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Letralia, Tierra de Letras Edición Nº 59
16 de noviembre
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El tercer ojo y la cola de mono

Bernabé Basul

Busco al chico ideal. Alguien que sea especial, por que yo soy muy especial. Una vez le comenté al Meji que él era especial por la forma en que hablaba y contaba cosas de la vida. Como siempre, el Meji me salía con un tupido cañoneo de preguntas que, al contestárselas, me hacían reflexionar. El Meji me decía que las respuestas a esas preguntas nos hacían parir la verdad. Bueno, resultó que ese día tuve que reconocer que, más que halagarlo, casi lo había ofendido al calificarlo como "especial". ¡A la peste! Escuchar eso me desmoronó todito mi mundo interior. Al otro día, bebiendo mate y sentada arriba de un trampolín abandonado frente al amanecer invernal del Río de la Plata, pasé las horas pensando sobre el tema de lo que podía ser "especial" o no. Lo que sí supe fue que desde ese día comencé a odiar las conversaciones con mis amigas en las que ellas comenzaban o terminaban diciendo "fulanito es muy especial" o "yo soy muy especial". Fastidiada, terminaba diciéndoles que su manejo de lo que era "especial", estaba tan hueco como sus cabezas. A menos que, como decía el Meji, sus "especiales" novios tuvieran o un tercer ojo que le pestañeara en la frente o que exhibieran, como mínimo, una cola de mono que les brotase del coxis, de lo contrario, para mí seguirían siendo unos boludos comunes y corrientes. Las idiotas se ofendían y se iban, pero jamás me ofrecían argumentos para convencerme de lo contrario.

Por esos días, mi infelicidad no paraba en el hecho de que analizara con angustia las contradicciones de mi vida. Sucedió algo insólito, en el liceo, mis compañeras sólo hablaban de las audacias que tenían con los chicos. Esa semana, por cierto, los viejos de Pino, el "socialité" del salón, habían viajado al exterior dejándolo sólo en su casa. Pino tenía la guita del mundo y convidó a todos para una fiesta. Se corrió la voz de que eso era un pretexto para que se organizara la mayor desvirginización comunitaria en la historia de Carrasco. Toda la clase se daría cita ahí excepto, tal vez, algunas de las poco convencidas, como era mi caso. Si no iba, me excluirían seguramente del grupo, además de otras sanciones que los adolescentes solemos imponer de manera cruel. Por otro lado, a mí me parecía increíble que guris de 14 y 15 años planearan esas cosas.

Ese mismo día, como de costumbre, después del gimnasio, el Meji me dejaría en casa. Pero yo tenía otra intención, apenas llegamos a la esquina donde vivo con mi mamá, le pedí que me convidara un café. Quería hablar con él urgentemente. Necesitaba que me dijera si estaba en lo correcto por negarme a ir a esa "fiestecita", sobre todo en mi condición de virgen. El Meji me miró a los ojos y lo primero que me dijo fue que él pensaba que la virginidad no era más un tema de actualidad entre chicas como yo. Luego comenzó con su acostumbrada mayéutica a interrogarme sobre lo que para mí era lo correcto y lo incorrecto. Comimos dos sabrosas muzzarelas y descubrimos juntos que fijar la atención en el concepto de lo "correcto" era más bien una pérdida de tiempo. Que lo mejor era actuar en concordancia a una libre voluntad, fuese ésta moral, inmoral o amoral, pues no mudaría la esencia de esos invisibles principios con los que uno vive día a día dentro de una sociedad dada. Y era verdad, si veía mi vida en retrospectiva, yo no era una loca. Luego entonces, por qué habría de preocuparme en el "qué van a decir" si asisto o no a un local donde se va a practicar sexo comunitario. Conclusión, estaba fuera de lugar mi duda de ir o no. Meji volvía a tener razón, en verdad tenía muchas otras cosas en qué preocuparme, como para perder mi valioso tiempo en considerar si iba o no a un acto de esa índole. Cambiar de tema me permitió contarle al Meji mis inquietudes de ese día, como por ejemplo que me sentía atraída por la psicología, pero que a final de cuentas me llamaba más la atención ser modelo, por eso iba al gimnasio. Después charlamos más pavadas, hablamos sobre sus corridas de una hora en la rambla y de sus horas de aparatos. Fue lindo coincidir en muchas cosas, criticábamos sin compasión la severa vigilancia de Carlos, el instructor. Nos pasamos horas y horas conversando sobre cómo trabajábamos nuestros cuerpos. Recuerdo que esa velada llegó al punto en que me puse de pie y él midió con sus manos mi cintura y me levantó con suma facilidad. ¡Ufff! El Meji tenía buen lomo y aunque le hacía falta algo de cola, lo comencé a ver bastante aceptable. Ese día supe que él tenía la misma edad que mi madre, pero no los aparentaba, parecía un guri de 22.

