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Una prosa olvidada de Rubén Darío
Para María Elena Los contactos del poeta y prosista nicaragüense Rubén Darío (18 de enero de 1867-6 de febrero de 1916) con la República de El Salvador fueron de diversa naturaleza e intensidad, según los momentos vitales y anímicos en los que se encontrara el "fénix del modernismo".La primera vez que llegó a nuestras tierras fue a las cinco de la mañana del 8 de agosto de 1882, cuando aquel "mozo flaco, larga cabellera, pretérita indumentaria y exhaustos bolsillos", procedente de Corinto, descendió en el muelle de La Libertad desde el vapor estadounidense South Carolina. Escapado de una locura amorosa y puesto bajo los generosos favores del déspota ilustrado que era el presidente Rafael Zaldívar, Darío no tardó en entablar buenas relaciones entre la más alta sociedad de la próspera San Salvador de fines del siglo XIX, en la que no desperdició el acercamiento con aquella joven luminaria intelectual que era Francisco Antonio Gavidia Guandique (¿1863?-1955), con quien aprendió el manejo de los novísimos versos alejandrinos franceses descubiertos por aquel "indio sabio", se abrió camino poético en revistas y periódicos y se integró a la Sociedad Científico-Literaria "La Juventud", con un incendiario discurso ahora extraviado. Aquejado por la viruela, alejado de las bondades de la mano presidencial y presa de la nostalgia por su patria, el adolescente Darío se marchó para Nicaragua el martes 18 de septiembre de 1883, quizá a bordo de algún paquebote o de uno de los vapores estadounidenses que, como el Colima, el Honduras o el San Blas, recorrían las zonas portuarias entre San Francisco (California) y Panamá. De vuelta de sus experiencias chilenas (1885-1889), con la publicación de Azul (1888) bajo el brazo y escapado de un nuevo enlace matrimonial en Chinandega (Nicaragua), Darío retornó a tierras salvadoreñas en un impreciso día de mayo de 1889, llegada casi clandestina que el poeta quizá realizó a pie o en carruaje, debido a que no quedó consignada en los movimientos de navíos publicados por el Diario oficial salvadoreño. Una vez en la ciudad de San Salvador, Rubén pronto restableció sus viejas amistades culturales y sociales, que le permitieron entrar en contacto con la familia presidencial salvadoreña, compuesta por el agricultor ahuachapaneco y general Francisco Menéndez (1830-1890), su esposa Bonifacia Valdivieso y sus hijas Teresa, Leticia y Juanita. Esa nueva alianza con el poder político salvadoreño le permitió a Rubén publicar su libro A. de Gilbert (1890), lograr ingresos seguros con la edición de su diario semioficial La Unión (1889-1890, cuyas oficinas se localizaban en el que antes fuera Casino Salvadoreño, después Banco de Crédito Popular y hoy Centro Comercial Libertad, a 50 metros al poniente de la actual Plaza Libertad), contraer matrimonio con la malograda escritora costarricense Rafaela Contreras Cañas y dejar escritos muchos poemas y artículos en las revistas nacionales, de los que al menos siete aún esperan turno para ingresar al cuerpo de sus siempre proyectadas Obras completas. Escapado hacia Guatemala y Costa Rica del servilismo generado a fines de junio de 1890 por el régimen golpista de los generales Carlos y Antonio Ezeta, Rubén inició viajes que lo llevarían a distintas partes del nuevo y viejo continentes, ocasiones en las que mantendría contacto epistolar, periodístico y personal con El Salvador, gracias a sus corresponsales y visitantes ocasionales, entre los que se encontraban el prosista capitalino Arturo Ambrogi (1874-1936) y el poeta y educador sonsonateco Carlos Arturo Imendia (1864-1904). Cubierta la ruta Panamá-Nueva York-París, Rubén llegó a Buenos Aires para hacerse cargo del consulado colombiano en aquella ciudad porteña, desde donde rindió homenaje de amistad a uno de sus amigos escritores sansalvadoreños, el humorista y periodista Salvador J. Carazo, nacido en San Salvador el 14 de octubre de 1850 y fallecido en la misma ciudad el 29 de junio de 1910. Políglota