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Crónicas desde Lima

José Luis Mejía

    (Nota del editor: semanalmente, el peruano José Luis Mejía publica sus Crónicas desde Lima en varios periódicos latinoamericanos. Hoy ofrecemos a los lectores de la Tierra de Letras una muestra de estos trabajos).


Líos de peluquería

Cualquiera pudiera pensar que ir a la peluquería un sábado por la mañana es una actividad aburrida que realizan las varonas como penitencia por la semana de convivencia a la que sometieron a los sufridos varones, injustamente expulsados del terrenal paraíso gracias a la confabulación de un rastrero y venenoso animal, una fruta de color y poderes sospechosos, y la bisabuela de las susodichas féminas. Nada más equivocado, para ellas irse a peinar es el relajante premio por siete días de cocinas, grasas, ropas sucias, obligaciones, compromisos y deberes.

Como siempre he querido superar los prejuicios que separan ambos sexos, aproveché la coyuntura de una visita tempranera y sabatina para acompañar a una gran amiga "a la pelu". Así pues, ella enfundada en "tenida de entre casa", zapatillas, traje deportivo, llaves, billetera y celular en mano, nos dirigimos donde "Esther". No era lo que podríamos llamar un "salón de belleza", esos donde ingresan las señoras despeinadas, sudorosas, mofletudas, adiposas y viejas, y luego de tres horas y algunos cientos de dólares salen peinaditas, maquilladitas, mofletudas, adiposas y viejas... No, "Esther" era en realidad un nombre cuya historia se pierde en la oscura fantasía de las anécdotas del barrio. Creo que me explicaron que ella era la peinadora de alguna peluquería ya quebrada cuya clientela la siguió hasta la sala de su casa o la señora esa a la que uno llega porque la tía Albina le contó a la prima Rosa, que a su vez le dijo a María, que era magnífica "secando y haciendo moños" y que, además, vivía cerca y atendía a cualquier hora. No sé, lo cierto es que esa mañana de sábado veraniego caminamos una cuadra, cruzamos un puente, anduvimos cincuenta metros más e ingresamos a una quinta, una de esas construcciones anacrónicas en un barrio que pretende ser residencial, donde, a media puerta, vimos a la peinadora. Por supuesto que el espacio era escaso y mis ciento y tantos kilos desbordaban ya al lado de ese par de señoras que intentaban, con francas posibilidades, hacerme la competencia. Decidí quedarme afuera, en el patio que comunicaba a todas las casas. En el umbral de al lado, un par de chiquillos jugaban estruendosa y agobiantemente con agua, mientras el sol de las once de la mañana caía a plomo sobre mis espaldas.

Yo, que andaba buscando la rima correcta para el soneto isabelino que construía en mi cabeza, me demoré en percatarme del sonido de voces que iban en aumento, en un diálogo cada vez más áspero que asemejaba el retintín de dos espadas que se cruzan en el aire buscando el pecho del sórdido enemigo. Desperté de mis sueños "sonéticos" cuando escuché la voz de mi amiga diciendo "a no..., usted está equivocada". Vuelto en mí, presté atención.

Según pude deducir de los diálogos entrecortados y altisonantes que fui interpretando entre el ruido de los muchachos y el estruendo de los microbuses que pasaban por la calle vecina, el motivo de la riña era un asunto de orden de atención. Esther terminaba de peinar a una señora tranquila y callada que se mantuvo serena y ausente durante el pugilato. La otra mujer, que encontramos al llegar, era una mestiza de gestos toscos y palabras gruesas, un pelo pintado al cobrizo color de la moda populosa, delataba su poco gusto y delicadeza. Mi amiga, aristocrática en gestos y maneras, deslumbraba en la escena con su porte entre noble y arrogante.

Ni bien ingresó a la peluquería, hizo notar que estaba llegando "justo a la hora" en que habían convenido. Según me enteré por el diálogo impetuoso, ella se había levantado temprano y convino, en una fugaz visita matutina, en volver a las once en punto, luego de realizar las gestiones aquellas que me llevaron a visitarla ese día.

Pues bien, la segunda señora adujo que ella "estaba esperando" y que en la peluquería se atendía "por orden de llegada" y le repitió el refrán aquel que reza algo así como "el que se fue a Barranco perdió su banco", versión peruanizada del dicho castizo que rima "Sevilla" con "silla".

El conflicto habrá durado unos veinte minutos, los mismos que se demoró Esther en terminar de arreglar la cabeza de la buena e imparcial señora. Poco pudieron las razones ("tengo un matrimonio a las doce"), los derechos esgrimidos ("tú te fuiste"), las amenazas ("si fueras mi hija") y los insultos casi obscenos de la morena; mi amiga, con una pasmosa sangre fría y con cuatro adjetivos calificativos bien puestos (dos de los cuales, estoy seguro, que la señora jamás entendió), tomó el lugar que dejó la recién peinada. Yo, celular, llaves y billetera en mano, resistí estoico las fulminantes miradas de la perdedora y sus lamentos.

Quién diría, valientes muchachos que me leen, que las mujeres tienen tan particular manera de relajarse. Desde entonces, en vez de escuchar las infinitamente monótonas y repetidas polémicas de nuestros congresistas, cada vez que busco arrullarme con gritos, chismes, insultos, dimes y diretes, me corto el pelo.


"Guay, em, si, hey..."

