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Editorial
El año que supusimos. Al ser esta nuestra primera edición del año 2000, hacemos algunas consideraciones sobre el aliento milenarista de estos tiempos.

2000: el futuro presente y Linternas
Simultáneamente a esta edición, usted podrá leer el libro electrónico 2000: el futuro presente, con el que saludamos el mítico año que vivimos. Además, nuestra Editorial Letralia también publica el libro Linternas, de la cubana Odette Alonso.

Noticias
Lorca en litigio. Los parientes de Federico García Lorca adelantan gestiones para recuperar el manuscrito de Poeta en Nueva York.
Falleció Manuel Rueda. El 20 de diciembre dejó de existir uno de los más importantes poetas de República Dominicana.
Neruda, más vigente que nunca. Un disco de oro para Marinero en tierra: tributo a Neruda coloca al poeta en la cima del ranking discográfico.
Dudas panhispánicas. Alimentado en gran medida con consultas hechas a través de Internet, el Diccionario panhispánico de dudas estará listo en 2003.
Revistas que se encuentran. Editores de revistas culturales de España y Latinoamérica se darán cita el próximo mes en La Habana.

Paso de río
Brevísimos y rápidos del río que atraviesa la Tierra de Letras.

Literatura en Internet
Ciberletras. Desde agosto circula en Internet la revista Ciberletras, que estudia las literaturas de España y Latinoamérica, y se perfila como una de las mejores del medio.

Artículos y reportajes
El vicepresidente de la República y la Constitución. El abogado boliviano Pablo Mendieta Paz analiza la figura del vicepresidente en la jerarquía gubernamental de su país.
José Asunción Silva, un diplomático en Caracas. El colombiano Dixon Moya nos brinda una interesante crónica sobre la estadía de José Asunción Silva, como diplomático, en Venezuela.

Sala de ensayo
La problemática de los jóvenes nicaragüenses. El educador nicaragüense Juan Bautista Ramos explica las razones de los principales problemas que afectan a los jóvenes de su país.

Letras de la
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Cuando tengamos sesenta y cuatro
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En noches como ésta
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De súplicas y naufragios
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El buzón de la
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Sobre dificultades e incomprensión
Poeta a los 14
El factor fama


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Letralia, Tierra de Letras Edición Nº 85
17 de enero
de 2000
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Cómo se aprende a escribir
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La revista de los escritores hispanoamericanos en Internet
Letras de la Tierra de Letras

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En noches como ésta

Evelyn Aixalà Pozas

Quizá tienen razón cuando introducen el amor en los libros.
Quizá no puede vivir en otra parte.

W. Faulkner

—Te extraña que una mujer de mi edad esté sola en un lugar como éste. ¿Cuántos años dirías que tengo: treinta y cinco, cuarenta..? No te atreves a decirlo. Crees que me ofenderías. Eres de los que piensan que es de mal gusto calcular la edad de una mujer. Te da miedo equivocarte y molestarme. No me importa, de veras, sé que el tiempo pasa y que ya no soy una jovencita. Te lo diré yo, así te libero del compromiso. Tengo cincuenta años. ¡No pongas esa cara! Seguramente pienses que no los aparento, pero es porque no me estás mirando a los ojos. Ellos nunca engañan. Nos desnudan sin pudor. Si los miras bien, verás que éstos han sufrido. No me asusta envejecer, arrugarme, encanecer... es una angustia inútil. Lo que me hace sentir desamparada y frágil es advertir cuántas cosas he perdido por el camino. La vida es un perpetuo destierro. Somos cigüeñas que emigran y nunca vuelven al mismo nido, por más que les gustaría. Uno a veces pierde de vista lo que ha sido, pero nunca lo olvida. Olvidar... ¿quién puede hacerlo? Yo aún puedo verme jugando a rayuela en el callejón de enfrente de casa con mi pelo cortado a lo Napoleón y mis piernecitas enclenques y magulladas. Me podía pasar horas y horas lanzando la piedra y saltando o apoyada en la puerta del cobertizo viendo cómo mi abuelo ordeñaba. El tiempo no apremiaba. ¡Quién volviese a aquellos años de despreocupación! Decía un viejo profesor mío que en cada momento de nuestras vidas está presente nuestra infancia y nuestra muerte... ¿Por qué me miras tan asombrado? Dime si me equivoco; ahora te estás preguntando: ¿qué la habrá traído hasta aquí, un desamor, tal vez una disputa pasional o tan sólo un aburrido enfrentamiento matrimonial? ¿Estará esperando a alguien o su único propósito esta noche será encontrar a una persona que escuche y no haga preguntas estúpidas? Te diré que lo más probable es que sea un poco de todo esto, pero sobre todo la culpa la tiene una pipa, sí, tal y como lo oyes. Soy prisionera del recuerdo, una víctima más de ese eterno verdugo de batallas breves y mortales. Yo me pierdo en sus galerías con facilidad. El futuro me resulta desesperanzador. Todo lo interesante que puede ofrecerme son veladas como la de hoy, nada más. La nostalgia me atrapa en noches frías y tristes como ésta. No soporto la lluvia menuda que cae igual que polvo y te cala hasta los huesos, ni el crujido de las hojas secas mientras caminas, me recuerda esos cuentos de infancia de cementerios y espíritus que imploran en la noche. Mi madre me los leía y yo lloraba desconsolada. Me entristecía, como me entristece este lugar: las melancólicas notas del bajo, la voz quebrada de la negra, y este olor ¿lo notas? Es tabaco de pipa, de malta, es inconfundible. Nunca sé si es el recuerdo quien me atrapa o soy yo quien lo persigue. ¿Te apetece escuchar mi historia? ¿Ese tímido gesto significa que sí? Bien... Cuando conocí a Fabio fumaba en pipa y me observaba desde detrás de una tupida nube de humo de olor dulzón que desdibujaba su rostro. Expulsaba el humo lentamente, manteniendo la mirada fija, como si estuviese pensando algo decisivo para todos nosotros e incluso para la humanidad, me imagino a Freud clavando los ojos con la misma intensidad sobre sus pacientes. Creí que era una estrategia de conquista muy meditada, ya sabes, fumar en pipa da ese aire de intelectualidad y misterio. Seguramente yo misma me tendí la trampa donde más tarde caería atrapada. No sabes de qué trampa hablo, pero si permaneces ahí, pronto lo descubrirás. Han pasado más de veinticinco años desde aquella noche de otoño. También lloviznaba. Llegué tarde. Mis amigas me esperaban acompañadas por un par de chicos en apariencia algo mayores que nosotras. Cuando me senté, desenvolviéndome con un falso aire de seguridad, Fabio dejó escapar una sonrisa socarrona. Me molestó esa mirada pretenciosa. Noté que la sangre me subía a los mofletes y me invadió un sentimiento de repulsión y fascinación a un mismo tiempo. Yo tenía entonces veinticuatro años y sufría. Padecía un anhelo insoportable e indefinible, un vacío que sólo me permitía llorar en soledad y fingir en presencia de los demás. Esperaba ansiosa a alguien. No sospeché que la esperanza casi siempre precede al desencanto. Ahora que lo sé, ya no espero. No quiero volver a imaginar que algo me pertenece. La posesión es nuestro peor enemigo, nos vuelve obsesivos y egoístas, y nos hace sufrir. Sin duda el tiempo enseña si no a evitar los errores sí, al menos, a reconocerlos cuando llegan. Y diría que enseña algo mucho más importante, que lo más amado y deseado siempre es infinitamente efímero. Aunque dure cien años, siempre nos parecerá que ha sido un relámpago.