El hecho de continuar siendo virgen me quitaba el sueño. Las chicas y chicos que fueron a la fiesta, según me comentaron, la pasaron bárbaro. Muchos de ellos sintieron que se habían quitado un gran peso de encima. Nadie forzó a nadie y las cosas se dieron estupendamente. ¿Debí haber ido? Se apoderó de mí un sentimiento de frustración. Como una droga de la cual no puedo escapar, sentí la necesidad de hablar con el Meji nuevamente.

A la hora de siempre, los dos salimos del gimnasio. Surgió la idea de ir a su apartamento. Un bellísimo penthouse en pleno Pocitos, el decorado interior me impactó. De su "Panasonic" se desprendía una música suave y a voluntad el Meji bajaba o subía la intensidad de las luces de la sala y los cuartos. Me ofreció cualquier tipo de bebida. Me interesé por una botella verde muy atrayente, era menta. La sirvió con hielo que él mismo picó en un aparato especial. Le montó una cereza natural y brindamos. Ahí fue cuando me iluminó aun más con su sabiduría de gurú. Me dijo que era lógico que los chicos hicieran cosas en grupo, sobre todo en Uruguay donde el concepto de "barra" es muy popular. Así la desvirginización comunitaria era una manera de evitar el shock de una desvirginización personalizada. ¡Guauuu! Para mis adentros pensé que prefería la personalizada, debería ser más emocionante, supuse. Estaba tan contenta por lo que aprendía esa noche que no resistí las ganas de convidarlo a bailar. Qué cosa, apenas me tomó por la cintura, me dieron unas ganas salvajes de besarlo. Por suerte el Meji correspondió a mis deseos y de repente, una sensación de vacío se apoderó de mi estómago. Mis entrañas comenzaban a arder. No podía creerlo, sentí que había llegado el momento que siempre había esperado y ni más ni menos que con el Meji. Si lo hubiera planeado, no habría resultado mejor. Sin percibirlo siquiera, sus brazos me depositaron en una cama para la cual había que remontar seis escalones alfombrados. Estaba poseída por una sensación que me mantenía a flote entre las nubes del relajamiento. Insensiblemente tiramos las ropas y pude ver ese cuerpo bien trabajado. Observé algo más y quedé pasmada, ¡el primer miembro viril que veía en mi puta vida! Apenas estaba percibiendo la emoción, cuando sentí que su peso delicadamente se recargaba contra mi pecho. Comenzó el despelote de besos, abrazos, caricias, mordidas, araños, etc. Pero no sentía penetración alguna.

—¿Y?

Pregunté con suave voz. El Meji me contestó algo insólito: yo tenía que darle mi consentimiento explícito para tener una relación sexual. Vaya, estar ahí totalmente en bolas era el consentimiento más explícito del que era capaz. Al oír esto el Meji meditó y me dijo que tal vez tuviera razón, pero, ¿y él? Fue entonces cuando me dejó con la boca aun más abierta, me preguntó que si me interesaba o no escuchar su opinión al respecto. Y ahí vino la segunda gran lección de ese día: las cosas entre dos se deciden previamente hablando. Para no perder la emoción del momento, le pregunté rápidamente si él consentía en poseerme y de ahí me le monté de un brinco, él me besó en la mejilla y con una cara de la más infinita ternura de la que soy capaz de percibir, me dijo que sí, pero añadió:

—No en la primera vez.

