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Letralia, Tierra de Letras - Edición Nº 35, del 3 de noviembre de 1997

Las letras de la Tierra de Letras


Tres cuentos

María Luisa Cano

Paso en falso

La cocina estaba encendida y a Irina esto le causaba una gran angustia. Esto nunca constó en el expediente. El líquido de la olla se desbordaría, generando sus desagradables olores al caer sobre la hornilla caliente. El teléfono repicaba incansable, con ese timbre ritmado, inagotable, que se repite como un eco en las casas vacías.

Huracán asomó ansiosamente su hocico por la ventana también vacía, y mientras lo observaba, pasaban por su mente imágenes indecibles, inexplicables, aparentemente deshilvanadas, que nunca constaron en el expediente. Su hija Matilde, que había salido por el fin de semana con la tía Aurora, dejando su tarea sin terminar; su madre, a quien no veía desde hacía dos meses y había acordado en llamar a París mañana para explicarle las consecuencias de la hipoteca; el proyecto de la refinería del señor Mikel, que reposaba sobre su mesa de dibujo, esperando pacientemente su mano para ser terminado; la deuda atrasada del alquiler junto con otros papeles acumulados y esperando ser ordenados, sobre la bandeja de las cosas pendientes; el viaje familiar en tren el octubre pasado rememorando el que treinta años atrás hizo con sus padres en ferrocarril por los mismos parajes ahora muy cambiados; las noticias de las seis en el canal 10, próximas a anunciar el resultado de los comicios electorales; la desgarradora pelea mantenida con su hermano Pedro hacía pocos momentos, la cual jamás quedó registrada en el expediente; el mantel aún sin planchar, la vajilla fina y los candelabros, esperando ser delicadamente dispuestos para el dieciochoavo rito anual; el rostro de Ricardo, escaneado en mil perfiles amados durante esos 18 años, su carnosa boca tantas veces besada, mordida, escuchada; y el estofado de liebre que insolentemente derramaba sus aromas, perdidos ya en humo rancio, atravesando las paredes del edificio.

Próxima al final, pudo rehacer la secuencia agorera de sus últimos pasos: abrumada y aturdida por las palabras de Pedro aún resonando a través de la puerta iracundamente batida, se dirigió a atender el teléfono. Estaba esperando esa llamada siempre fiel, siempre puntual de las seis. Había ansiado comunicarle a Ricardo su encanto por las amapolas recibidas esa tarde, y ahora aun más deseaba compartir con él la desazón que Pedro había disparado en su alma. No vio el cable. Su corazón nublado sólo miraba al frente, ciego de ansiedad, a través del ventanal abierto. Sólo quería llegar cuanto antes al auricular y al consuelo. Pero el cable... ese cable... De pronto, y sin que esto quedara registrado en el expediente, sintió una urgencia única de decirles a todos cuánto los quería, que se cuidaran, que no valía la pena perderse en las cosas nimias, en los deseos vacuos... y no le dio tiempo de más, de más conjeturas, de más recuerdos, temores y deudas pendientes. Las imágenes se apagaron instantáneamente cuando su cabeza dio al fin con el pavimento inevitable, sobre los vidrios esparcidos del ventanal roto.

Nueve pisos más arriba, el perro dejó de ladrar para dar paso a un largo aullido de pérdida y ausencia. Con este hecho se dio apertura al expediente que luego pasaría a formar parte del archivo policial.