—Es la primera vez que viene a este bar, ¿no es así? Me acordaría de su cara, si de algo puedo presumir es de memoria. Yo vengo todos los días a esta parroquia y siempre rezo en la misma mesa, al lado de la ventana. Se preguntará por qué. La respuesta es muy simple: una mujer, detrás de cada obsesión siempre hay una mujer. Desde aquí veo la entrada del club de jazz y a ella cuando llega. No sé por qué la espío. Me excita imaginármela seduciendo a otros como me sedujo a mí, haciendo que fuma, apurando la copa en un par de sorbos, marcando el ritmo de la música con los pies... Precisamente nos conocimos en ese club de jazz. Me fascinó esa candidez que trataba de disimular sin éxito, esa salvaje inocencia, ¿sabe de qué le hablo? Entonces yo era otro. Daba clases de historia en un instituto público y militaba encarnizadamente en la izquierda. Proclamaba un mundo más libre y más justo, y míreme donde estoy, conduciendo un podrido autobús turístico, una Torre de Babel donde nadie se entiende y a nadie le importa que así sea. Si le digo la verdad, a mí tampoco. Soy un esclavo resignado, lo reconozco, dejo pasar los días. Los sueños no me han conducido a ningún lugar, más bien me han anclado en este letargo. La noche que la conocí, yo había salido de copas con Carlos, un compañero del partido. Fue él quien las invitó a sentarse con nosotros, a Ángela y a sus dos amigas. ¿Quiere que se la describa? Me encantaría, aunque antes quiero que sepa que tal vez todo lo que le explique no sea más que el recuerdo traicionado por los propios recuerdos. Lo primero que vi fueron sus ojos glaucos de pupilas serenas bajo unas pestañas sencillamente impresionantes, largas y espesas. Presentí que sus ojos podían conducirme hasta la muerte. Dejaba caer los párpados con una mezcla de natural inocencia y estudiada provocación que perdían al más cauto. ¡Una mirada tan limpia! Luego, con el tiempo, se volvió dura, impenetrable, recelosa... Bajar la mirada es signo de desconfianza. Usted me está mirando de soslayo, claro, no me conoce y no se fía de mí. Seguramente yo también desconfiaría de un fulano que se pasa los días espiando a su ex mujer, pero créame, soy inofensivo. Recuerdo que aquella noche de la que le hablo empezó a cargarse el ambiente de humo y aproveché para invitarla a salir. Nos sentamos en un banco de la plaza. Había dejado de llover. Yo tenía unas ganas locas de darle la mano pero no me atreví ni a rozarla. La acompañé a casa y me invitó a subir. Me sentí victorioso, puede imaginarse. Por más que quería no podía borrar la sonrisa bobalicona de mis labios. De repente, mi osadía me traicionó. Le dije: ¿sabes que tengo ganas de darte un beso? Y ella respondió lacónica: yo no. Quise evaporarme, imagínese la plancha. Apuré el café de un solo sorbo. El pulso me temblaba y el rostro me ardía. Me fui derrotado como un toro después del encierro. Pensé que ya no sabía seducir y lo que era aun peor, que estaba patéticamente convencido de lo contrario, de que no había quien se resistiese a mis encantos. Me sentí absurdo y pretencioso. Sin embargo, no quise aceptar la derrota tan pronto, mi ego estaba dolido pero es muy pertinaz, de modo que le dejé mi número de teléfono. Cada vez que sonaba, deseaba que fuese ella, pero nunca llamó. Nos encontramos un par de días más tarde en el tren. ¿El destino? Me gusta creerlo así.