Cuando una querida amiga, de blasones que se remontan hasta una de aquellas sencillas cunas ibéricas medioevales, ennoblecidas, aristocratizadas y aburguesadas con el paso de los siglos, me dijo a boca de jarro que ella iba a un restaurante para comer y no para que le atajaran con una sonrisa de fábrica, diciéndole "¡Hola!, soy Sergio y estoy para servirte", me pareció excesivo. Sin embargo, el paso de los días y mis recientes visitas a las modernas cafeterías que han brotado como hongos en la tierra húmeda, me han hecho volver sobre mis ideas y recapitular.

Se ha extendido la moda de los modernos establecimientos comerciales con luces de colores y música a todo volumen. Al más puro estilo de Las Vegas, han surgido decenas de casinos, salas de juego, bares, discotecas y restaurantes que nacen del pago de una de esas franquicias que ponen a la venta todas las fábricas de comida chatarra y enlatados, surgidas de la "receta secreta" para hacer el pastel de manzana, el pollo frito o la ensalada de coles, que una abuela, inventada y extraviada, dejó para la posteridad y el enriquecimiento de las tres o cuatro corporaciones que lo manejan todo. Como decía un amigo, ellos ponen el "know how" y nosotros, ingenuos tercermundistas, el "how much".

Pues bien, cuando una de estas empresas llega a Lima (en realidad, cuando un empresario criollo se anima a pagar los derechos), nos trae todo el espectáculo que le caracteriza. Así, el que vende pollos tendrán que ponerse un mandil con plumas y saludar a la clientela diciendo "Kikirikí, soy el gallo Fred y estoy para servirlos" o si trabaja en una "pizzería" tendrá que ponerse el odioso uniforme de colorines o si atiende en un bar, la muchacha tendrá que ceñirse la minifalda roja y la blusita medio transparente, y eso sí, todos, invariablemente todos, llevarán en la cabeza un sombrero, de tantas, tan variadas y tan ridículas formas, que se podrían escribir varios artículos al respecto.

El otro día, al salir del cine, después de ver fracasar a una despabilante y entusiasta Sandra Bullock frente a un tímido y temeroso Ben Afleck, en una película que deja de lado las "Fuerzas de la Naturaleza" para congraciarse con la mojigata, cínica y tradicionalista platea norteamericana, comprobamos, una vez más, que nuestra virreinal y gris Ciudad de los Reyes no deja de ser una capital-provincia donde abundan los centros nocturnos, que cierran a las doce... Lima sólo se reconoce licenciosa y libertina, de jueves a sábado por la noche.

Estábamos en "Larcomar", un moderno y turístico centro de diversiones, con cines, cafeterías y tiendas para escoger, sin embargo, ese día, veinte minutos después de la medianoche, todo estaba cerrado o cerrando, y en los poquísimos establecimientos que aún atendían nos recibieron unos muchachos y muchachas disfrazados con el uniforme del lugar, con el cansancio en los ojos y con tal cara de "ni se te ocurra entrar porque estoy a punto de acabar mi turno", que nos convencieron de seguir nuestra marcha. Pero encontramos nuestra salvación frente a nosotros. En el centro, como enseñoreándose sobre todas las instalaciones, se erguía el monumento a la música estruendosa, la colecciones fetichistas y la comida chatarra.

Un muchacho, vestido al gusto del sin gusto que se imaginó el uniforme, nos esperaba en la puerta, ya íbamos a entrar y una infinita Claudia disparó: "¿Tienen capuchino descafeinado y sin crema?". La pregunta nos congeló a todos. El joven mozo pareció extraviarse en un mar de dudas. Los cinco segundos que le tomó recorrer mentalmente la lista de "bebidas calientes", nos parecieron infinitos. "Sí", contestó, "sí hay". Ya una chiquilla de falda corta y ojos convidadores nos abría la puerta, cuando agregó: "la cocina ya ha cerrado", y habremos volteado con tan angustia en la mirada que replicó "pero el bar no". Todos, menos mis jugos gástricos, sonrieron aliviados. Todos fueron muy correctos, una cerveza ("mexicana, por favor") y dos tazas de café (un "capuchino descafeinado y sin crema" y otro "con crema y edulcorante"), enfrentaban a mi "¿seguro que se fue el cocinero?", cuando de pronto la música, que parecía que ya calmaba sus furias ("no podrán bajar un poco el volumen" / "vamos a ver, pero así está establecido" / "vea, por favor"), inundó todo el ambiente como las aguas encabritadas de un río desbordado.

Una melodía que me sonaba conocida empezó a martillar mis tímpanos, en eso, los mozos, las anfitrionas, los porteros y hasta la administradora, abandonaron sus lugares y se dirigieron al centro mismo del local donde se levanta un escenario, sobre el cual, una pantalla gigante proyectaba el video de un olvidado grupo, cuyos fornidos y musculosos integrantes mirarían con desdén a una Valeria Mazza pero suspirarían emocionados frente a Di Caprio. Todos los empleados de la cafetería habían dejado sus puestos y saltaban como monos de organillero repitiendo el corito ese de "guay, em, si, ey".

Cuando salíamos (sería exagerado decir que nos echaron, aunque no deja de ser significativo que la chica que nos atendía quitara de la mesa cuanto cubierto o plato dejábamos libre de nuestras manos y, finalmente, nos entregara cuenta, con mucha determinación y su mejor sonrisa) pensaba en las ironías de la vida, veinte o treinta muchachos repitiendo como monigotes, en un café que rinde culto al "american way of live", las siglas de una institución que hace varias décadas fue creada como uno de los instrumentos con que el Departamento de Estado enfrentó la Guerra Fría y que ahora es un decadente club limeño.

No lo vi, pero no es difícil imaginar que bajo el uniforme la chica que nos atendía llevaba un estampado de Mafalda y el mozo un polo con aquella famosa fotografía del Che.


       

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