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Letralia, Tierra de Letras Edición Nº 81
1 de noviembre
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Romance La fascinación indiscreta
de lo cebollento
o Viejo Todorov, qué grande sos

Hernán Castellano Girón

Junto con el desarrollo del medio televisivo, que en América Latina ocurrió durante los años sesenta, apareció lo que Gabriel García Márquez podría haber llamado "vallenato televisado". El potencial narrativo de la televisión —cuyas leyes, goces y demonios oportunamente aclaró y denunció el difunto Marshall Mac Luhan— fue prestamente aprovechado por escritores y productores y el resultado fue lo que ahora se define como teleserie o telenovela (nombre que acaso le queda grande).

El viejo folletín impreso sería el protogénero que, cruzada la barrera tecnológica, quedaría transformado en teleserie y alcanzaría una difusión tan masiva, contada en millones de telespectadores, como nunca se hubiera soñado con las entregas escritas que hicieron la fama de Charles Dickens y Alejandro Dumas, entre tantos otros.

Curiosamente, y por los vaivenes de la vida, las primeras teleseries que nos tocó conocer fueron las italianas. Así como en Italia durante los mismos años sesenta se dio origen a lo que se llamaría "spaghetti western" —esto es una relectura del filme de vaqueros hecha con mayor profundidad y calidad artística que la gran mayoría de los originales— tuvimos la oportunidad de observar teleseries basadas en obras de la literatura universal de las cuales recordamos con especial deleite, por ejemplo, el David Copperfield con libreto televisivo de Anton Giulio Majano y música de Riz Ortolani.

Este tipo de obra calzaba bien con la política cultural de la televisión estatal RAI de entonces. Después, los tiempos cambiaron y la televisión también, para bien y para mal. Estas teleseries de otro mundo y otro estilo entrañaban un considerable esfuerzo de producción y de compromiso artístico. Algunas imágenes del David Copperfield de Majano, vista por primera vez en 1965, permanecen en la memoria, junto con otras de filmes especialmente intensos y originales, de Eisenstein, Buñuel o Bergman, por ejemplo.

La actuación de Giancarlo Giannini, Laura Efrikian y otros muchos, fue un ejemplo de caracterización sobria y a la vez preciosista, con una ambientación que de verdad superaba a todas las versiones que habíamos visto anteriormente, hechas por actores anglosajones. Hacia fines de los setenta, mientras vivíamos en Italia por segunda vez, ahora en el exilio, pudimos ver la versión televisiva de Sandokan de Emilio Salgari, con el hindú Kabir Bedi y Adolfo Celi entre los actores, junto a varios otros sceneggiati televisivi que causaron polémica, como el Orlando Furioso hecho por Luca Ronconi, con un escenario abstracto futurista. Este filón narrativo de las redes italiana y española (por ejemplo Los gozos y las sombras de Gonzalo Torrente Ballester, que vimos algunos años más tarde) correspondía más bien a una detallada versión cinematográfica de la obra literaria tomada en un sentido bastante literal.

Después de aquel primer viaje nuestro a Italia, en 1965, y muy poco después de regresar a Chile al año siguiente, en la incipiente televisión nacional aparecieron como gran novedad algunas protoseries que tenían la gracia y la frescura de algo todavía no codificado, por lo mismo que con ellas se ensayaba el género. Se transmitían en las dos o tres estaciones de Santiago y de Valparaíso y venían en su mayoría de Argentina. Era el comienzo de los años setenta, preñados de tragedias públicas y privadas a nivel continental sudamericano.

Algunas de aquellas lejanas teleseries hicieron historia, como Simplemente María, con Saby Kamalich, que fuera filmada en 1959 pero fue transmitida en Chile mucho después, y hasta fue refilmada posteriormente (con Victoria Ruffo) de acuerdo con los nuevos cánones comerciales que se iban formando y que permanece como el arquetipo absoluto del género, con el triángulo de una mujer protagonista con dos hombres disputándose su amor, y la dinámica de riqueza versus pobreza como motor dramático, base que se mantendría por las décadas siguientes, con interminables pero a la vez idénticas variantes. Muchacha italiana viene a casarse introdujo una interesante dimensión doméstica —progenie del neorrealismo italiano— que después produciría algunos frutos notables, como El Rafa, al cual nos referiremos más adelante. Eran los tiempos de los cantantes Leonardo Favio y Piero, en los cuales se notaban intereses artísticos parecidos. Pero también eran los tiempos de Peyton Place (La caldera del diablo) y de Dark Shadows (Sombras tenebrosas) de la televisión americana.

