Letras de la Tierra de Letras - La poesía y la narrativa de Hispanoamérica
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Edición Nº 50
6 de julio
de 1998

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El rey de los ratones

Raúl Hernández Garrido

"...Cuando se presentó el desgraciado con su lamentable
aspecto, la princesa se cubrió el rostro con las manos,
exclamando: 'Fuera, fuera, asqueroso cascanueces'".

E. T. A. Hoffman.

A la luz roja Cascanueces reveló las últimas fotografías. Bien valdrían su precio, billete a billete. Primero apareció la figura de la chica. Luego, enroscándose a él, el cuerpo del hombre. La imagen dudó, se resistió. Por un momento, temió que el rostro del hombre no se fijara, que todo el trabajo hubiera sido en balde. Sus temores se desvanecieron según la imagen iba definiéndose. La impresión era perfecta.

El fajo de billetes abultaba en su pantalón. No podía apartar de su imaginación a la chica. Debía verla para pagarle por el trabajo, aprovecharía para invitarla a cenar. No era su primer trabajo juntos. Sin embargo, jamás habían cruzado más de dos palabras seguidas, fuera de las necesarias para concertar cada operación. Pensó en su pelo, moreno y corto, encrespado tanto en la cabeza como en su pubis. En sus pechos, pequeños y firmes, de pezones oscuros. Pero lo que más se le clavaba eran sus ojos, ojos tristes, que miraban a través de los cuerpos como si sólo encontraran aire. La vio moverse mientras cumplía su papel, controlando cada uno de sus músculos, cada centímetro de su piel con una meticulosa y exasperante frialdad. Tal vez lo que le sobrecogía de la chica fuera eso que le excluía y retornaba a ella. Entonces sentía algo, no era amor, quizá tampoco deseo; algo que se revolvía en su interior mientras la fotografiaba.

Distraído, no la vio llegar y sentarse frente a él. Le pasó el dinero y tímidamente le hizo su proposición. Ella la rechazó, con pocas, cortantes palabras, que no daban pie a discusión. Tras sus gafas negras contó el dinero y, como había llegado, desapareció, esfumándose entre la gente. Cascanueces tenía la boca amarga.

Durante dos semanas la intranquilidad no le dejó dormir. Su cuerpo pesado le ahogaba, cubriéndole de sudor e insomnio. Se levantaba de la cama y recorría desnudo, con paso torpe, el apartamento, demorándose en la puerta del laboratorio. Hasta que se le presentó un nuevo caso y respiró aliviado. Como era habitual, le dejó un escueto mensaje en el apartado de correos de siempre. Era todo lo necesario para que ella respondiera.

No quiso mirar el teléfono. Sonaría de un momento a otro. No quiso mirar el teléfono, tras el teléfono. Pero lo sentía como un bichejo, acechando a su espalda. Llenó otra vez el vaso de whisky para dejar pasar el tiempo. Resonaba en su garganta reseca. Un buen chorro, desatascándola, llegando a su estómago como una brasa. El aparato seguía allí detrás. Tembló. El licor chorreó por los pantalones, dejándole los zapatos perdidos. El vaso se hizo añicos, se quebró, explotó contra el suelo que frenó su caída. Intentó atraparlo pero sólo cogió aire, escapándose entre sus dedos. El teléfono sonaba. Lo dejó así, cuatro, cinco timbrazos, hasta quedar de nuevo en silencio. Acarició el auricular. El vello de su mano se erizó. La retiró avergonzado. Era una auténtica garra. Mano de gorila. El teléfono volvió a sonar. No dejó transcurrir ni un timbrazo esta vez.

La maquinaria se desplegó de nuevo, precisa, infalible. Una trama de seducción fatal para el chantajeado, demoledora para el chantajista. Dentro de su escondrijo Cascanueces esperaba. En la habitación el espejo frente a la cama ocultaba el cuartucho falso, y allí el objetivo aguardaba. El ahogo del encierro se impuso a Cascanueces como nunca antes. Las paredes se le echaban encima, los minutos se hacían más lentos, se detenían, retrocedían, golpeando su cara sudorosa. El cuerpo y su respiración agitada espesaban el escaso aire del cubil. Necesitaba salir.

La puerta se abrió. A través del espejo vio entrar a la pareja. Ella midiendo con pasos justos el espacio conocido. El hombre a trompicones, corriendo a ocultarse en la oscuridad. Precipitadamente cerró la puerta y examinó cada rincón del cuarto. Tal vez la facilidad de la conquista le hacía sospechar. Repasó la superficie de las paredes, arañándolas. Se detuvo en medio de la habitación y miró a su alrededor. Esperó un momento, y luego se dirigió directo hacia el espejo. Cascanueces retrocedió. La mano del hombre apuntaba en su dirección, casi atravesando el cristal. La chica reaccionó, sin perder un segundo más. Se le echó encima hasta que el hombre hundió la cabeza en su cuerpo, y ahí se perdió. La aplastó con su corpulencia y se agitó entre espasmos. El juego de los cuerpos puso frenético al encerrado. La máquina no cesaba de disparar.

Bañado en la luz roja, Cascanueces dejó resbalar el carrete entre sus dedos. Las cubetas estaban preparadas. Su líquido reflejaba la luz de la bombilla. El rollo de película se le escapaba, incontrolable, haciéndole más difícil su trabajo. Desplegado de nuevo, cayó sobre la emulsión una gota de sudor. Se pasó el dorso de la mano por la frente. Garra de gorila. La gota se deslizó por la concavidad del rollo formando un surco reblandecido. Se apoyó en la mesa y su mano buscó a tientas el interruptor de la luz. Encerrados en el negativo, aquel hombre y la mujer se repetían en un tiempo muerto. Dos relámpagos rompieron la oscuridad. Ahora, bajo la luz clara del neón, pudo respirar. En el suelo el carrete se enroscaba, inútil. Sin mirarlo lo cogió y lo ocultó en cualquier parte.

