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Le Harem de Picasso
Le Harem, dibujo de Picasso (1900-1906).
En torno a Cayo Valerio Cátulo

Manuel Iván Urbina Santafé

La memoria de Cayo Valerio Cátulo (84-54 ac) soporta desde hace veinte siglos el peso del elogio que amerita la agudeza de sus sátiras contra Julio César y su favorito, Mamurra, y la descarnada sensibilidad de sus poemas a Lesbia (Lesbia o Clodia, hermana de Publio Clodio, el hermoso, mujer célebre por su belleza y su liviandad) y soporta, con el estoicismo de quien está inerme en el tiempo, el peso de la crítica que en nombre del "aristocratismo" intelectual considera su obra "sentimental y grosera", viejo asunto discutido en el siglo XVII en "La querella entre antiguos y modernos" y que esconde dentro de sus presupuestos la arbitraria preceptiva —superada en la actualidad— de que hay términos, formas y hasta temas que no caben dentro del ámbito de lo artístico en general y de lo poético en particular.

La pasión de Cátulo por Lesbia, el sufrimiento del poeta por el empeño de ésta en desconocer su amor y entregarse a la disipación, se transporta desde la ternura (que se emparenta espontáneamente con el ridículo en la definición de las cartas de amor del poeta brasileño Pessoa) en curso por la alabanza que la ceguera del amor motiva, hasta la confesión desesperanzada de las facetas más irracionales y turbias —y por ende más desoladoras— de su sentimiento.

Mas si le cabe al amor el epíteto de ridículo, con mayor razón puede aplicársele al despecho y al desamor. El alma se obnubila y deja que el sentimiento se agigante cuanto más lejano e imposible se mantiene el objeto del deseo. Por ello, haciendo inventario de las consideraciones de orden estético, y aun trascendiéndolas, podemos "perdonar" a Cátulo el "sentimentalismo" de que se le acusa e incluso la "grosería", habida cuenta de la inagotable potencialidad semántica que ella encierra cuando se precisa poner de manifiesto una pena de calibre inusual.

La sensibilidad del poeta se concreta en imágenes que acuden también a los sentidos del lector con toda su carga significativa. Diáfanas evidencias sensoriales comunicando afectos para los que no hay un vehículo mejor. Esto traduce en el segundo poema de la edición de Lafaye:

    "Gorrioncillo, juguete de mi niña, que brincas
    o que te le acurrucas en su seno o le picas
    la yema de su dedo cuando te aguijonea
    para que más la muerdas. ¿Qué deseo la incita
    a juguetear contigo? ¿De qué dolor se alivia?
    Seguro se aligera de una pasión quemante.
    Contigo yo quisiera jugar como ella lo hace
    y soliviar los tristes desvelos que me aquejan".

Conviniendo en un orden expositivo que somete a la cohesión lógica la "ilógica" del amor-pasión se alude ahora a la loa que transfigura la persona amada, merced a esa dinámica que lleva al amante a centrar su atención en lo mejor del otro, su "roca del ser". Por ello, no es un exabrupto la conclusión que a Cátulo le resulta de comparar a Lesbia con otras mujeres, apreciadas por su belleza en esa época:

    "Lesbia es hermosa; no porque sea toda lindísima,
    sino porque arrebató las bellezas a todas".

Es el amor el autor de esta síntesis de bondades, que no presupone siquiera la "virtud" —en el sentido maniqueísta que se endilga al término— ya que, sin desconocer los yerros de la amada y sus reales consecuencias, se sobrepone a ellas en favor de la Verdad que ha vivenciado en el ser del otro:

    "Hasta dónde ha llegado mi mente, Lesbia, por tu culpa
    que se ha perdido en una lealtad de tal modo
    que ya no puede quererte por perfecta que te hagas
    ni dejarte de amar por más que lo intentes".

Franca superación del error por la visión de la bondad. Muy a pesar del mismo Cátulo que, tocado por la desesperación o el sentido común, en un comprensible intento de justificarse ante sus amigos y reivindicarse con la cordura, le envía a Lesbia su "parco" mensaje.

    "Que viva esforzándose con sus libertinos
    en un solo abrazo para todos ellos;
    no amando a ninguno, destruyendo a todos
    con sus liviandades;
    y que no respete mi amor pues su infamia
    lo mató de un tajo, como en la labranza
    transita el arado y troncha a su paso
    la flor del otoño".

Este es Cátulo, en la elemental contradicción que lo humano encierra, tomándolo inabarcable a todo paradigma científico, filosófico o teológico, y que tal vez sólo se descifra en la esencia inagotable de la intuición artística. El mismo Cátulo que se reconoce y se define en la dialéctica que alimenta desde siempre el motor de la historia y perfila de alguna manera el destino de la humanidad.

    "Odio y amo. ¿Por qué así? quizás me preguntes.
    No lo sé pero siento que es así y que sufro".

Y nada más oportuno para concluir esta reseña-diálogo sobre un autor de la dimensión humana y artística de Cátulo que transcribir la lección inmortal que tal vez algún lector pueda tomar como consejo a destiempo.

    "Deja, pobre Cátulo, de hacer locuras;
    Da por perdido lo que ves perdido.
    Brillaron antes para ti radiantes soles
    cuando ibas y veías por donde te llevaba una niña,
    a la que amabas como nunca será amada ninguna.
    Muchos eran los juegos que le proponías
    y ella se sometía a todos tus caprichos.
    Ahora ella ya no quiere, no quieras tú tampoco,
    no merece la pena seguir lo que huye
    ni acostumbrarse a vivir entre tormentos.
    Resiste, aguanta obstinadamente.
    Adiós, niña, Cátulo no va a ceder
    ni va a solicitarte si tú no quieres.
    Pero a ti ha de pesarte su indiferencia.
    ¡Ay de ti, miserable! ¿qué vida te espera?
    ¿Quién irá a verte? ¿quién te verá bella?
    ¿A quién amarás y qué labios vas a morder ahora?
    Resiste tú, Cátulo. Aguanta. No cedas".


       

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