Confusión de cuerpos y culpas

El día que Maruja recibió la noticia era domingo. Había ido a misa temprano y luego a casa de su hermano, donde solía reunirse la familia desde que muriera su padre hacía un año. Aún le guardaban luto, por lo que no había mucho bonche en estos almuerzos dominicales. Y luto llevaba ella en el corazón, no solo por su padre, cosas de la vida, irremediables secuencias de la vida, sino por la gran injusticia que había sufrido durante los últimos tiempos. Estaba un poco gorda, sí, no tan agraciada como cuando se casó veinte años atrás, claro, y hacía lo posible por cuidarse las arrugas inevitables, bastante gastaba en esto, ¿no? Ok, que a él le aburría tanta mojigatería de su familia, ¿qué le iba a hacer?; que a él le disgustaba la falsedad (así le llamaba él) de los compromisos sociales, que a él ella no lo excitaba, seguro que el problema era de él, que ya bien entradito en años estaba. Tanta recriminación, tanto disgusto e incomodidad marital, que se fuera al diablo. Pero que ni pensara en un divorcio. ¡Ni por asomo! Ya lo decía bien clarito la Iglesia. Nada de divorcios y todas las consecuencias que se derivan de ello: repartición de bienes, aclaratorias, explicaciones, los hijos, la familia, los amigos... Que se fuera de paseo a ver si de una vez se moría, para no tener que arreglar tantas inconveniencias. Eso era lo que merecía: morirse. Estúpido él que no sabía apreciar la devoción que como esposa le impartió por tanto tiempo. Siempre pulcra, bien arreglada, perfumada y acicalada, perfecta anfitriona y la casa: una tacita de plata, un hijo en Harvard, la otra a punto de casarse con Pedro Luis Domínguez Estaba y su porvenir arreglado, eso era todo producto de su fervor familiar. Eso era dedicación. Y a estas alturas el muy maldito le salía con que no se le paraba. Y la culpa era de ella, decía él. Que se fuera al infierno, malagradecido. Ojalá te pudras allá en Miami. Ojalá te mueras.

Y así pensando, llegó a casa de su hermano después de misa.

"Maruja, te llaman por teléfono, corre, es de Miami".

"Buenas tardes, señora. ¿Es usted la mujer de José Alberto Martínez Perera?".

Un sí tambaleante y un corazón volteado.

"Cumplo con el penoso deber de comunicarle que su marido está muerto...", y el hombre de la comisaría iba a continuar pero el teléfono se cayó de las manos sudorosas, y luego se cayó ella.

¡Dios la había escuchado! Santo Cristo, ella no lo decía en serio, en realidad no quería que se muriera, ¡ay! Virgen Santa, qué terrible, ya decía bien claro la Iglesia que no se le debía desear mal a nadie, que debíamos cuidarnos de los pensamientos impuros, que la muerte sólo la otorga Dios, así como se la mandó santamente a su padre, que en paz descanse, y ahora a José le había deseado el infierno, y no tendría paz, y ahora ella debería rezar y ponerle velas y ofrecerle misas, para que su alma obtuviera el descanso, y era su culpa, su culpa, su culpa...

A las tres de la tarde y la agitación, llegó el fax. La madre, los hijos, hermanos, nietos y hasta el perro, se sentaron dignamente en la salita, conteniendo la respiración para poder enterarse de los pormenores del caso, leído en voz alta por Manuel, el mayordomo, quien era el que mejor conservaba la calma.

"...Y fue encontrado a las tres de la madrugada hora local, tirado en la calle Washington Nº 3.300 al lado de un basurero. Fue identificado sin dificultad ya que todos sus documentos personales estaban intactos. No portaba joyas ni dinero, lo que hace suponer que fue víctima de un robo. Pero según las características del crimen, no se cree que la violencia se debiera a un simple robo. ste pudo suceder después de quedar el cadáver abandonado en la acera. Por la precisión de los tiros, su localización en el cráneo, los ojos, el corazón y las entrañas, y por el tipo de balas, se supone que el motivo fue la venganza. Se han registrado varios casos como este en las últimas semanas y se presume que un grupo de narcotraficantes está poniendo orden en su organización, descartando a algunos traidores.

Una vez completada la fase de investigación pertinente, podrá ser retirado el cadáver, para su sepultura, de la morgue del distrito...".

