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La hija

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En el asiento de al lado se sentó una mujer. Me preguntó si estaba ocupado y después se dejó caer pesadamente. Casi se tiró. Me había hecho a la idea de viajar sola y tener alguien sentado al lado me molestó. Tenía la sensación de que su presencia interferiría en mis pensamientos. La mujer me sonrió y me dijo que nos esperaba un viaje largo. Me di cuenta de que buscaba entablar una conversación y le dije que no era tan largo, que siempre pasa más rápido de lo que uno piensa. Buscaba disuadirla pero eso produjo el efecto contrario. Me contó que tenía dos hijos. Un hijo y una hija.

Su hija tenía mucho carácter, mucha personalidad. Por su tono de voz parecía tener la parte mala de la personalidad, el mal humor pero no la sonrisa, el empacamiento pero no el reconocimiento. Dijo que era muy testaruda, que buscaba obtener siempre lo que quería. Su hijo, en cambio, era una dulzura. No traía tantos problemas.

Hacía unos días la hija le había dicho que había perdido la remera del colegio. Pero ella sabía que no era verdad. Movió la cabeza para los lados y se quedó moviéndola un rato. Después, bajando la voz, me dijo: yo sé que lo hizo a propósito, la perdió a propósito. No me imaginaba cómo alguien podía perder algo a propósito. El problema era que la remera era bastante suelta. Pero no era suelta, me aclaró, era su talle, lo que pasaba es que su hija quería usarla muy ajustada al cuerpo. Y mi hija tiene..., dijo, y puso las manos delante de sus pechos. No pude evitar mirarla a ella y a sus pechos enormes. La hija tenía a quién salir. En seguida me contó que todas las compañeritas de la escuela iban igual, mostrando el cuerpo, con ropas dos talles más chica. Por lo visto era una cuestión generacional. La nena estaba desesperada por que la madre le comprara la remera para ir a la escuela, pero ella se resistía a comprarle el talle que la hija le pedía. En un momento sacó de su cartera un papelito y me lo dio. Lo leí:

Mamá acordate de la remera, la necesito URGENTE!
Talle 12 (doce), color azul marino.
Te amo

Cuando terminé de leer me dijo: para esas cosas me ama. Y sonrió. Me quedé pensando en el cuidado con el que la chica había puesto el número del talle, como si su madre fuera tarada. Le devolví el papel. Se veía que su hija cuando quería algo luchaba hasta conseguirlo.

El problema es que es muy parecida a mí. Yo soy igual. En cambio, Líam no se parece en nada a mí, por suerte tampoco se parece a su padre. Largó una carcajada suave. Me pareció que algo de razón tenía. A veces el parecido era un problema en las relaciones. Algo así me había pasado una vez. Tenía una amiga que era muy parecida a mí. El problema es que nos enojaban las mismas cosas, nos empacábamos de la misma manera. Y por momentos parecía no haber salida a los embrollos estúpidos en los que caíamos. Éramos como un eco de la otra. Cuando discutíamos parecíamos esos muñequitos que caminan y que cuando se topan con un obstáculo se echan para atrás y vuelven a ir hacia adelante para chocar otra vez, y otra. Terminamos cansándonos una de la otra. Lo espantoso era cómo me hacía verme a mí misma, con todas mis imposibilidades, que eran también las de ella.

Este último tiempo está terrible conmigo, continuó, me está dando un trabajo enorme. El otro día dijo que se iba a ir de la casa y que no nos iba a decir adónde, que solamente recibiría comida. Líam, que le tiene mucha paciencia, le dijo tranquilamente que iba a tener que decirnos dónde estaba si quería que le mandásemos comida. Por suerte Líam no la toma en serio. Pero ella es el doble de grande que él y es muy fuerte. Cuando se pelean ella lo destroza. Además pelea con una furia que él no tiene. Líam es muy pequeño al lado de ella, a pesar de que es dos años mayor. Todo el mundo piensa que es el hermano menor y eso es terrible para él. Le da mucha vergüenza. En cambio, para su hija era un triunfo. La veía disfrutar cuando alguien caía en esa confusión; sonreía, se burlaba de él. A veces pienso que ella aprovecha su superioridad física para atormentarlo y para obtener cosas de él. Después de decir eso se quedó en silencio. Su silencio no era ameno. Era más que una simple pausa en el hilo de la conversación, más que una interrupción para recordar o pensar algo. Estaba en silencio como ante un árbol que sale volando. Como alguien que vio más de lo recomendable. Quise decir algo para sacarle gravedad al asunto, pero no se me ocurrió nada. La actitud de su hija le parecía especialmente dolorosa. Parecía que veía ahí algo irreversible en relación con lo que era y lo que sería en la vida.