—Le dije que no me apetecía besarle. Era mentira, pero creí que no debía ceder tan pronto. Me provocó placer ver cómo se borraba de su rostro esa presumida sonrisa de triunfo. Me sentí poderosa aunque sólo fue un instante. Luego me inquietó la idea de no volver a verlo jamás. Me dejó su número de teléfono pero nunca logré localizarlo. Coincidimos en el tren un par de días más tarde. Nunca le confesé lo de las repetidas llamadas. No podía saber que no había dejado de pensar en él. Traté de disimular mi alegría por un encuentro tan azaroso y a la vez tan esperado, pero debió de ser en vano ya que sin duda mis ojos me delataban. Tengo un recuerdo tan bello de aquellos primeros meses en que todo nos sorprendía del otro. Pero las cosas se deterioran tan pronto... y ya nunca nada vuelve a ser lo mismo. No hacen falta grandes traiciones para que todo se despedace, es suficiente un movimiento en falso. ¿Sabes? Yo era virgen antes de conocer a Fabio. ¿Te sorprende? Sin duda te sorprende. Nunca supe si el no haber cedido hasta entonces fue una cuestión de decoro que provenía de una educación de raíz cristiana, si es que yo tenía una idea demasiado platónica del amor que me impedía concebir el sexo como mero placer, lo cual en realidad viene a ser lo mismo que lo anterior, o si sencillamente hasta aquel momento las circunstancias me habían sido adversas y los candidatos no habían estado a la altura. Lo cierto es que hasta que llegó Fabio, reprimí mis fervientes deseos una y otra vez y, sin embargo, me acosté con él apenas hacía una semana que nos conocíamos. Juraría que lo decidí el mismo día que le vi y no me preguntes por qué ya que no hay respuesta. La primera vez, que yo esperaba como el más dulce de los placeres, no fue tan deliciosa. La ansiedad y el azoramiento me mantenían clavada en el catre, rígida, apretando las piernas, contrayendo los músculos y conteniendo la respiración cada vez más agitada. Fabio no se desalentaba pero yo me resistía muerta de miedo mientras él trataba de calmar mis sofocos con caricias. Fue una larga lucha entre su porfía y mi recato. Por suerte, mis fuerzas desfallecieron y perdí el combate. Aun así, lo recuerdo con ternura quizás porque no puedo separar aquella vez de todas las posteriores, o quizás porque no fue tan desastroso como lo sentí entonces. El sexo nos unió más de lo que nunca hubiese imaginado. Con el tiempo fui descubriendo que las alianzas que se urden bajo las sábanas son mucho más poderosas que las que nacen de la sensatez. Disfrutaba fantaseando nuevos juegos y, sobre todo, gozaba provocando situaciones morbosas en público en las que él era mi más fiel cómplice. Nos divertía escandalizar a los pobres pudorosos que se echaban las manos a la cabeza aturdidos. Se creó un vínculo que nos permitía anticiparnos a los pensamientos del otro. Recuerdo que la primera vez que pensé que le quería, le miré fijamente. Él tenía los ojos cerrados. Parece increíble pero sin abrirlos, dijo: yo también. Si hubiese tenido la posibilidad de matar al tiempo justo en aquel instante, lo habría hecho. Me miras como si quisieras que nunca olvidase esa mirada, dijo Fabio. No sabía, ni él tampoco, que llegaría un día en que nada de todo eso podría recuperarse. No comprendo cómo ni cuándo nos perdimos. No advertí el ocaso. Cuando abrí los ojos ya era de noche, una noche terriblemente oscura. Sin embargo ahora, desde la distancia, creo que el primer aviso fue el maldito ramo de rosas. Adoraba esa flor tanto como ahora la detesto. Es altiva y traicionera. Nos deslumbra con su belleza para luego clavarnos las espinas cuando queremos tomarla. La nota que acompañaba al ramo era: todo lo que pudiera decir no serían más que palabras. No estaba firmada. Aquella tarde yo había discutido con mi padre, algo frecuente entre nosotros, e interpreté que ese ramo, como otras muchas veces, era su forma de disculparse. Fabio llegó a casa sonriente. Me molestó porque estábamos ya demasiado lejos el uno del otro para contagiarnos los sentimientos. Percibí la triste verdad: nos estábamos desenamorando. Fabio miró las rosas y murmuró que eran preciosas. Asentí con un leve movimiento de cabeza. ¿Nada más?, preguntó. Entonces comprendí que era él quien las había enviado. Mis ojos se humedecieron. Sentí un vacío tan grande como el que produce la muerte de alguien querido. En realidad algo querido se estaba muriendo.