No fuimos atrapados por la "teleseritis" sino cuando el exilio total —desde los años setenta hasta los noventa— nos tendió trampas de todos tipos, amalgamadas por la nostalgia y el necesario placer masoquista de oír hablar el propio idioma en un mundo extranjero que lo despreciaba. Para entonces ya vivíamos en los Estados Unidos, donde Univisión y otros canales en español fueron los proveedores de esa necesidad tan legítima como malsana, y ahí fue que nos convertimos en verdaderos adictos. No sólo teleseries mexicanas se veían en los canales en español americanos, sino también brasileras, como Esclava Isaura, donde se describía la humillación y servidumbre de la mujer forcejeando entre dos pretendientes que representaban el bien y el mal. Por primera vez aparecieron teleseries chilenas, como La madrastra de Arturo Moya Grau (que se ha demostrado como un pequeño maestro chileno del rubro) y otras como Anaquena, con el difunto Roberto Parada, teleserie que desapareció repentinamente, demostrando la falta de respeto por su auditorio que siempre ha tenido la televisión comercial, aunque paradojalmente su única ley sea la sintonía, buscada y lograda con todos los trucos del género, y que en menos de treinta años pasó de la etapa primitiva a una cómicamente posmoderna.

La actitud mañosa de explotar la polaridad elemental del bien versus el mal, establecida como una fórmula narrativa universal de las series para los años siguientes y hasta el presente, fue en cierto modo violada por algunas producciones argentinas posteriores. En los primeros años ochenta fue transmitida en los Estados Unidos la que consideramos como la obra maestra del género, El Rafa, la única en presentar personajes populares y humanos sin caer en el esquematismo de los representantes absolutos del bien versus los villanos totales, ambos salidos de la nada y movidos por la ambición arribista, que se tiñe de valores positivos o negativos según sea el carácter bueno o malo del personaje. El inolvidable Rafa, interpretado por Alberto de Mendoza, es un ejemplo de cómo se puede hacer una teleserie con un cierto valor artístico, sin caer en la manipulación comercial descarada.

El Rafa tuvo una secuela llamada El oriental (protagonizada por el mismo De Mendoza) donde se daba un paso más allá en la exploración costumbrista y se lograba una síntesis estetizante que no dejaba de ser interesante, así como algunos autores fílmicos italianos como Bolognini, Visconti y hasta el mismo Fellini superaron ampliamente el neorrealismo con el que se iniciaron y nutrieron desde los años cuarenta en adelante. La comparación no es desaforada ni gratuita, porque precisamente la cultura argentina moderna tiene obvias conexiones y raíces italianas, incluyendo el menos conocido filón cinematográfico televisivo. También El oriental fue sacado sin decir agua va de las redes de televisión en español, manipuladas desde los Estados Unidos. Nos quedamos con las ganas de seguir viendo una teleserie que tenía valores artísticos de indudable mayor calidad.

El gran Tzvetan Todorov (n. 1939) estudió los esquemas narrativos en los textos del Decamerón de Giovanni Boccaccio, historias que constituyen el arquetipo de todo el género, al menos para lo que llamamos cultura occidental, vale decir la nacida del Renacimiento italiano. De los estudios todorovianos se desprende la famosa curva de la tensión dramática, el clímax, el desenlace y los otros elementos dinámicos del argumento o "plot", como lo llaman los americanos, quienes siempre ganan en precisión lo que pierden en exactitud.

El esquema todoroviano para la teleserie no se diferencia gran cosa del básico del Decamerón, sólo que hay una repetición de las secuencias de tensión y ruptura de la tensión, correspondientes al número de capítulos, con un pequeño clímax para cada uno de ellos, que generalmente se resuelve en nada, un bluff al inicio del siguiente. Así, el esquema narrativo de la teleserie nos aparecería como una especie de tejado donde cada capítulo tiene su curva con desenlace en el siguiente y en el capítulo final hay un pico pronunciado que se resuelve al último minuto.

