Especial: Adiós a Gabriel García Márquez
Los conjuros no son perfectos
Los funerales del Papá Grande

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Gabriel García Márquez

“Y cabe todo abril en una rosa”
GGM

Los conjuros no son perfectos. Ayer en la noche busqué en mi desordenada biblioteca un libro biográfico sobre Gabriel García Márquez. Algo íntimo, abrí algunas páginas al azar, revisé fotografías de ayer, anteayer, del presente más presente, del pasado, pasado, y de lo que se podría proyectar hacia el futuro. Vi de reojo en los estantes los clásicos que escribió y que le inmortalizaron, uno de los libros más emblemáticos de mi generación, la novela que irrumpió a finales de los sesenta con su propia lámpara convirtiendo el hielo en fuego literario. No toqué una sola página, dejé que la novela se sostuviera a sí misma con su propia imaginación en las viejas tablas sobresalientes de la pared. Otros tomos quizás querían conspirar y me miraban ansiosos para que los recogiera y revisitara. Creo que les guiñé un ojo.

En las últimas 48 horas había leído algunos mensajes de su familia, reveladores en sí mismos, cargados de la víspera inevitable. Una de esas palabras resumía todo: frágil. En días pasados me encargué de que se le pusiera frágil a unas láminas que se enviaban a un país centroamericano para que no se dañaran. Frágil siempre va en letras rojas y es un alto, cuidado, un llamado de atención. Frágil es todo lo que se puede romper.

Esta vez la palabra no iba a tener un contenido diferente. Su hermana Aída, en Colombia, dio una alarma mayor cuando dijo que debíamos estar preparados para aceptar la voluntad de Dios. Uno quisiera que la gente fuera eterna y no muriera. Todo lo demás era realismo mágico.

Con este presentimiento me acosté anoche y a estas horas que escribo, Gabriel García Márquez —quien le había dicho a los periodistas al salir del hospital que se fueran a trabajar en vez de preocuparse por él— hoy es polvo enamorado que recorre su infancia en Aracataca, el pueblo mágico que le regaló su destino y que su abuelo Nicolás le contaba, hacía vivir cada día, en cada rincón de sus calles e historia. Un pueblo en miniatura, mágico, con circo, gitanos, tiendas del Oeste, calles polvorosas, vendedores de chucherías, mercancías únicas y el cine del pueblo: la magia de las magias para un niño vivaz. Fueron siete años y le bastaron para toda una vida.

Dormí y soñé con mariposas amarillas aquella noche y recordé un día que pasé por ese polvoso pueblo donde se encontraba la mítica finca bananera Macondo, cuyo nombre inauguraría un nuevo mundo para la literatura en América Latina. Viajé a reencontrarme con mi generación, que mucho le debe al autor de Cien años de soldad, El coronel no tiene quien le escriba, Los funerales de la Mamá Grande, La hojarasca, El otoño del patriarca, El amor en los tiempos del cólera y El general en su laberinto.

Los últimos tramos de los sesenta, con La mala hora incluida, tienen ese aire, la inconfundible atmósfera y sello de un parto genuino. América Latina tenía carta de ciudadanía, pero seguía con sus deudas centenarias, la pobreza y abandono de su gente, las tiranías. El sabor agrio de una guayaba en descomposición.

El arquitecto y fabulador del universo macondiano se decidió a arrastrar por el mundo a todo un subcontinente mestizo con un relato que lo identificaba y pondría un sello imborrable a nuestra identidad. La palabra soledad ya tenía carne y hueso, un cuerpo visible, una historia real y mágica.

Chile no es Caribe, pero en mi tiempo la gente leía y soñaba y emprendía aventuras con la palabra y vivía el realismo mágico a través de la literatura de Gabo. Aún no llegaba la fiebre digital ni la dictadura de la imagen y de la estupidez. Eran otros tiempos, donde se soñaba bajo las estrellas o en algún cuarto de estudiante.

No fuimos diferentes ni indiferentes en nuestros años universitarios, tres grandes novelistas nos motivaban esos días con la fuerza de un huracán, Gabriel García Márquez, Julio Cortázar y Juan Rulfo. Borges era una isla aparte.

Eduardo Marín, colombiano, periodista, compañero de curso, oriundo del Quindío, recreaba en sus palabras, y en las de la Mamá Grande, los pasajes que para nosotros los chilenos superaban no sólo la realidad, sino la ficción. Acudía a un mapa de América Latina y mostraba las agitadas zonas de la violencia colombiana, hace más de cuatro largas décadas. Colombia prolongaría su historia violenta y GGM sería el cronista más aventajado de su época y de la vida convertida en un tsunami social para los millones de colombianos dispersos por el mundo y por su propia tierra sin un techo.