—No entendí por qué sus ojos se llenaron de lágrimas y no se lo pregunté. Hablar sólo conseguía empeorar todo. Su mirada se volvió insoportable, incluso odiosa. A veces hubiese deseado arrancarle los ojos. Aquellos meses recuerdo meterme en la cama todos los días con la misma pregunta y reprimir el impulso de hacerla por temor. ¿Me seguía queriendo? No osé pronunciar esas tres palabras que seguían zumbando en mi cabeza cada noche como una mosca encerrada en un cuarto sin salida. Me daba cuenta de cómo todo se iba pudriendo pero no sabía qué lo gangrenaba ni si había un remedio y, en tal caso, cuál era. Fue Ángela quien, como si leyese mi pensamiento, me desafió una noche con la pregunta. Me enfurecí y espeté un discurso acerca de lo innecesarias que son las palabras para hablar de sentimientos, precisamente yo que había soñado con aquella pregunta un sinfín de noches. En lugar de decirle la verdad, de decirle: te quiero tanto que sería capaz de matarte, dije: ¿qué necesidad hay de preguntar eso? Ángela no soportaba mis evasivas. ¿Me quieres?, insistió. El tono de su voz era áspero. Recuerdo que le dije: ¿Te vas a sentir más tranquila si te digo que sí? Me miró con odio y salió del cuarto sin hacer ruido. No regresó en toda la noche. ¿Lo entiende? No se daba cuenta de que las palabras mienten, son imprecisas y embaucadoras, no aciertan ni a mostrarnos un reflejo mínimamente fiel de la realidad. ¿Sabía que Heráclito decidió dejar de hablar para no mentir? Ella hubiese preferido morir antes que callar, no soportaba el silencio excepto cuando lo aprovechaba para recriminarme algo. Traté de arreglarlo con un ramo de rosas. ¡Qué estúpido fui! Añadí una nota que decía: todo lo que pudiera decirte no serían más que palabras. Estúpido por segunda vez. Regresé a casa esperando una sonrisa indulgente y encontré esa mirada sombría. Amigo mío, es inútil esperar, hágame caso, no aguarde nunca o sólo encontrará desengaños. Decía mi abuela que el que siembra recoge, pero yo debí sembrar semillas del diablo porque no recojo más que fracasos. Si uno pudiese prescindir del sol y la lluvia para reunir buenas cosechas...

—¿No pensabas cuando adolescente que el amor era un estado inagotable de embriaguez? Yo sí. Nunca imaginé que estuviese más cerca del dolor y la destrucción que de la felicidad. Quién me hubiese dicho que pone al descubierto nuestros más mezquinos sentimientos. Quise a Fabio tanto como le odié. Quizás si le hubiese querido menos, si la razón nos hubiese dominado en ciertos momentos de locura, si... ¿pero quién puede poner freno al desenfreno? Su presencia me dolía porque era el reflejo de la desesperanza, de lo que nunca poseería. No soportaba que me apartase de él, que decidiese sentarse en la otra esquina del sofá, que prefiriese venir a la cama media hora más tarde, que no me permitiese participar en sus lecturas, que se encendiese si yo le observaba apoyada en el quicio de la puerta como si violase su intimidad. Su necesitada soledad se convirtió en una carga insufrible para mí. No sabía qué hacer con mi libertad cuando él me alejaba. Aún hoy muchas noches sueño que vivo encerrada en la penumbra de una celda. Veo sombras que no puedo definir, sombras de gente que no dice nada. Su silencio es insoportable. Es absurdo pero casi siempre preferimos las palabras que no dicen nada al silencio. Yo soy la primera que no lo puedo sufrir, me incomoda. Olvidamos que es más fácil decir lo que no se siente que callar lo que se siente, y es así como Fabio y yo acabamos por reprocharnos tanto lo que decíamos como lo que no decíamos, sobre todo lo segundo. Nos husmeábamos como las fieras. Nos molestaba la presencia del otro y todo lo que hacía nos parecía una provocación. Nos fuimos deslizando por un túnel sin salida en el que vislumbrábamos un ápice de luz que nunca logramos alcanzar. Siempre retrocedes, aunque tienes la ilusión de caminar hacia adelante. ¿No has vivido esta angustia? La distancia acaba siendo insalvable. Desconfías y prefieres inventar antes que escuchar los motivos del otro. Fabio llegaba tarde a casa y me decía que había estado paseando. Estaba convencida de que me mentía. Lo suponía en la cama con otra. Entonces aún no podía imaginar quién era esa mujer. Los celos me mataban. Sufría su ausencia como un castigo. Recuerdo que una tarde fuimos a ver una exposición de Magritte. Una francesita se paró justo a nuestro lado y miró a Fabio con descaro. Era realmente bella. Tiene unos ojos que matan, dijo él. Los míos, en cambio, se habían aguado. No puedes imaginar lo vulgar, fea y vieja que me sentí. En el resto de la tarde no volví a dirigirle la palabra.