educado en París y Londres, Carazo, quien alguna vez se desempeñó como director general de Correos, se amparaba en los seudónimos de Oberón y Sigma Yota Cappa —letras griegas de sus iniciales— para dar a conocer sus escritos en los periódicos y revistas de la época, al igual que sus libros Taracea (cuentos en inglés y español y traducciones, Santa Tecla, 1895) y Cuatro sargentos y un cabo (novela breve, Sonsonate, 1895). Publicado por el dominical literario El Fígaro (tomo I, N¦ 3, domingo 4 de noviembre de 1894, pág. 28), que codirigían en la capital salvadoreña Ambrogi, el doctor Víctor Jerez y el poeta Juan Antonio Solórzano, dicho trabajo en prosa de Darío, ignorado hasta ahora, no fue considerado por su autor como digno de figurar en sus libros Los raros (Buenos Aires, La Vasconia, 1896), Cabezas (Madrid, Mundo Latino, 1899) y Semblanzas de América (Madrid, Cervantes, 1919), aunque sí fue citado a la ligera por Alfredo Cardona Peña en su nota biográfica de Carazo (San Salvador y sus hombres, 1938 y 1967, pág. 255):
Salvador Carazo tiene entre los escritores hispano-americanos algo que lo distingue, y es su procedimiento. Salvador es uno de los pocos, de los escasísimos humoristas conque cuentan nuestras letras. Hay mucho cuentero guasón, hay hasta hábiles 'de esos que llaman de costumbres', que tienen una su gracia falsa que hace reír. Salvador es artista en su chiste, y conoce a fondo la psicología de la risa. Su gracia no tiene el humor español ni el esprit francés, antes tiene el witz alemán y, sobre todo, el humorismo inglés que los americanos han perfeccionado a tal punto, que hoy forma verdadera escuela, donde descuellan como los mejores conteurs el incomparable Mark Twain, Bill Nay y más de uno de los redactores del neoyorkino Puck. Luego, Carazo conoce todas las literaturas modernas, sabe varias lenguas europeas y es aficionado a lo raro, a lo nuevo, a lo llamativo. Su apego al exotismo es una verdadera bizarrería. Y en sus escritos y narraciones sabe aprovechar, de una manera graciosamente encantadora, giros extraños, palabras de todos los diablos que encuentra sabe Dios dónde, onomatopeyas cómicas y de un efecto a todas luces chistoso. Describe muy bien; conoce de detalles artísticos y apropiados; en fin, Salvador es quelquin en la literatura americana. Es un 'original'. En algunos de sus cuentos, la frase es histérica y convulsiva, hace cosquillas con toda seriedad, y en pensamiento va a su objeto, saltando sobre una calzada de adjetivos estrambóticos. Un volumen de cuentos de Salvador llegaría con buen viento y sería una sorpresa en la América Latina". Al igual que otro gran compatriota humorista, Luis "el Negro" Lagos y Lagos, Salvador J. Carazo es ahora un desconocido de las letras salvadoreñas. Como un acto de justicia literaria, las obras y escritos dispersos de ambos urgen de ser rescatados y revalorizados. A la vez, las relaciones de Darío con nuestro país requieren de un mayor nivel de profundización investigativa y de descripción puntillista, más que el logrado hasta ahora por escritores centroamericanos contemporáneos como Diego Manuel Sequeira, Edelberto Torres Espinoza, Gustavo Alemán Bolaños, Cristóbal Humberto Ibarra, José Salvador Guandique, Luis Gallegos Valdés y Joaquín Meza, trabajo que he tratado de desarrollar en mi inconcluso trabajo Plumas, álbumes y poderes: las jornadas salvadoreñas de Rubén Darío, parte del cual fue galardonado en diciembre pasado con el Premio Único y Nacional de Ensayo, Juegos Florales de Panchimalco, otorgado por el Consejo Nacional para la Cultura y el Arte (Concultura). Sin duda alguna, en algunos estantes privados y cofres familiares debe de haber más datos y escritos que nos ayuden a comprender la magnitud de la presencia dariana en el desarrollo artístico-literario de El Salvador. Para muestra, baste este botón en prosa, presentado con motivo del 132º aniversario natal de Rubén Darío, poeta universal y orgullo artístico de toda nuestra región centroamericana.
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