, y se persignan: ‘Descuartizada. No hay Dios’ ” (35), concluyen unas ex alumnas de Ismael que conversan entre sí. Un soldado de alguno de los ejércitos se burla de su existencia: “¿No quieres un pedazo de pan, santo? Pídele a Dios” (187). Para concluir, el mismo Ismael parece constatar la carcajada que el creador está echando desde el cielo: “Escucho las primeras gotas de lluvia, gordas, aisladas, caer como grandes flores arrugadas que estallan en el polvo: el diluvio, Señor, el diluvio, pero cesan de inmediato las gotas” (186).