Lo que a la producción realmente interesa es ir desarrollando el arco de la teleserie, que suele abarcar varios meses. Este arco general se desarrolla entre dos polos que corresponden a la atracción y la inevitable separación de los protagonistas por acción de un elemento maléfico, que puede ser simple o plural (madre e hijo, como en las series protagonizadas por María Rubio y Alejandro Camacho, por ejemplo).

En la novela completa aparecerían dos polos que condicionan la tensión dramática y el desarrollo del argumento, los extremos morales del bien y el mal, siendo el bien representado por la pareja protagonista, y el mal por los villanos implacables y polimórficos. En un momento, el mal logra separar a la pareja bendita, con artilugios tan elementales que la mente de un niño podría dilucidar. Ellos caen inevitablemente en las burdas artimañas, en convicción total. Luego viene el interminable proceso de esclarecimiento de tan elemental verdad, que generalmente sólo se aclara en el último capítulo, a veces en el último minuto de éste, como en Rosa salvaje, con la muy rediticia pareja televisiva Eduardo Capetillo-Verónica Castro.

No siempre el distractor es un engendro del mal, sin embargo. A menudo es una especie de redentor frustrado, un papanatas o un pelmazo de piel impermeable a la realidad del desamor, que muy tozudamente se presta para ayudar, salvar o redimir a la protagonista. Ella es, por definición, la encarnación del bien y la pureza, pero no vacila en aceptar a ese individuo, a quien ella no ama, para dar celos al protagonista masculino o lisa y llanamente para obtener la legitimización social y humana que se supone sólo un matrimonio conveniente otorga a la mujer. En el caso del varón, generalmente se trata de una abnegada mujer que lo ama a sabiendas de que nunca será suyo, puesto que el primer principio moral para los héroes de las teleseries, es la estricta monogamia de por vida. La historia quisiera hacer realidad los mitos de la fidelidad total, del amor único, hechos finalmente triunfar en el último minuto del último capítulo, como si todo el mal del mundo pudiera desaparecer en un solo instante sacramental.

Las teleseries con más éxito comercial han sido las perpetradas en los estudios mexicanos de Televisa (http://www.televisa.com.mx) y otros, engendros que han crecido y prosperado bajo el tutelaje moral y social de la Virgencita de Guadalupe. No se puede concebir ninguno de los bodrios de esa vasta producción sin esta suerte de rectoría religiosa, que delimita las acciones de los protagonistas en los ámbitos del bien (los que siguen fielmente los preceptos católicos) y del mal (los que se apartan de ellos).

Con Cuna de lobos (y su secuela un poco deslavada en truculencia, Imperio de cristal) se desarrolló una línea tétrica en la cual ha reinado la supervillana María Rubio, con un parche a la Moshe Dayan en el ojo en la primera serie, y que dejó establecido un estereotipo muy difícil de superar, aun por ella misma. La perversidad insondable de su alma televisiva se transparentaba en sus gestos de frustración más que en los de alegría sádica, con una boca que se crispaba como la cloaca de un ave, mientras profería sus parlamentos de oligarca con menos abolengos que arrogancia.

En un muy cuestionable uso del precepto de la pobreza evangélica —la parábola del camello y la aguja que no permitiría a los ricos entrar en el reino de los cielos— muchas teleseries tratan aparentemente de glorificarla: los buenos son los pobres, y reúnen virtudes como la sinceridad, la honestidad y la rectitud, mientras que los ricos acaparan las virtudes de los malos. Pero, a un examen más detenido, vemos que dicho enunciado es absolutamente hipócrita, puesto que siempre —y esto constituye una especie de regla de oro de la teleserie tradicional— la riqueza va a ser el premio último, el estado de gracia final, y además, el héroe masculino es siempre o casi siempre un hombre inmensamente rico, encarnación posmoderna del príncipe azul del pasado: un propietario y director ejecutivo de fantomáticos imperios de cristal o de otras materias primas, un médico superdotado, o un ranchero poseedor de tierras infinitas. Ese varón modelo es el premio para la mujer-dechado-de-virtudes, que finalmente logrará conquistarlo y merecerlo.