—A veces la odiaba tanto que deseaba destruirla, como aquella tarde en el museo. Un año antes, Ángela habría mirado a esa chica y asentido a mi piropo con una sonrisa, quizás hasta me hubiese propuesto invitarla a dormir con nosotros con ese tono de provocación que nunca se sabía si era en serio o en broma. Sin embargo aquel día se enojó y me castigó con el silencio. A mí también me atacaban los celos, pero yo nunca lo oculté. Recuerdo que al principio me gustaba que otros tratasen de poseerla con la mirada. Sentía que en lugar de poner en peligro nuestra relación, se tendía un puente de complicidad que hacía nuestro vínculo más sólido. Era tan seductora que se giraban para mirarla. Más tarde empezaron a molestarme incluso las sonrisas cándidas si iban dirigidas a ella y para colmo las capturaba al vuelo con orgullo. Se despertaban en mí instintos asesinos pero lo único que hacía era arremeter contra Ángela como si tuviese la culpa de ser bella y deseable. No podía controlar mi furia. En cambio, ella adoptaba ese aire de ofendida que se empeñaba en negar si se lo mostrabas. Me resultaba patética. ¿Qué hay de malo en aceptar que se sienten celos? No es tan lamentable. Es humano, ¿o no está de acuerdo conmigo? Ángela no podía admitir ni una sola de sus miserias. Si se las descubría, me miraba con esos ojos terribles exhalados desde no sé qué vacío doloroso. Una mirada que se hacía más intensa y desgarradora cuanto más lejos de mí estaba.

—¿Quieres que siga? Me parece que aún no te he contado nuestro viaje a la Alhambra. Lo emprendimos para resarcirnos del daño que nos estábamos haciendo. Puedes suponer que no sirvió de nada. Ya no había vuelta atrás. Recuerdo cómo iba creciendo mi irritación a medida que avanzaba la visita. Fabio quería verlo todo cuanto antes. Su impaciencia me crispaba. Caminaba raudo, esquivando a los visitantes sin miramientos; empujando y propinando codazos a diestro y siniestro sin dejar de blasfemar. Sus ojos cada vez desprendían más odio. Me detuve en la sala de los Abencerrajes. Habrían sido suficientes cinco minutos para contemplarla, pero alargué ese instante sólo para fastidiarle. Quizás en el fondo esperaba estar equivocada y que admirase conmigo esa maravilla. ¿Piensas estar aquí hasta que se desplome?, preguntó airado. Una vez más le odié, pero contuve mi cólera. Mientras comíamos, en la mesa de enfrente, había una pareja de ancianos. Debían tener más de setenta años. Él la miraba con tal dulzura que no pude apartar mis ojos de ellos. ¿Deben estar aún enamorados?, pregunté. A veces el miedo a la soledad nos ata, contestó Fabio. No los estaba mirando. Nadie que hubiese visto esas miradas habría afirmado tal cosa. ¿Desenamorarse es sólo cuestión de tiempo?, insistí, ¿es eso lo que nos ha pasado a nosotros? Su evasiva fue demasiado evidente: No hablaba de nosotros, dijo esquivando mis ojos como si le quemasen. Espeté una sonrisa tan cínica que incluso me hirió a mí. Deja de engañarte, le dije, este fin de semana no ha sido más que un intento fallido de ocultar lo obvio. Nos hemos perdido, Fabio, y lo único que nos mantiene vivos y en cierto modo nos consuela es hacernos daño. Ya no sé quién eres y lo que es aun peor, empiezo a dudar de quién soy yo. Al principio trató de escudarse en el tiempo diciendo que todo lo asesina, que si las risas se hielan, las ilusiones mueren porque no soportan la carga de la realidad... se ponía tan poético en estas situaciones. Le miraba incrédula y eso le hizo exasperarse hasta explotar: Tú tampoco eres la Ángela que conocí, ni siquiera su sombra. Es cierto, le dije, esta sólo es la Ángela que ha sobrevivido a ti. No se lo dije para culparle, sólo constataba algo tan evidente como que uno es lo que las circunstancias le hacen ser. Ambos éramos la obra del otro y eso nadie en su sano juicio lo negaría. Tú eres la suma de tus recuerdos y esos recuerdos no pueden desligarse de quienes los compartieron contigo. Durante años nuestras vidas se redujeron a oírnos respirar y procurarnos aire. Cuando se agotó, empezamos a ahogarnos. Fabio no lo entendió, creyó que trataba de cargarle todo el peso de nuestro fracaso. Entonces afloró el rencor y utilizó esa táctica tan cretina de hurgar en la inmundicia. Quiso rescatar recuerdos que demostrasen mi cobardía y mi falta de honestidad para aceptar mi parte de culpa en nuestra desdicha. ¡Santa Ángela!, exclamó. Me negué a escucharle, no por el dolor que pudiese causarme recordar, sino porque no quería que matase lo único que nos quedaba: la memoria de lo que habíamos sido juntos.

