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El ángel con espada

Wilfredo Carrizales

Pepe Castillo, "El Ángel", hacía portentos con la espada. Su arte de torear poseía una gracia que se ponía de manifiesto en el diálogo entre su capote y el toro. Diálogo bellamente signado por las figuras y por las suertes.

"El Ángel", a sus veinticuatro años, ya era reconocido en el mundo de la tauromaquia como un extraordinario matador. Su fama llenaba las plazas y el público admiraba, en silencio, su faena casi religiosa, hasta que muerto el toro por el acero ágil y diestro, una ovación lo elevaba sobre los hombros de la multitud.

Cada toro que, con su ímpetu, su fogosidad y su bravura, sucumbía ante "El Ángel", quedaba bañado de luz púrpura y representaba para el matador un millonario contrato, amén de hermosas mujeres que se le ofrecían excitadas. "El Ángel" recordaba algunos nombres de toros de casta y algunos nombres de hembras hermosas. Siempre los rememoraba en pareja, porque mataba al toro en la tarde y a la hembra en la noche del mismo día triunfal. "Espartero-Rosa Elena", "Marebur-Juliana", "Leozal-María del Valle", "Albadil-Lucrecia"... Sus dos espadas, la de acero y la de carne, abrían los músculos en el punto exacto de la cruz y por allí penetraba el paroxismo de la pasión con su doble juego de muerte y vida.

En los cuatro años transcurridos desde su primera actuación espectacular en el ruedo, "El Ángel" no había sufrido ninguna cortada. Se burlaba de la muerte y en ocasiones entraba temerariamente en el terreno del toro. No le gustaba usar escapulario, ni mantenía velas encendidas frente a imágenes de la Virgen. Subiría al cielo con su mejor traje de luces.

El tan esperado mano a mano entre "El Ángel" y el inigualable matador colombiano "Pacho" Motes, ya se anunciaba en vistosos carteles fijados por toda la ciudad: primer domingo de mayo de aquel año de segundas elecciones regionales. Las entradas se habían agotado rápidamente. El lleno de la plaza de toros escogida sería total.

A las tres de la tarde del domingo pautado para la corrida, "El Ángel", sentado en un sofá de su lujoso apartamento, donde vivía solo, miraba despreocupado un programa taurino que transmitían por televisión. El comentador del programa taurino hizo alusión a algunos aspectos atinentes a la destreza versátil de "El Ángel". Éste movió la boca con displicencia y se levantó a servirse un buen escocés en las rocas. Sobre la mesa del comedor aguardaba, desplegado, un hermosísimo traje de luces amarillo, confeccionado poco tiempo antes. Al lado, una espada de excelente temple reflejaba la luz de la lámpara con destellos cálidos y fugaces.

"El Ángel" degustó, con refinada complacencia, el primer sorbo de whisky, y vio frente a sí al toro manchado de afilados pitones. Ya sabía cuántos pases de muleta le haría dar al bello astado, antes de dejarlo tendido bajo el sol victorioso. Y luego... los frenéticos aplausos, la ovación sin límites, el rabo y las dos orejas...

Sonó el teléfono. "El Ángel" levantó el auricular. Oyó una voz femenina que, angustiada, le revelaba algo. La cara de "El Ángel" empalideció y una insólita demudez le contrajo los músculos de la cara. Antes de colgar el teléfono, dijo: "Te espero aquí en media hora. Dejaré la puerta abierta".

De un solo trago bebió el whisky servido. Miró con resolución al traje de luces. Comenzó a vestirse con él, mientras sus nervios se iban tensando lentamente. Se acercó al espejo y creyó descubrir el misterio de la muerte en claridad. Peinó su cabello en medio de un repentino reposo. Finalmente, se amarró la coleta y se calzó las zapatillas.

Alargó la mano y agarró con firmeza la empuñadura de la espada. Colocó en el televisor un videocasete de su última corrida. Lo adelantó y lo detuvo en el momento cuando el acero penetra profundo en el morro del toro. Se sentó de nuevo en el sofá, fija la mirada en la imagen inmóvil, sangrienta, pletórica de precisión.

Colocó la espada sobre sus piernas. Ahora únicamente le quedaba aguardar y dejar acumular los minutos en la punta expectante de la espada.

El mozo de espadas de "El Ángel" vino a las cuatro para llevarlo a la Maestranza César Girón. Tocó el timbre con desgano. Ninguna respuesta adentro. Notó que la puerta estaba ligeramente entreabierta y la empujó aprensivo.

"El Ángel" permanecía sentado en el sofá. Sus dos manos aferraban entrecruzadas la empuñadura de la espada, la cual atravesaba el vientre del torero y la punta salía por el espaldar del mullido mueble. En el ambiente, flotaba un hedor a excrementos mezclado con sangre recién coagulada. La cabeza de "El Ángel" reposaba echada hacia atrás; su boca parecía esbozar una invocación reprimida y sus ojos, desmesuradamente abiertos, quedaron llenos de la frialdad acerada de la muerte.

Alrededor de los pies del torero muerto, una capa de arena se esparcía rastrillada y veinticuatro rosas rojas formaban un minúsculo burladero.

En el televisor el videocasete estaba en movimiento. "El Ángel" continuaba toreando y los "¡Ole!" y los "¡Bravo!" lo embriagaban hasta hacerlo saborear el exquisito triunfo sobre la irracionalidad de la bestia.


       

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