Peor que un martillazo en la cabeza, esa frase me hizo quedar fría y de una sola pieza; ¡no en la primera vez! Conociéndolo como lo conozco, rápidamente recuperé la calma, recargué mi rostro en su pecho y mirando su colección de ballenas de cerámica, comenzamos a hablar sobre el tema. La cosa era muy simple, al Meji no quería penetrarme porque no le gustaba la idea de ser "el primer hombre" en la vida de mujer alguna, ni siquiera de la que pudiera llegar a ser su eventual esposa. Ese concepto de "ser el primero", según él, causaba innecesarias complicaciones en la vida, las cuales él pretendía evitar. Hallé que, en parte, le tendría que dar la razón, la mayoría de mis amigas sólo hablan del primero, del mejor y del último, y aunque rara vez se juntan los tres en una sola persona, es siempre el primero el que se lleva horas y horas de conversa. El resto sencillamente... no cuentan. Admití que él debería de sentir como una responsabilidad el cargo de "ser el primero", lo que no admití fue que él, mi filósofo de café, mi galán experimentado, me viniera con ese cuento chino de "no quiero ser el primer hombre en tu vida...". ¡Andá a cagar..! Bueno, en fin, paciencia. Ante esa actitud se me ocurrió la estrategia de abrirme totalmente y confesarle que era mi libre voluntad la de entregarme a él. Pregunté que si esto resolvía la situación, ¿pues a darle, no? Tomó un sorbo de mi menta, presionó una cereza entre los labios y me la ofreció. ¡Vaya que sabía recalentar el bollo este tipo! Esto me puso nuevamente a ritmo. Acepté la cereza con mis dientes y comencé a tocarlo todito. Su erección era potente. En tales condiciones, ¿cómo podía negarse a hacerme suya? Pero no resultó, me volvió a atajar con su verso. Por primera vez, sentí que el Meji hablaba boludeces, decía que esto se relacionaba con su no sé que... eutrapelia y demás pendejadas a las que no di bola. Lo besé con todo el amor del que era capaz. Pero, recapacité, si él hacía o decía las cosas, era por algo en lo que él verdaderamente creía, eran sus principios o lo que yo comenzaba a sospechar que era: su gran trauma. Con una pasión que se aprisionó primero en mi ziper y luego en el suyo, nos fuimos vistiendo uno al otro. Más tarde, bajamos del decimosegundo piso y fuimos a un bar. A pesar de todo, ya íbamos abrazados como la más feliz de las parejas. Ahí encontramos algunos amigos de la barra. Jugamos pool, dardos, etc. Mi mirada jamás se distraía de la figura de mi muñeco. Estaba totalmente cautivada por todo lo que había significado su forma de ser. Él se acercaba a mí y me besaba, ¡carajo!, como se debe besar: sintiendo su lengua por dentro como queriendo tocar la crucecita que traigo colgada en la gargantilla. Con esto, ya todos se habían enterado que estábamos saliendo. Que finalmente él y yo teníamos algo. Al otro día todas mis compañeras del gimnasio me hicieron preguntas por demás estúpidas. Me sorprendí de que nadie se hubiera tirado al agua con él todavía. Al parecer, el tipo era un misterio para todas las yeguas que hacían aerobics conmigo.

Aunque en el horario de fisiculturismo ni nos hablábamos por estar cada uno en su rutina, fuera de ahí el deseo de ambos iba en aumento. Restregábamos los cuerpos desnudos en su jacuzzi, en el sofá, sobre la alfombra, en la cocina, manejando, donde fuera. Yo era muy feliz. Pasó bastante tiempo y yo seguía ardiendo por dentro. Bajé mis notas, no podía concentrarme en clase. Un día le pedí al Meji que pasara por mí al liceo. Todas las adorables "pirañas desdentadas" quedaron boquiabiertas cuando vieron "las gomas" de mi galán. Qué "caballo" que se había cargado una pendeja como yo, sería lo que andaban pensando, seguramente. Esa noche, en lo que se metía a bañar, decidí hablar del tema de "las complicaciones" o lo que yo consideraba como una boludez de no querer ser "el primer hombre". Hábilmente esquivó el tema al principio. Sin embargo, luego de ver mi cara de podrida, con un profundo suspiro me preguntó que si me interesaba saber lo que significarían para él mis catorce pirulos... yo le interrumpí: ¿inexperiencia, ternura tal vez? Me contestó negativamente con voz suave. Luego salió de la ducha (¡qué animal, papito!) y me dijo: "tus catorce años para mí significan 40 años en cana, sos menor de edad". Me enojé; ¿se imaginaría el imbécil que yo sería capaz de chantajearlo o denunciarlo a la policía por corruptor de menores? Me di cuenta de inmediato, que no era tan así. Que estaba prejuzgándolo injustamente. Él se refería a lo que pudiera pensar mi madre. Le confesé que ella estaba al tanto de mis salidas con él. ¿Que cuánto era ese tanto? Dudé en mi respuesta.