—Nunca quiso aceptar sus miserias. Me quería hacer creer que admiraba a aquellos viejos y en realidad sentía envidia. Ella sabía que nosotros nunca seríamos ellos y eso la hacía sentirse la mujer más desdichada del mundo. Ángela soñaba con la bobada del amor eterno y ya lo dijo aquel filósofo, el amor es eterno sólo por un instante. Odiaba la felicidad ajena, pero le dolía tanto admitirlo. La seguí con la mirada mientras se alejaba. Caminaba cabizbaja y derrotada, arrastrando los pies y balanceando sus enjutos brazos como péndulos. Reanudé el paso y la seguí a cierta distancia. Me recordaba el alma que baja resignada al infierno sin entender por qué la condenan. Me enfurecía tanto estoicismo. Ojalá me hubiese abofeteado hasta romperme la cara. Deseaba que hiciese algo en lugar de huir resentida. Por mi cabeza pasaron ideas realmente horrendas. Fantaseé deshacerme de ella de todas las maneras posibles. Me parecía la única forma de sacarla para siempre de mi cabeza. No sufra, sólo cometo crímenes con la mente, en acto no soy capaz ni de aplastar una mosca. Apresuré el paso hasta atraparla. Cogí su mano. La mantenía rígida para recordarme que no había perdonado mi falta de sensibilidad. Siempre me tachó de insensible. Sus ojos fingían no advertir mi presencia. Su mirada era lánguida, tan impenetrable como la de una estatua. Traté de hacerla reír, pero no atisbé ni una vaga sonrisa en su afligido rostro. Ángela fue incapaz de salir del calabozo. Ya no había nada que pudiese rescatarla, o quizás debería decir rescatarnos. Es así, amigo mío, todo se ofusca en un instante. Uno se enrosca sin darse cuenta y no deja de girar sobre su propio eje. De repente, no hay un solo día en que no se desencadene la tormenta de reproches e insultos. Cuanto más crueles sean los agravios, mejor. Nos provocaba placer enojar al otro. Salpicaba el espejo del baño cada vez que me lavaba los dientes sólo para disgustarla, no tiraba de la cisterna cuando orinaba porque sabía que eso la enfurecía sobremanera, incluso me tiraba pedos en la cama. Me divertía hacerlo en invierno porque Ángela dormía cobijada bajo las mantas. La sentía apartar la ropa precipitadamente y decir en voz baja: te odio. A mí se me escapaba una maliciosa sonrisa que contenía para que no sospechase que estaba despierto. Ella era aun más arpía y lo que le causaba mayor goce era invitar a mis padres a cenar y comportarse como la perfecta esposa, complaciente y risueña, haciéndome participar en su comedia. Después de la victoria llegaba siempre la convicción de lo absurdo que había sido ganar esa batalla si no podíamos compartir la gloria. Si bien cada vez nos odiábamos más, también es cierto que después volvíamos a querernos con delirio. Eran pequeñas treguas entre guerra y guerra que nunca supimos por qué llegaban ni quién de los dos las instauraba, pero que aceptábamos agotados de tanta contienda cada vez más feroz. Duraba poco la calma. Pronto abandonábamos el charquito del entendimiento para lanzarnos de nuevo al mar de la hostilidad. ¿Se está aburriendo? Me alegro de que no se aburra, si es así, dígamelo, prometo no enojarme. Se me seca la boca de tanta charla. Voy a pedir algo de beber. ¿Quiere otra copa y así me acompaña? Yo le invito. ¿Cómo dice? No, claro que no fue la primera mujer con la que estuve. Yo tenía veintisiete años cuando la conocí, ¿cómo pretende que fuese la primera? Ya me había acostado con muchas, aunque casi nunca por amor.

—¿Te he hablado alguna vez de Milena? La primera vez que me enfrenté a esos ojos negros y melancólicos fue en una fotografía. La segunda, en este mismo club de jazz diez años más tarde. Aquella noche, cuando traspasé la puerta de este lugar, tuve el presentimiento de que algo importante iba a suceder. La tristeza me invadió y no supe por qué. Milena estaba sentada en aquella mesa, la de la esquina, iluminada por la tenue luz de la tulipa. Se giró y nos miró como si estuviese esperando nuestra llegada. Sus ojos atravesaban; apresaban como un torbellino. Nunca he visto unos ojos tan hipnotizadores como aquellos. Permanecimos de pie junto a su mesa largo rato. Ellos hablaban con fervor y yo los miraba sin oír sus palabras, sumisa en mis tristes pensamientos. Me sentía sola, sin nada a lo que aferrarme, como una extranjera en su propia ciudad. No pude soportar la presencia tan próxima de Milena. Sentí que ella estaba más cerca de Fabio en aquel instante que yo, y que quizás siempre lo hubiese estado. Me excusé y me fui a sentar en otra mesa. Los oía reír. Fabio parecía contento. Cuando regresó a mi lado mantuve el silencio esperando que él lo rompiese. Tal vez esperaba oír, Milena sólo es pasado. Esperar... ésa ha sido mi perdición. Fabio tan sólo sentenció: es increíble cómo nada escapa al paso de los años. ¿Qué quería decir con eso? Debí mirarlo con más amargura que nunca. No podía desprenderme de la mirada de Milena. No he podido borrarla nunca más. Cuando me desperté al día siguiente Fabio ya no estaba en casa y sobre el tocador había un papel con la dirección de un hotel y el número de una habitación. Me vestí enloquecida. Todo lo que deseaba era pillarlos in fraganti. ¿Para qué? No lo sabía. No me detuve a pensarlo. ¿La mataría a ella, lo mataría a él, me suicidaría para que sintiesen remordimientos el resto de sus días, montaría una escena de celos en medio del pasillo del hotel hasta que reuniese a nuestro alrededor a todos los huéspedes? Mi locura no me permitía pensar.