Ella no se había permitido tanto con su madre, no le llevaba tanto la contra, ni le hacía escenas horribles. Su hija le gritaba como una loca, con una furia insaciable. No entendía por qué, si su hija se parecía tanto a ella, no se comportaba como ella se había comportado con su madre. En ese punto le molestaba que el reflejo distorsionara su imagen.

Lo que más la asombraba de su hija era la transformación que se producía en ella, en su cara, cuando se enojaba. Se ponía toda colorada, la cara se le hinchaba o parecía hinchársele. Esa furia monstruosa, pensaba, estaba en ella en todo momento, contenida. En su cuerpo relajado, en su sonrisa, siempre estaba esa transformación como una posibilidad. Y ella no podía dejar de verla. Su hija no era mala en el fondo, me dijo con voz triste, era una buena chica pero tenía un carácter terrible. No sé de dónde le viene tanta furia, dijo con una sonrisa tensa. Líam no era así en ningún momento, incluso cuando se enojaba lo hacía dulcemente. En él nada de esa furia era posible.

Giré mi cabeza hacia la ventanilla. Me puse a mirar el paisaje. Por un rato la mujer se calló. El paisaje era monótono pero tenía algo suave. Se extendía francamente en todas direcciones mostrando el horizonte. Eso contrastaba con lo enrevesado de los árboles. Las ramas crecían tortuosas, como si ese suelo tan llano y simple contuviera algo terrible.

La mujer volvió a hablarme. Tenía que hacer un viaje al extranjero por unos días y la hija iba a quedarse con una amiga. Estaba segura de que se portaría bien, de que no le haría las escenas que le hacía a ella. Me dio curiosidad saber dónde quedaría su hijo, pero preferí no preguntar.

Estábamos por llegar. Me di cuenta de que estaba impaciente. Tenía muchas cosas que hacer y quería ponerme a hacerlas. De pronto, quería sumergirme de lleno en las obligaciones, en los trámites.

Líam no iba a ir con su amiga, se iba a quedar solo en la casa. Ya tenía 15 años y era suficientemente responsable. Además una vecina iba a estar atenta esos días que ella no estuviera. Se encargaría de despertarlo. Él no podía despertarse a la mañana. Dormía con absoluta entrega. Quizás eso también le parecía un rasgo adorable de su hijo.

Él le había preguntado por qué lo dejaba quedarse en la casa y a su hermana no. Ella le dijo que sabía que su hermana no iba a hacerle caso, que se pelearían y que sería ingobernable. También le dijo que confiaba en él. Líam estaba muy orgulloso por eso. En un momento le dijo: gracias, mamá, por confiar en mí.

La noche anterior no había dormido bien. Durante la cena la hija había estado fatal. Lo que había desencadenado su furia era que no podría ir a una fiesta. La fiesta era el viernes y ella iba a viajar el jueves a la noche. El viernes ya no estaría acá y no quería que su amiga se ocupara de eso. La hija estaba desesperada. Había estado tratando de convencerla toda la semana de que la dejara ir, pero ella había permanecido firme. No podía ir a esa fiesta. Esa noche se lo dijo bien clarito. La hija había empezado a gritar, a decir que se iría de la casa, que no quería verla nunca más. Estaba toda colorada y al hablar escupía saliva. Tenía los ojos inyectados en sangre. Se había levantado con furia de su asiento y le dijo que no quería vivir con ella, que se iba a vivir con su papá, que no quería ser su hija, que su papá sí la quería. Le dijo a los gritos que la odiaba, que la odiaba con toda su alma. La mujer se quedó en silencio otra vez. Después me dijo: yo sentí mucha rabia y sentí muchas ganas de poder decirle lo mismo, que yo también la odiaba.

Las casas empezaban a aparecer. La ciudad comenzaba. Me levanté de mi asiento abruptamente y le dije que tenía que bajarme. Se levantó para dejarme pasar. Nos saludamos amablemente y le deseé suerte. Ella me respondió con una sonrisa ausente.

(Este cuento fue seleccionado en el concurso Cuento Digital Itaú 2012 y publicado en la antología correspondiente).