De este tipo fueron Rosa salvaje, con Verónica Castro paladeando una vez más y con delicia su jerga de cuates pobres en cuerpo y espíritu, Acapulco, cuerpo y alma, donde se mezclaban personajes populares como el interpretado por el Flaco Ibáñez, con representantes de la más escogida plutocracia de la construcción urbana, en una especie de sinfonía del arribismo, y también la prolongadísima Marisol —telenovela más bien siniestra que mataba a sus actores (Enrique Álvarez Félix murió durante la filmación y no nos cabe duda de que la sordidez existencial de su personaje proyectada hacia su propia vida tuvo algo que ver con su triste fin)— que parece haber comprimido dos teleseries en una, con la manipulación más extremada de los principios todorovianos de todas las que hemos visto, con los trucos más baratos y las situaciones más inverosímiles.

El mundo de la teleserie clasifica taxativamente a la humanidad entre buenos y malos irremediables, pero en realidad termina dividiéndola entre los malos y los tontos. El estereotipo del malvado ha resultado ser el más eficaz para la manipulación todoroviana del argumento, estirándolo hasta la dimensión adecuada para crear tantas decenas de capítulos como sea necesario de acuerdo con el presupuesto de producción, junto con las expectativas de sintonía. El mal justifica al bien: sin el mal, el bien televisivo no podría existir, ni la teleserie tampoco. El villano, sea hombre o mujer, tiene características que son interesantes de analizar desde el punto de vista de la angulación de arbitraje moral que parece tener o adjudicarse cada producto del género. Todo malvado tiene actitudes que son asociadas a lo considerado pecaminoso por la moral católica, hasta el punto de que toda teleserie de primera sintonía parece ahora emanar directamente de una forma de catecismo fundamentalista y al mismo tiempo acomodaticio. Muy especialmente la sexualidad es vista como una actividad nefanda, invariablemente ligada a la maldad y la perversidad. Todos los malvados son sexualmente activos, entienden el placer y nunca tienen problemas en ir rápidamente a la cama. En cambio, con raras excepciones que siempre son justificadas desde el punto de vista de esa misma moral, las protagonistas sólo aceptan la sexualidad dentro del matrimonio, y con función procreativa, como ordena la doctrina católica. A veces, con furor ideológico y certero olfato comercial, actores y actrices imitan a sus personajes en la vida real. Por ejemplo, la virginidad premarital tan pregonada (en su entrevista con Chabeli) por la cantante y actriz Lucero, es contrabandeada como uno de los valores morales más importantes en la sociedad contemporánea. Ahora, recientemente, el show de su boda religiosa con el colega Mijares ha sido como reeditar otra teleserie, como si la realidad imitara al arte o seudoarte de la cual emergió, con todos los clichés, las guiñaditas a la virgen guadalupana, la gazmoñería y el boato que antes vivió en la ficción en su boda de Lazos de amor. Por supuesto que este video se ha convertido también en un éxito comercial. En un sentido menos sórdido, la pequeña Daniela Luján, que protagonizó la teleserie Luz Clarita, especie de Shirley Temple latina sin la arrogancia y la tontería de la original, ha pasado a ser su personaje, y a la vez ha tenido el talento de encarnarse en su historia, variante de Anita, la huerfanita, incorporándolo con gracia a la propia vida.

Hay mucho más que se puede decir sobre esto: hace un tiempo vimos un programa de Cristina Saralegui en Univisión, donde fueron presentados los dos villanos de la serie Te sigo amando. El más notable de ellos, Ignacio Aguirre, interpretado por Sergio Goyri, es un personaje que parece salido de los arcanos del machismo mexicano y latinoamericano, encarnación paradojal del Siete Machos que debió actuar y desarrollar su personaje mientras estaba en silla de ruedas. (La silla de ruedas parece estar asociada a una forma de fetichismo televisivo: sin al menos una de ellas con su minusválido real o fingido, no parece haber posibilidad de realizar una serie). Pero lo interesante es que estos personajes, como el citado Aguirre y Huicho de El Premio Mayor (al cual nos referiremos más adelante) son proyecciones arquetípicas de valores hondamente arraigados en la sociedad y los propios actores los encarnan con la fidelidad con que uno se interpreta a sí mismo. Ignacio Aguirre es en la pantalla lo que Sergio Goyri no siempre se atrevería a representar en la "vida real" (estamos conscientes de que este término ya dice muy poco) a pesar de que esencialmente se trata de su propio yo. Ignacio Aguirre fue la adecuada encarnación de un fondo sádico que la sociedad reprime con velada o abierta hipocresía, y al proyectar esa imagen en el poderosísimo instrumento televisivo, lo recobra con una fuerza que, estamos seguros, los directores y productores estaban lejos de sospechar. Así en medio del Show de Cristina una espectadora le gritó a Goyri, "¡Ignacio, pégame con tu fusta!". O sea que los personajes televisivos de más éxito son aquellos donde los actores no se expresan sólo con referencia al guión, sino básicamente se representan a sí mismos, en contradicción con los principios generales del teatro de Stanislavsky, por ejemplo, o de otras escuelas de actuación que buscan potenciar la capacidad del actor para escapar de su persona encarnada y enraizada, y crear verdaderamente un personaje.