Años después, cuando me instalé a vivir en una de las sucursales de Macondo, comprendí que realidad y ficción eran una misma cosa, y aún no podía entender cómo un noruego, un chino o un alemán podían leer con tanta pasión Cien años de soledad. Macondo era mucho menos ficticio que la realidad que en el mapa colombiano ocupaba Aracataca, hoy un pueblito de 32 mil habitantes más abandonados que la palabra abandono, allá en el Magdalena colombiano. Me sigo preguntando algo más: ¿nunca llegará el boom económico a Aracataca? Su hijo más ilustre puso a Colombia, América Latina y su narrativa, a esas calles desoladas, en el mapa universal, describió como ninguno la tragedia de un pueblo que lucha por sobrevivir en medio de una desgarradora violencia que pareciera no tener fin. Conservadores y liberales, liberales y conservadores, dueños del tiempo y de la verdad, el eterno turno de la tragedia.

Su muerte en México, donde residía exiliado desde 1961 —con “ires y venires” por el mundo—, convocó a la gente humilde a la casa del niño que fue y eclipsó el sol en Macondo, y los hijos de Aracataca comenzaron a encender velas blancas y a contemplar la vida llena de los recuerdos de la Casa fundacional, como si todos los personajes de Cien años de soledad acudieran a una última cita con la vida y la muerte (México, lo he dicho varias veces, es un fuerte imán para escritores y músicos extranjeros. Los más relevantes escritores colombianos establecieron su residencia en el DF. Álvaro Mutis fue el primero en encabezar la lista de los famosos muertos en los últimos siete meses. La lista la integran el argentino Juan Gelman y el mexicano José Emilio Pacheco).

Aracataca, nacida en las llamadas tierras de la Santísima Trinidad, gobernadas hace siglos por el rey de España, es empujada por el ocio, el aburrimiento, el olvido de todos los gobiernos colombianos de los últimos dos siglos. Aracataca ya ha vivido 200 años de soledad y resistido a esa indolencia burocrática y a una impudicia epopéyica, al uso y abuso del verbo hacer sin hacer nada. Es un pueblo tan latinoamericano como un aula de enseñanza para nuestros gobiernos mediocres y rateros. La estirpe de alcaldes que se turnaban con proyectos faraónicos, demenciales, inútiles, pareciera no tener límites ni fin, los pueblos han sido arrastrados por el laberinto de la postergación y la desidia. Ahí nació quien se calificaría como un inofensivo francotirador, y recorrería incansablemente América Latina y Europa para conspirar en favor de las causas progresistas de esta parte del mundo. Llegó a decir que no escribiría más hasta que cayera Pinochet, La Habana fue su segunda casa, visitó constantemente Panamá en vida de Omar Torrijos por el tema del canal y la guerra en Centroamérica y siempre puso sus buenos oficios por la paz de Colombia. Su vida está llena de anécdotas, en estos días circulan profusamente de Aracataca a Moscú, seguramente el mito y la leyenda las multiplicará como reguero de pólvora. Algunas suelen ser particularmente divertidas y significativas, como la que se relaciona con la firma del Tratado del Canal de Panamá en 1977. García Márquez y el inglés Graham Greene eran invitados de honor de Torrijos el día de la firma de los tratados en Washington, pero no tenían visa para entrar a Estados Unidos. Su ingreso estaba prohibido. Las autoridades panameñas resolvieron el tema otorgándole pasaportes panameños; los nacionalizaron de un solo plumazo.

GGM venía a Panamá desde sus días de indocumentado en México. Tomaba un vapor y cruzaba el canal para cumplir con los requisitos de las severas leyes mexicanas y de inmediato retornaba a la legalidad azteca. En uno de sus últimos viajes se quedó en el hotel Bristol, en el área bancaria de Panamá, y salió a caminar por las calles aledañas. De pronto ingresó a la librería El Hombre de la Mancha, que publicitaba su obra con una réplica de un maniquí de cartón del tamaño del autor. Me contó un ex vendedor de la librería que nadie le reconoció. Supongo que cumplió con uno de sus sueños, pasar desapercibido cuando la fama no le dejaba respirar.

El Gabo fue un “intelectual” de los que ya no existen, comprometido con las causas vitales de su tiempo. Usó su prestigio para que América Latina se mirara y reencontrara a sí misma. Fue un cronista y personaje de su tiempo. Un periodista de agallas, reportero nato, que defendió con lucidez e imaginación como pocos una profesión sobresaturada por la tecnología, pasada de moda por la camaleónica realidad, invadida por la mentira y desprestigiada por puro gusto. Lo hizo de la única manera posible, con creatividad, talento, imaginación y honestidad. Y recordó que la ética es como el zumbido al moscardón.

El idioma de la imaginación no tenía límites, GGMárquez se había instalado en el corazón aventurero del hombre, ese que nunca termina de soñar y vive en todos los pueblos del planeta.