Argumenté que en su país como en el Uruguay, no se acostumbraba enterar "de todo" a los padres de uno. El Meji me dejó sentir el sermón en una de las más áridas montañas, sobre todas las implicaciones de tipo penal que le significaban mis 14 años, aparte, como ya dije, de no querer ser el primer hombre en mi vida. Mi sexto sentido me indicó que allí había gato encerrado. En la medida que hablábamos, mi certeza era mayor de que era trauma lo que se cargaba el tipo. Pero, si espontáneamente él no quería mencionarlo, yo no lo presionaría. Eso sí, fui firme al preguntarle por qué tenía yo que pagar por algo en lo que nada había tenido que ver. Con una calma cruel, me calló la boca diciéndome que no me amaba lo suficiente. Mas él sabía que eso era lo de menos, y que no le iba a servir de pretexto conmigo, pues en sus mayéuticas anteriores habíamos concluido que el amor y la amistad no requieren correspondencia. ¡Se ama y tá, san seacabó! Y yo lo amaba más que a mi propia vida. Esa noche lloré mucho, no por que no me amara, que quede claro, sino por que me negaba la oportunidad de entregarme al único hombre que yo consideraba digno de ser el primero, luego sería cualquiera; pero el primero, moría por que fuera él, aunque no me amase. Parece que lo conmoví. Me dijo que mi madre tendría que saberlo todo y dar su consentimiento explícito, o sea: saber el día y la hora de mi desvirginización y, por si fuera poco, ella debería compartir con él el hecho de que yo estaba consciente y en capacidad de decidir por mí misma si era cierto mi deseo de mantener mi primer relacionamiento sexual con él. Aunque, más bien, fue una forma de salirse por la tangente, acepté el reto. A partir de ese día, mi mente no pensaba en otra cosa, tenía que hablar con mi vieja lo antes posible. Me consumía una extraña necesidad de tenerlo todo con el Meji.

Mi madre y yo siempre hemos sido amigas. Jamás me ha presionado o coactado para que yo le diga cosas que según el propio dicho de ella "pertenecen a la esfera exclusiva del inviolable mundo interior de uno, a la que los padres no tienen derecho en participar". Fue un raro domingo soleado de invierno, como de costumbre, salimos a tomar nuestro chop y nuestro churrasco al mercado del puerto. La carne se veía exquisita, mi madre, por el contrario, se veía un poco decaída. Se cumplían ese día 14 años del día en que se borró su esposo, justamente al mes de que yo naciera. Pobre, todo eso la había convertido en una mujer que aparentaba más de 32 años. La animé describiéndole el buen color de la carne. Y ya para engullir un buen trozo, el gran apetito la abandonó cuando le solté de sopetón que ya había estado en la cama con un hombre. Ella me miró y enrojeció sus ojos. Sabía que algún día eso ocurriría, pero, ¡a mi edad!, le parecía perverso. Su posición era bastante comprensible, si se tomaba en cuenta lo que ella había sufrido quedando embarazada a los 16. Se me hizo un nudo en la garganta, me imaginé a una adolescente como yo sin poder ir a un gimnasio, sin estrenar tanguitas, etc. Eso le jode la vida a cualquiera. No era difícil adivinar que sólo yo le significaba momentos de alegría. El silencio cabizbajo de mi madre fue el preámbulo para que yo me enterara, por primera vez, de la versión completa de lo que había pasado con mi padre. Según ella, él le ofreció mostrarle su colección de discos de rock y, después de obsequiarle unos caramelos en su casa, tá. Ella quedó preñada en ese primer encuentro que calificó de brutal. Mi mirada se paralizó frente a su relato, yo creía que había sido algo un poco, cómo podría decirlo: ¿más romántico? Sinceramente, lo que me contó me pareció la mayor estupidez que le puede pasar a alguien y me hubiera burlado si no hubiera sido a mi madre a la que le hubiera pasado. Antes de que la cosa se pusiera más dramática, la calmé diciéndole que aún era virgen y que por ello la estaba consultando. La ensalada cayó de su tenedor a medio camino y su rostro pasó de la amargura a la sorpresa. Pausadamente, le expliqué que estar en la cama con alguien no significaba, forzosamente, tener relaciones sexuales. Al principio mi madre se resistió a creerlo, pero una mirada seria de mi parte la convenció absolutamente. Ahí la vi recuperar su semblante de madre orgullosa y comenzó a saborear un buen pedazo de carne con gordura, momento que aproveché para anunciarle que estaba decidida a perder mi virginidad con el hombre de mis sueños. Se abstuvo de comer ese pedazo. Luego de mil preguntas, de mujer moderna a mujer moderna, logramos descartar uno a uno los temas casi fútiles como el matrimonio, el embarazo indeseado y las enfermedades sexuales. En vez de eso, hablamos sobre lo que yo había decidido en plena conciencia y de su apoyo o no a mi causa. Al principio tomó la típica actitud de haz lo que quieras, pero yo no se la permití. Ella tenía que participar activamente, pues mi condición de menor era atípica. ¡Ah la Puxa! La cara de admiración e incredulidad de mi madre era un poema digno de ser tallado en mármol de Carrara. Me repitió en voz baja, como queriéndome gritar que si lo que pretendía yo, era que ella hablara con mi galán y le pidiera que me aceptara desvirginar. Ya sólo faltaba que se lo agradeciera. Y no estaba mal la idea. Le dije que si se consideraba una mujer inteligente pensara en que otro, en lugar del Meji, me hubiera hecho pasar por algún tipo de violencia, complejo o frustración a mí, ni más ni menos: su hijita consentida. La convencí de que tomara en cuenta que veníamos abiertamente, sin esconder nada, sin avergonzarnos, a querer compartir con ella un momento importante. Sus ojos pasaron a mirarme con un amor y una ternura que confirmaron mis esperanzas de que podía contar con ella no sólo como amiga, sino sobre todo, lo que yo esperaba en ese momento... como madre. Yo estaba tan segura de lo mío que era capaz de compartirlo con todo el mundo, si ese fuera el caso. Al final de cuentas, nadie podría detenerme en mi decisión. Mi madre cedió terreno y entramos en los típicos detalles de cómo era él. Yo me despaché con la cuchara grande, le puse todos los adornitos al árbol de navidad. Pero sobre todo no tuve empacho en reconocer que la idea original había sido de él y no mía, esa idea de pedirle permiso a mamá, aún me parecía fuera de todo contexto. Mi madre seguía sin masticar el bocado por el asombro de oír lo que le estaba diciendo.