Pocos personajes de ficción son tan desagradables como los héroes de las teleseries. En la intolerable intromisión y manipulación supuestamente moral de los argumentos, aparece nítido un esquema ético visto a través del cristal religioso y pequeñoburgués latinoamericano. La teoría indica que el malvado posee sólo defectos y el o la protagonista, sólo virtudes. Pero si se analiza la idiosincrasia y la conducta de estos héroes, ellos muchas veces son más ruines que los villanos, y comparten muchos de sus defectos. Muchas veces, nuestra simpatía va hacia los villanos: al menos ellos poseen ciertas importantes virtudes. Por ejemplo, los malvados tienen una tenacidad que a menudo llega a la majadería, pero al menos luchan por su amor, por loco o aberrante que sea, asumen la dignidad de no dejarse humillar, y todos sus actos tienen una consecuencia que no por ser lamentable resulta menos real y también humana. Mientras que el falso bueno es por esencia derrotista, y parece entregarse de partida a la adversidad con el único consuelo o solución de la plegaria lloriqueante, el malvado persigue su fin hasta las últimas consecuencias. Los personajes que se despachan por modelos morales hacen todo lo contrario: actúan como pusilánimes y son superficiales y apresurados en los juicios con que miden a su compañero o compañera, condenando instantáneamente y sin apelación en base a las apariencias. Por definición histórica, todo héroe de la modernidad es un antihéroe, pero el folletín televisivo ha creado antihéroes tan deshonestos y manipuladores que se diferencian muy poco de los villanos. La verdad es que tanto los "buenos" como los "malos", son moralmente repulsivos. En las muy recientes La usurpadora y Preciosa, las "heroínas" realmente rebasan todos los colmos del puritanismo y la pusilanimidad masoquista, sacrificándose y castigándose en aras de los lazos de sangre, pero actuando en verdad como cómplices de los malvados, mientras que Ángela, protagonista de la serie del mismo nombre, introduce una interesante variante psicológica, por tener un carácter fuerte y decidido, lo que la diferencia de las otras heroínas del género, pero no le ahorra los líos que el argumento le depara.

Aun cuando la productividad de ciertos autores de teleseries como Delia Fiallo —que es la equivalente de Corín Tellado en el folletín televisivo— parece no tener respiro, no es necesario un examen riguroso para descubrir que el esquema narrativo se reproduce con cada estreno. En la intervención y manipulación del argumento se repite, entre otros muchos, el mismo truco idiota de la borrachera inducida al protagonista, seguida de una foto comprometedora con la villana. También puede ser al revés, como en Acapulco, cuerpo y alma, y en este caso el protagonista varón muestra una severidad inaudita. En Marisol hay un abuso descarado de este recurso: tres veces se emborracha al protagonista, que cae embrutecido otras tantas en los brazos de la villana.

La función procreativa humana, los embarazos estratégicamente distribuidos o suprimidos, obedecen a un esquema narrativo de incógnitas que enturbian certezas y certezas que siembran el desconcierto, llevando empero en ellas la semilla del desenlace y su obligado final feliz. La maternidad parece ser la función última y compulsiva de toda heroína que merezca ese nombre en una teleserie. Pero la inconsecuencia de ellas provoca muchos problemas y esas maternidades distan mucho de ser pacíficas y armoniosas. Desde el robo del infante en la propia cara de la heroína, o el abandono del recién nacido por parte de la probísima mujer, la vida de esas criaturas está signada por lo precario y lo azaroso, y paradojalmente es el mismo azar, y no la lógica, el que resuelve el embrollo.