Cuando viví en Colombia comprendí que la literatura de GGMárquez era mucho más realista allí que en cualquier otra parte del mundo. Lo fantástico resultaba ser lo cotidiano y lo asombroso la realidad. Se acercó tanto a Colombia que vivió para contarla, porque su biografía era también la historia de su país. Una narrativa llena de historias fantásticamente reales, experiencias, el espejo de su propia patria, como un río que aún no puede llegar a la orilla. Pienso, sin embargo, que su amor y devoción por la poesía fue algo providencial para el éxito de su narrativa. Él lo expresó a lo largo de su vida de una y mil maneras, su reconocimiento absoluto a una musa tenaz y esquiva, pero absolutamente imprescindible. Se inició escribiendo versos, como tantos otros narradores famosos, el Siglo de Oro español era una de sus mayores debilidades y la otra, Pablo Neruda, con quien conversó en diversas ocasiones sobre el misterio de la poesía. La aspiración que tenía el autor de Cien años de soledad sobre su propia obra era a que el libro tuviera un valor poético más que narrativo. Mario Vargas Llosa, uno de los críticos más perspicaces y lúcidos de su novela total, como la califica, dice que el colombiano, devoto de la palabra, se convierte en esclavo de ella y la sigue a donde se empeñe en conducirlo. Ha logrado GGM, dice Vargas Llosa, el milagro del arte, un poema, una sinfonía en el poblado espacio inmenso de la soledad de Macondo hecho libro.

En mi opinión, Cien años de soledad es el esfuerzo poético, la construcción de una novela bíblica, en el sentido real, cotidiano de la palabra.

La política y los círculos de poder fueron una de sus grandes pasiones. El mundo noticioso no se perdía pisada de los pasos del Gabo por los vericuetos de la política. Su amistad con Fidel Castro superó todos los récords de fidelidad a La Habana. Era un Caribe por los cuatro costados, nadie podría imaginarlo de otra manera. Un pequeño napoleoncito, decía su abuelo Nicolás.

Cuando ya sus cenizas reposen en México y Colombia, o en México (sería un gran homenaje a la paz si regresaran a Aracataca cuando se haya firmado la paz en Colombia), volverán las oscuras golondrinas a cuestionar el personaje político. Esa es la historia de un escenario anunciado.

Me sorprende que un personaje de tal trascendencia e impacto mundial, como lo fue y es GGM, no haya dejado un testamento donde pusiera orden y destino a algunas cosas esenciales, dónde quería pasar su eternidad, por ejemplo. Seguramente la heredera es Mercedes, la Mamá Grande, la del cabello de golondrina incierta. Nada se ha dicho, el hermetismo ha sido total. Nadie esperaba ni quería esta muerte anunciada. ¿Habrá dejado su última suerte en manos de su mujer?, a quien poco se nombra y fue la gran organizadora de la vida de GGM, según cuentan sus hermanas. Después de todo, se crio en medio de mujeres, siempre les rindió culto, y sus novelas tienen también la visión femenina de un mundo machista. Fueron tan importantes que nunca las contradecía ni discutía, aplicaba el viejo adagio de que sólo era posible amarlas.

Hoy el mundo de la cultura, el pueblo de Colombia y de América Latina, sus lectores, despiden al periodista, escritor y cineasta, al intelectual que abogó incansablemente por las causas justas, al forjador de periodistas, cineastas, al maestro, al premio Nobel.

Su partida física es un largo adiós, así lo reconoce el planeta a este verdadero faraón popular de la palabra. Su entrañable amigo de toda una vida, Álvaro Mutis, leía sus originales antes de editar. Afirmó en una oportunidad que “le cuesta mucho decir algo sensato de su obra”. No es poco decir.

Lo que sí pareciera estar claro es que ni García Márquez sabía que iba a morir el mismo día que sor Juana Inés de la Cruz, hace 319 años, también en el DF.

 

Del epilogar sin fin

El mundo, las primeras páginas de los diarios, Internet, los medios audiovisuales, no han dejado de comentar y escribir, pasar imágenes sobre la vida y la muerte de GGM, desde la víspera del Viernes Santo. Y estamos a 48 horas de su despedida oficial en México, en el emblemático Palacio de Bellas Artes, donde se realizará una ceremonia laica. El homenaje se extenderá por todo México. Colombia está de duelo y durante tres días la bandera estará a media asta. En su pueblo natal, Aracataca, la bandera también estará a media asta por cinco días y todos sus habitantes se han declarado en un duelo colectivo sin precedentes. El próximo miércoles, los colombianos leerán masivamente uno de los libros más populares del Gabo: El coronel no tiene quien le escriba. Gabriel García Márquez se despide en medio del dolor de sus seres queridos y de quienes lo han querido y admirado. Lo hace en medio de un terremoto en México, de un gran estremecimiento de la tierra en distintos puntos del orbe, desde Chile a la Isla Papúa, ubicada entre Asia y Oceanía. Nunca pensó, seguramente, que en Colombia lo despedirían con el Réquiem de Mozart.

El mundo no es un vallenato, sino una coctelera, Gabo, tal y como lo dejaste.