Especial: Adiós a Gabriel García Márquez
Una página olvidada del Gabo

Comparte este contenido con tus amigos

Gabriel García Márquez

Durante cuatro décadas los libros del recién fallecido Gabriel García Márquez (1927-2014) han acompañado mi vida de lector. Todavía conservo el ejemplar de Ojos de perro azul publicado en la colección Ariel Universal (Lima: 1974), comprado a mis trece años, cuyos cuentos fueron la puerta de entrada a su mundo de fabulaciones. Ahora, ¿cómo escribir unas palabras de despedida más o menos decentes sobre un autor del que todos hemos leído al menos una novela? La empresa es harto difícil sin acometer una serie de banalidades salpicadas con los lugares comunes que en estos casos todos conocemos. El mejor homenaje a un autor de sus dimensiones es el homenaje de la lectura, así que he desempolvado una página olvidada del Gabo publicada por el diario El Heraldo el 19 de mayo de 1950; la misma pertenece al manuscrito de una novela en ciernes que debía llamarse La casa y que luego no fue incluida en la versión definitiva que terminó por llamarse, en 1967, Cien años de soledad.

 

La hija del coronel

Gabriel García Márquez

En la iglesia había una silla reservada para el coronel Aureliano Buendía, detrás de los últimos escaños, precisamente bajo el coro. Al lado de la silla, un sitio desocupado, donde la pequeña Remedios colocaba su almohadilla para arrodillarse cuando su padre lo hiciera. El coronel sólo usaba la silla durante el sermón. El primer domingo, Remedios no supo qué hacer cuando su padre se sentó. Ella siguió de pie todo el tiempo, sin moverse, hasta cuando los pies se le adormecieron y comenzaron a dolerle las rodillas. Después cuando el sacerdote descendió del púlpito, el coronel se puso de pie y la niña no sintió más el adormecimiento, ni los dolores, no porque se hubiera movido de su sitio, sino porque cuando el sacerdote dejó de hablar y su padre se puso de pie, la niña creyó que la misa había concluido. En las misas siguientes, Remedios ya sabía, sin haberlo preguntado, que durante el sermón debía sentarse en el escaño que tenía enfrente, pero sin llevar la almohadilla.

En esa época su conciencia empezó a llenarse con las cosas del pueblo, a comprender por qué debía vivir en la misma casa donde varias veces había reaparecido el miedo. En la escuela aprendió a coser. Aprendió a hacer adornos para la ropa y hasta es posible que entonces hubiera empezado a creer que todo eso era la vida, cuando concluyó el año, antes de que su hermanita aprendiera a sostenerse en pie. Al año siguiente volvió a la escuela. Remedios no sabía por qué, pero cuatro años más tarde recordaba que fue en las vacaciones cuando asistió a la iglesia en compañía de las mujeres, sin haber hablado todavía directamente con su padre y sin haberlo mirado a la cara alrededor de unos cuatro años.

Con las mujeres se sentó en los escaños de adelante, junto al sacerdote. Fue entonces cuando oyó cantar en la iglesia por primera vez. Remedios no extrañó el cambio de sitio en el templo. Posiblemente ni siquiera estaba en edad para comprender lo que significaba un cambio de compañía durante la misa. Pero cuando oyó cantar por primera vez, se asustó a las voces iniciales; se desconcertó. Frente a ella, el Arcángel Gabriel, con una mano alta y las alas plegadas, debió sentir también la voz de los cantores, porque Remedios vio la túnica disuelta en los espacios totales de la música y vio los pliegues sacudidos por una brisa tenue; por el airecillo redimido y absoluto de la nueva creación. Ella sabe que volvió la vista (porque la música sonaba a sus espaldas) y no vio a los cantores, pero vio, al final de la nave central, a su propio padre erguido, estirado junto al sitio vacío donde estuvo su propia almohadilla durante un año entero. Y vio a su padre solo, humano, conmovedor, con un aire de completo abandono al final de la nave. Sólo entonces tuvo deseos de estar allá, junto a su padre, sintiendo el adormecimiento de las rodillas.

Tal vez Remedios no recuerda que fue esa la segunda vez que miró de frente a su padre y que su rostro no era ya parecido al de los pájaros, sino exactamente igual como lo había querido ver durante largos años al extremo de la mesa.

Repentinamente, el mundo de su padre se le volvió claro. Fue como si la voz de los cantores hubiera descorrido un velo que durante toda su vida se había interpuesto entre su padre y ella. Entonces comprendió que un hombre no tiene necesidad de hablar con su hija menor cuando la hija sabe hacer las cosas a tiempo, correctamente, como el padre hubiera querido que las hiciese si la hija las hubiera hecho de una manera distinta. Y comprendió por qué, cuando iba los domingos a misa de ocho cogida de la mano de su padre, pudo pensar que un padre no era más que eso. Un hombre que lleva de la mano una niña con quien no debe cruzarse una palabra durante todo el trayecto.

Eso ocurrió un domingo. El lunes, Remedios empezó a crecer apresuradamente.