No entregó el trabajo, pero sí quedó con ella de nuevo. La pagó como si nada diferente de lo habitual hubiera ocurrido, poniendo el dinero de su bolsillo. Cuando llegó a la cita la chica ya estaba allí. Sentada a contraluz, pasaba las hojas de una revista. Se sentó a su lado. Ella no le saludó. Dejó el sobre en la mesa y lo empujó bajo la revista. La chica siguió hojeándola, y sin que casi ni él lo advirtiera, lo guardó en su bolso. Cerró la revista y se levantó. Entonces Cascanueces la tocó. La agarró del brazo, deteniéndola. Y se oyó proponiéndole un nuevo trabajo.

Esta vez no habría datos previos. La mentira debía ser tan medida como fulgurante, completamente limpia. Un lugar habitual de copas y luego dejar que las cosas fueran surgiendo. Llegó al sitio una hora antes y comenzó a emborracharse por no soportar la incertidumbre en la que se había enredado. A través del alcohol se sucedían rostros y cuerpos de hombres. Unos quedaron atrás por demasiado jóvenes, otros eran demasiado viejos. La envidia le hacía eliminar a algunos, a otros la repulsión, pero era imposible encontrar su propio rostro en el de los otros. Cuando llegó ella aún no sabía cómo iba a acabar aquello. Le esperaba oculta tras la cortina del vestíbulo. Tendría que confesárselo todo, romper el espejo para siempre, aunque la perdiera. Plantada ante él, le clavó la mirada. Él retiró sus ojos, irritados por el humo. La chica no hablaba, no se dirigía a él, pero le estaba pidiendo un hombre. Un hombre cualquiera al que abordar. Él sintió el impulso de quedarse frente a ella, hacerle cara. Responder a su mirada y que ella comprendiera. Pero no pudo soportar el gesto gélido con que entreabría su boca, y señaló al azar. La muchacha se dirigió al desconocido y le sonrió. Su falda se entreabrió ante la sorpresa complacida del afortunado. El juego comenzaba. Cascanueces hundió las manos en los bolsillos.

Las luces de neón atravesaron su cerebro. La costumbre le guió a la habitación de siempre. Al abrir la puerta el espejo desde la oscuridad le devolvía su reflejo. Se dejó caer sobre la cama y dejó la mente en blanco. En el techo una telaraña rota ensuciaba una de las esquinas. Desde ahí, siguió un rastro de manchas de humedad que crecía hasta desembocar en un círculo amarillento sobre el lecho. No había llevado las sábanas a la lavandería. Cerró los ojos, apretando, hasta que le dolieron los párpados. Se quedaría así para que la luz del amanecer le diera en la cara.

El espejo esperaba.

En sueños escuchó un arañazo de metal contra metal, que no llegó a identificar. Cesó, interrumpido por risas al otro lado de la puerta. La cerradura volvió a rechinar y apenas tuvo tiempo de alisar la colcha. Dentro de la madriguera, su mayor preocupación fue sofocar el jadeo que le ahogaba. Entre sus piernas tenía la cámara. Pronto supo qué hacer.

Iluminado por la luz roja el carrete le abrasaba. Se lo pasaba de una mano a otra, le quemaba. Sacó contactos de todas las tomas en que ella se ofrecía a la cámara, gozándose en mirada ahuecada.

El iris se dilató y la luz llegó al fondo de la retina.

Tiró copia tras copia de aquellas imágenes que eran sólo para él. Amplió y reencuadró. No dejó escapar un detalle, sin importarle los límites de la definición, la persistencia del grano sobre la línea.

Pobló las paredes con su piel. Cubrió el techo con sus ojos detenidos. Depositó en el papel su deseo.

Eludía los relojes, hasta que agotados fueron parándose, cada uno en una hora diferente. Las persianas siempre bajadas, perdió el sentido del día y la noche, y ya sólo distinguía entre el adentro y el afuera. Por eso, temía los espejos, donde sospechaba que esa última diferencia se borraba. En su pesadilla, las puertas eran espejos insaciables.

Dejaba transcurrir los días como si fueran horas. Hasta que no podía más y, bien entrada la noche, huía por la ciudad fantasma, ignorando los semáforos, dirigiendo su coche contra las calles. Buscaba tranquilidad contemplando los escaparates iluminados, donde los maniquíes afectaban poses humanas largo tiempo perdidas. Pero siempre volvía. Entonces corría a refugiarse en el baño, que conservaba sus paredes desnudas, o a oscuras buscaba el dormitorio y hundía la cabeza en la almohada.

En el trabajo, sobre su despacho se acumulaba el polvo, mientras que un acre olor a acetona inundaba su casa. Una película de inexactitud cubría las paredes: su cuerpo comenzaba a difuminarse entre las fotografías, solapándose tras los límites cada vez más imprecisos del papel. Las imágenes se movían, se desataban, amenazaban con inundar los resquicios de su mente. Comenzó a verlas en los sitios más insospechados, allí donde sólo tendría que encontrar el sosiego de la nada, deslizándose por el suelo, bajo las puertas. Formando un fondo en el que el agua que bebía, inscribiéndose en las líneas de su mano. Escondiéndose tras el rostro de los maniquíes.

No la volvería a ver, por no perder eso que había conseguido convertir en suyo. Su gloria y su infierno. Porque ahora eso se le escapaba volviéndose en su contra. Encargó marcos de hierro negro para contener aquellas imágenes que más le asaltaban. Así creyó que podría dominarlas.

Debía salir de allí. Se giró hacia la ventana.


       

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