Otro elemento narrativo importante de la teleserie es el silencio de los protagonistas. Mientras el villano habla —y lo que dice generalmente son mentiras muy gordas—y actúa, la protagonista virtuosa calla y reza. La historia se va tejiendo en los silencios forjados por la pusilanimidad de los protagonistas "buenos", en su incapacidad de asumir un mínimo de sinceridad y en su elección del engaño y el subterfugio, igual que los villanos. Por ejemplo en el prolongado vallenato televisivo de Marisol —que es una walkiria muy fornida, pero con menos cerebro que un pollo recién nacido— hay silencios absurdos por parte de los personajes clave, motivados por razones delirantes o demenciales, y todos resultan víctimas de ese silencio. Si los protagonistas no callaran sin necesidad ni razón lo más esencial de su drama, no habria teleserie.

La sociedad que aparece en la teleserie tiende a contraponer actividades que serían igualmente respetables, pero que se tiñen de elogio y admiración, o censura y condena manifiesta o sugerida. Por ejemplo, no cabe duda de que el modelo para el varón de pro es el hombre de negocios, el ingeniero o el médico. Otras profesiones liberales pueden ser aceptables, como la arquitectura, siempre que el individuo sea un triunfador absoluto y diseñe palacios, hoteles o rascacielos para los potentados, como en Tú y yo. Se contrapone a los ingenieros con los artistas, sobre todo si ellos practican cualquier forma de arte moderno y resulta por lo menos curioso de constatar que la decoración —que también es un código de lenguaje — subraya con precisión estos detalles: los malvados tienen casas más bellas y mejor decoradas, con objetos de arte o cuadros abstractos o cubistas, mientras que las mansiones de los "buenos" están atiborradas de objetos de un gusto pedestre y barroqueado.

El código del vestuario en los jóvenes es otro parámetro de un lenguaje corporal al cual se le atribuyen valores éticos: los jóvenes buenos se visten de terno gris y corbata de colores funerales; los malos visten poleras con imágenes del ámbito del rock, usan el pelo largo y poseen dotes artísticas musicales. En El Premio Mayor, teleserie que postula a ser "diferente", fuera de explorar varias situaciones cómicas o grotescas sobre la muerte o lo mortuorio, se adjudica definitivamente al delincuente, al pillo de siete suelas, un estilo de vestir que tiene origen en la cultura rock o punk, como los cabellos teñidos o las trenzas masculinas. Los artistas de cabaret, cantantes de boleros y otros miembros de ese ambiente en general, parecen ocupar la región más baja de la respetabilidad social, y son mostrados como perversos, como Zulema y Mario en Marisol.

Esta visión maniquea del mundo, que corresponde exactamente a una concepción retrógrada del mismo, ha alcanzado grados insospechables de sofisticación. Por ejemplo en Te sigo amando la medicina convencional —o sea el instrumento social de la cuasi omnipotente industria química internacional— es vista como el ápice de la ciencia y por lo mismo del bien (la figura del médico cirujano es otro de los "role models" de la ortodoxia telenovelística) mientras que una burda interpretación de la medicina alternativa, igual que la sexualidad, es asociada al mal. Así el uso de yerbas por Felipa (que la estupenda actriz María Rojo interpreta infundiéndole una sensualidad y veracidad que merecerían mejor destino) es anatemizado por diabólico, y sus facultades paranormales también son fichadas dentro de lo maligno. A la medicina convencional, por otra parte, se le atribuyen triunfos que son pura fantasía, o liso y llano disparate: hay técnicas prodigiosas inventadas por los personajes cirujanos, muy especialmente aquellas otorgadas gratuitamente a la competencia de los médicos de Houston, Texas, ciudad americana donde se concentrarían todas las maravillas de la salud y la curación humana. En esta serie hemos visto a la legendaria Katy Jurado —la que en su juventud trabajó nada menos que con Luis Buñuel— reducida a una expresión convencional de nana crédula y bonachona, que reina pero no gobierna en un rancho mexicano donde crecen más estereotipos que malezas.