—Como le iba diciendo, Ángela no fue la primera mujer con la que estuve y tampoco la primera de la que me enamoré. ¿Quiere saber quién fue la primera? Su nombre era Milena, una bellísima mujer húngara que conocí en la universidad. Tenía el cabello castaño y espeso y los ojos negros como ópalos y de mirada infinita, daban vértigo, se lo juro. Milena fue el primer adiós que me partió por dentro. ¿Qué pasó? Veo que usted es muy impaciente, pero está bien, le responderé. Pasó que la pasión y el odio acabaron por consumirnos, como siempre sucede en estos casos. Milena me llamaba desde Hungría de madrugada llorando y suplicándome que le dijera quién era la otra. Yo no entendía nada, la amaba, le juro que hasta que conocí a Ángela nunca le fui infiel, y no por falta de ocasiones, de eso puede estar seguro. No sé por qué con Ángela fue diferente, quizás porque la primera vez que la vi sus ojos pudieron más que todas mis razones y mis endebles compromisos. Me costó enamorarme de Ángela, como todo aquello que se hace por segunda vez. No me hizo falta decírselo a Milena, lo descubrió ella sola. No me pregunte cómo, las mujeres son muy perspicaces. En el fondo, somos mucho más ingenuos que ellas. Son astutas como las raposas. Créame si le digo que dentro de cada mujer hay una puta en potencia. Si quieren, pueden manejarnos a su antojo y además hacernos creer que somos nosotros quienes dominamos el juego. Repase la historia y verá si no es cierto lo que le digo, los siglos están plagados de mujeres inteligentes que dominaron el mundo. Lo peor es que nos creemos que somos nosotros los emperadores. Sigamos por donde íbamos. Milena aterrizó en Barcelona un par de meses más tarde. Dormía con Ángela cuando llamó para advertirme de su llegada. Ángela me miró y antes de que yo pudiese decir nada, balbució: no te preocupes, no tengo miedo. Ya ve, confiaba en mí a pies juntillas. Eso me dio el valor para enfrentarme a Milena que me esperaba sentada en el café leyendo un libro distraídamente. Seguía siendo bellísima, pero sus ojos herían de nostalgia y desprendían destellos de rencor. Me entristeció sentirla tan extraña. No trató de reconquistarme. Esperaba que desplegase todas sus artimañas para poder recordarla fuerte y astuta, como la conocí, pero apenas habló. Sonreía tratando de disimular su pena. Olvidaba que yo la conocía demasiado bien y no podía engañarme. Yo sabía que aquella no sería la última vez que vería a Milena, y así fue. Me la encontré diez años más tarde en ese mismo club de jazz. ¿Cree que Ángela estará flirteando con otro? Yo estoy convencido de que sí. Adora ser la reina de la fiesta. Pero no pasará de ahí y no piense que se lo digo porque soy de esos prepotentes que creen que después de ellos sólo está Dios, pero conozco a Ángela y sé que huye de esa clase de sentimientos. Relaciones como la nuestra le dejan a uno sin ánimos para embarcarse de nuevo. Ya he vuelto a perder el hilo, no deje que me desvíe. Le hablaba de mi encuentro con Milena. Me alegré muchísimo de verla. Nos quedamos perplejos. No era para menos, diez años son muchos años. Empezamos a hablar atropelladamente y a rememorar batallitas como un par de viejos que evocan sus maravillosos años de adolescencia. Tu mujer nos mira, murmuró con un vestigio de malicia, creo que está celosa. No hay motivo, contesté. ¿Por qué no me besas en los labios, entonces?, aunque sólo sea por los viejos tiempos. Reconozco que me cazó desprevenido y no pude más que sonreír como un necio.

—A medida que el taxi se acercaba al hotel mi corazón latía más rápido. Ni siquiera esperé el ascensor. Subí veloz por las escaleras. Cuando llegué frente a la puerta y mis nudillos estaban a punto de golpear, oí las risas. Las lágrimas asomaron a mis ojos. No pude hacerlo. Regresé a casa caminando, apartando siluetas que se precipitaban sobre mí. Las risas de Fabio y Milena me perseguían. Bebí mucho aquella noche pensando que en el alcohol encontraría consuelo. No podía dejar de pensar que aquel encuentro en el club de jazz no había sido fortuito, que Milena y Fabio se habían encontrado cientos de veces a mis espaldas, que había sido su amante desde siempre. ¿Cómo podía haber estado tan ciega? Busqué el móvil desesperada por todos los rincones de casa y le envié un mensaje, un pensamiento de Nietzsche que él me había repetido cientos de veces: "En el amor siempre hay locura. ¿Nos queda en la locura un ápice de razón? Yo no la distingo". No podía dejar de llorar con la misma ansiedad de un niño al que han castigado injustamente. Quería morirme. Me perseguía la idea del suicidio pero no sabía cómo ejecutarlo sin sentir dolor. Te juro que lo habría hecho si él no hubiese llegado a tiempo. Pensarás que sólo es una excusa para justificar mi falta de valor. No lo creas, cuando uno se vuelve loco no sabe lo que es capaz de hacer y yo estaba al borde de la locura. Te he asustado, ¿eh?, le dije a Fabio cuando abrió la puerta del salón. Siento haber estropeado la fiesta, ¿he sido demasiado impertinente? Discúlpame ante Milena cuando os volváis a encontrar. Fabio me observaba impasible. Ni siquiera desmintió mis acusaciones. ¿Para qué desmentir lo evidente? Sin duda venía de hacer el amor con Milena. Quizás no era tan grave pero entonces me pareció imperdonable. Me sentía tan humillada.