Superado el obstáculo "consentimiento de la madre", ya sólo me faltaba desvanecer la idea del Meji de no querer ser "el primer hombre" de mi vida. Me puse las pilas, arremetería con las propias armas del Meji, su mayéutica. Al otro día, en lugar de una, hice dos horas de aerobics, estaba híper. Mi mente pasaba por un aseo general, barrí con todas las ideas raras y me concentré en un sólo objetivo, el Meji. Fue una noche con mucho viento, la arena de las playas desfilaba en loca carrera por encima de la rambla, subimos una pequeña colina desde donde se vislumbra todo el Río de la Plata, un "besódromo" cualquiera. El Meji puso música de la que le gustaba a Carl Sagan y se dispuso a escucharme. Fue el interrogatorio más largo que haya sostenido en mi corta vida. Gracias a él supe por qué al Meji no le gustaba ser "el primer hombre". Hace catorce años, en su país, él había tenido su primera "noviecita". Ambos se habían desvirginado juntos. Había sido bellísimo. Por equis o zeta causa, dos años después terminaron y cada quien hizo su vida aparte. Él pasó años cumpliendo distintas misiones en el exterior y ella aprovechó el tiempo para tener tres hijos con tres distintos hombres. El año pasado, el Meji pasó las vacaciones en su país, luego de años de ausencia. Fue cuando, sorpresivamente, ella le llamó y se citaron. Aquel día iba bien, según me cuenta, hasta que llegó el típico momento para confesiones de ex novios, ese tipo de confesiones que hace uno cuando ya no hay nada de interés de parte de uno con el otro. Y fue así como ella a bocajarro le dijo al Meji que, "la verdad, la verdad", él no había sido "su primer hombre". Pobre del Meji, había vivido con ese engaño por más de diez años. Su orgullo había sido herido por un aeromozo de Mexicana de Aviación que se le había adelantado por unas semanas en algún lugar de un parque llamado Chapultepec. Me sorprendió el Meji, ni toda la racionalidad del mundo lo hacía discernir que eso era cosa del pasado y por ende muy superable. Sólo me bastó preguntarle al Meji que de acuerdo con su socrático concepto de la justicia, tenía yo que ser la que pagara los platos por su ex. Me miró a los ojos y sin decir palabra me besó tiernamente. Recuerdo perfectamente que había una luna brillante. El teléfono al lado de la cama de latón sonó. Sabiendo que era ella, contesté emocionada, luego le pasé el auricular al Meji. Apenas se escuchaban las palabras de una madre que le obsequiaba a su pequeña hija una oportunidad para encontrar la felicidad eterna.

Bueno, ya ha pasado algún tiempo desde aquellos días. Mi vieja se avivó de repente y, algunos meses después, se casó con un jubilado. ¿Adivinen? ¡Estoy esperando hermanito! El Meji regresó a su país y hoy es sólo mi más grato recuerdo. Por lo que respecta a mí, si les interesa saber, se han desvanecido todas mis pasadas angustias. Ahora sé que la madre que tengo, que el ser del que me enamoré y que yo misma, no tenemos necesidad de tener un tercer ojo o una cola de mono para saber que somos algo muy, pero muy "especial".

    Brasilia, 24 de julio de 1998.

       

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