Esta producción tal vez sea la que más descaradamente manipula el sofisma catolicismo/bien versus agnosticismo/mal. El supervillano Ignacio Aguirre vive trasegando sin interrupción cantidades increíbles de tequila "traída de Atotonilco" mientras proclama su ateísmo, mata al cura de la aldea, y clausura o profana iglesias. Resulta sorprendente ver a la televisión, considerada como el medio de comunicación más típico de la modernidad, como vehículo de una ideología medioeval. Pero el viejo Todorov lo permite todo en su largueza estructuralista, y en El Premio Mayor aparece ya una suerte de posmodernidad mexicana del folletín. En esta serie se rompe el esquema básico y la regla de oro de la teleserie: aquí los distractores triunfan sobre la pareja protagonista y en el último capítulo la audiencia no se ve gratificada por su beso o sacramento ritual. Ambos distractores desposan a los protagonistas, con intención regenerativa en el caso de la mujer, y con intenciones aviesas en el caso del antihéroe Huicho. Pero esta anomalía todoroviana no tiene como base la condena al machismo del protagonista y el premio a su sufrida esposa, protagonizada por la muy sólida Laura León: se proyecta una secuela, para prolongar las aventuras de Huicho y también las ganancias.

Huicho es un interesante antihéroe, muy claro retrato del macho latino dividido entre sus apetitos sexuales y aquellos del "grandeur" pequeñoburgués, con una mansión que parece un mausoleo o galería de los horrores, pero a quien el talento de comediante de Eduardo Bonavide dio una dimensión humana raramente plasmada en esta área, excepto cuando se trata de representar su propia imagen e idiosincrasia. Su personaje carece de la dimensión unívoca de superhombre nietzchiano de otros protagonistas principales. Hay una angulación picaresca en Huicho y otros personajes, que si bien tiene una larga tradición no siempre excelente en el cine comercial mexicano, en el medio de las teleseries resulta al menos fresca y rica de posibilidades. Las aventuras y los disparates de Huicho llegan a tocar lo surrealista, lo que ya es mucho decir, pero no olvidemos que en nuestro continente el surrealismo habita por vía natural y no puramente intelectual o artística.

Estas notas no han pretendido otra cosa que ordenar algunos recuerdos y conectar algunas ideas respecto de un medio cuyo potencial es muchísimo mayor que la calidad de sus realizaciones, que no por alcanzar millones de telespectadores tienen el nivel que podríamos esperar de los millones de dólares que las mueven y promueven. Viendo una teleserie, sinceramente desearíamos experimentar algo más que la satisfacción banal de lo consabido. La teleserie es un instrumento poderoso, hoy por hoy desperdiciado, aunque sea tan grande su éxito que ha movido al gobierno chileno a decretarlas "artículos de primera necesidad". Las telenovelas chilenas se venden muy bien en Rusia, informa la misma fuente en un artículo que no casualmente se titula "Surrealismo chilensis".1

Hemos empezado invocando, fuera de Todorov, a Gabriel García Márquez, porque este muy querido escritor ha sido quien ha entregado a la opinión pública importantes ideas sobre la teleserie: una sola de ellas llega a quince millones de espectadores sólo en Colombia, tanto como todos sus libros juntos, ha dicho Gabo. Por lo tanto habría que reivindicarla, ganársela a los malos escritores y a los operadores culturales inescrupulosos.

En las propias palabras de García Márquez "hay que cambiar las malas telenovelas por buenas".2 El problema reside en ver si el "establishment" lo permite, si es que la entrada en escena de la calidad no está en contraposición total con la bien aceitada maquinaria donde —con el viejo Todorov como ignaro cómplice— también estamos nosotros, noche a noche, comulgando con anchísimas ruedas de carreta y sufriendo su dosificada ansiedad coronaria, enviciados con el pasado y también con el próximo vallenato.

    San Luis Obispo, agosto de 1997.



  1. Información proporcionada por el diario El Chileno (versión electrónica del web, edición de septiembre de 1996). Regresar.
  2. Entrevista en video: Gabriel García Márquez: tales beyond solitude (Luna Films Productions, 1989).Regresar.




       

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