Y el alivio cayó como agua bendita a chorros. Los músculos de Maruja se relajaron felizmente y sus culpas se diluyeron por obra y gracia del Espíritu Santo. Ahora sí podría dormir tranquila, organizar el traslado del cuerpo y el subsiguiente sepelio, con todos los dignos detalles. Se había muerto el hombre, pero por lo visto se lo merecía, mira que estar mezclado con esa bazofia, y la droga, Dios mío. Sí, Dios era al fin y al cabo dueño y señor y enviaba su justo castigo cuando era necesario. Juez máximo, a quien ella relegaba ahora toda la responsabilidad del pecado de esta muerte, o a los señores narcotraficantes, que sabrán ellos qué hacer con sus conciencias. Al menos ella estaba limpia, no como el cretino de su esposo, mira que estar casada con semejante monstruo, metido en esas suciedades, ya decía ella, con razón algo la apartaba de él, con razón no lo deseaba, y es que era un cochino, impuro, pecador. Y un justo suspiro de alivio remató sus pensamientos antes de caer dormida.

Al día siguiente varios familiares salieron en comitiva a recoger el cuerpo. Todo estuvo preparado: la avioneta, los papeles, el sacerdote, en fin, toda minucia fue bien organizada por la viuda, quien se quedó en la ciudad para arreglar el sepelio, los trámites del cementerio, la lápida, la esquela del periódico, todo correctamente. Y con la urna llegó la siguiente nota:

"Pedimos encarecidas disculpas a tan distinguida familia por haber sembrado la duda con respecto a la impecabilidad del historial del finado Sr. José Alberto Martínez Perera, extendiendo nuestro sentido pésame. Una vez avanzada la investigación pudimos deducir...".

¡No podía ser! ¡Los mafiosos se habían equivocado! Su marido no era al que buscaban. ¡Se habían equivocado de blanco! Había una equivocación. Dios se había equivocado, ella no podía tener la culpa de esta muerte, no podía, no podía, no podía...


Eros prohibido

Eugenia se sentó y sacó de la gaveta otra hoja. El montón estaba disminuyendo rápidamente. Pronto tendría que elaborar más papel. A la próxima mezcla le añadiría un poco de agua de rosas y algunas gotas de ámbar. Siempre la estimulaba este aroma. Tomó la pluma y subiéndose la larga falda hasta los muslos, se dispuso a escribir con el corazón y las entrañas.

"Querido Antonio:

La última vez te conté algunos problemas que me atormentaban. No quisiera que me tuvieras así en tu mente. Por eso te voy a limpiar los malos recuerdos, contándote esas cosas lindas que tanto te entusiasman. Hace mucho calor. El cuerpo no se rebela, se entrega a esta humedad sublime que sale de adentro. He llenado la bañera con agua fresca y algunos perfumes. Corté rosas del jardín y las he deshojado. Los pétalos flotan invitándome. ¿Te acuerdas?

La tarde es serena. Los pájaros han callado para dejar que el sopor lo abarque todo. Por la ventana entran los rayos últimos del sol, y se atreven a resbalar por mis piernas. Acaricia la luz y nutre el sudor. Baja el sol y ellos van subiendo hasta el pudor. Resbalan queriendo, amando. El calor allí es insoportable. ¿Recuerdas?

Tú corazón latía. El mío, desaforado, no se quedaba atrás. ¡Tantos éxtasis! Ahora sólo está la luz. Pero es bienhechora, es caliente y me entrego a su ardor".

Sonaron las campanadas de las seis. Era la hora de la entrega.

Había que entregar el día al Señor, dejar que la luz y el calor se fueran, permitiendo que la roca del convento recogiera el fresco nocturno.

Sor Eugenia dobló el papel con delicadeza y resignación, para guardarlo entre los otros muchos que ella misma había elaborado, escrito y aromatizado durante diez años de clausura. El viejo baúl de roble guardaba con dignidad estos secretos prohibidos, estos testigos del amor y del polvo acumulado.

Salió lentamente del claustro para unirse a sus compañeras en los últimos rezos de este día caliente.