—No le expliqué nada, dijese lo que dijese no me habría creído. Ángela ya había decidido cuál era la verdad. Era cierto que venía de ver a Milena. Se preguntará cómo fui tan majadero de dejar la dirección del hotel sobre el tocador. Apostaría a que fue mi inconsciente quien decidió por mí. En realidad yo quería herir a Ángela y sabía que mi encuentro con Milena la situaba al borde del abismo. La seguía queriendo, mucho más de lo que nunca llegué a querer a Milena, pero ya nada nos ayudaría a sobrevivir así que solo restaba hacerle daño y soportar el que ella me pudiese hacer, no con resignación sino con placer. No me acosté con Milena, créame. No le diré que no lo desease, le mentiría como un bellaco, pero ella no quiso, me dijo que eso sólo conseguiría complicar aun más mi cabeza. Seguramente ya no me deseaba y no se atrevió a decírmelo. Eso acabó de aplastar mi ego. Ya no era el Fabio que un día creyó que podía conseguir lo que se propusiese. Me sentí más derrotado que Aquiles. Todo yo era un inmenso talón. Quizás hubiese acabado arrastrando a Milena hasta la cama aunque sólo hubiese sido en recuerdo de los viejos tiempos, pero entonces recibí el mensaje de Ángela en el móvil. Me asusté. Salí frenético del hotel sin atinar siquiera a vestirme la chaqueta. Nunca en mi vida fui un conductor tan imprudente como aquel día, se lo aseguro, creí que no llegaría con vida. Cuando abrí la puerta, casi temblando, la encontré borracha y patética. Supe que había llegado el momento de separarnos. Siquiera me quedaban fuerzas para herirla y si de algo he huido siempre como de la peste, es de la indiferencia. He pensado y escrito mucho acerca del amor, pero de la teoría ya hablaremos otro día, si quiere. Sólo le diré que estoy convencido de que sólo los sentimientos serenos sobreviven. Aquellos que nacen de las entrañas están condenados a destruir. Ellos en sí mismos son inmortales pero devastan todo cuanto se les acerca. El amor que siento hacia Ángela sigue vivo, aunque no es más que la idea de un recuerdo que me persigue y me mata y me da vida a la vez.

—Dos meses más tarde nos dimos encuentro en este lugar. Llegué tarde y él fumaba en pipa, como la primera vez. Sin embargo, estaba tan diferente, tan apagado. Sus ojos reflejaban desesperanza y hastío. Hoy encontré su pipa en el cajón, por eso estoy aquí. Siempre hay algo que nos lanza de bruces contra el recuerdo. Te contaba que nos volvimos a ver. Me acerqué tratando de parecer segura, como si su presencia no me perturbase. Me miró y sonrió. Había vuelto a descubrir mi mentira. Sabes que odio esa mirada, dije. Hay tantas cosas que odias de mí, contestó. Tenía razón. ¿Volveremos a vernos?, pregunté. Recordé entonces un poema que reza así: líbranos señor de reencontrarnos años después con nuestros grandes amores. ¿De qué sirve rogar tal insensatez? Nuestros grandes amores siempre nos acompañan y no hay día que no los reencontremos. ¿Nos vamos? No soporto más este lugar, la nostalgia hay que tomarla siempre en pequeñas dosis y por hoy es suficiente. ¿Te apetece acompañarme? No me gusta estar sola en noches como ésta.

—Mírela, ya sale, ¿no le parece hermosa? No soporto verla salir del brazo de otro. Lo sé, es algo que podría evitar, pero admito que gozo sufriendo y sobre todo viendo que cada noche es uno diferente, eso demuestra que no ha vuelto a enamorarse. Estaría dispuesto a todo por despertarme una mañana más y descubrir sus ojos en mi cama. Quizás estemos condenados a vivir sin amor. ¿Le parezco un sentimental? Seguramente los años me han hecho así. Decía Milena que siempre queda la posibilidad de que la vida pueda volver a serlo todo. Yo, a veces, miro en el fondo del baúl y lo encuentro vacío, ni siquiera permanece la esperanza. Otros días creo que sí, que la vida aún puede serlo todo y me digo: Fabio, no eres tan viejo, aunque a veces sientas que arrastras un siglo a tus espaldas. Me da tanta pereza volver a ser feliz. ¡Felicidad..!, qué palabra tan fugaz, se escurre entre los dedos como gota de lluvia, como el humo de esta pipa, como un sueño.

—No te gires. Fabio me espía desde el bar de la esquina. Todos los sábados está sentado en la misma mesa. Estoy segura de que sabe que lo sé. ¿Te preguntas si te estoy utilizando de cebo para ponerle celoso? No lo sé, es posible. Algún día esto se acabará, tenlo por seguro. ¿No me crees? Un día no muy lejano dejaremos de venir y todo se habrá acabado. Nos iremos olvidando y pasaremos a ser un vago recuerdo el uno para el otro.

—Se acabó. Se lo digo en serio, no se ría. Nunca más la espiaré. Dejaré de venir a este bar y hurgar en el recuerdo, trataré de buscar otras distracciones, tal vez me haga socio de algún club, en esos sitios se hacen muchas amistades. Estar ocupado es el mejor antídoto contra la melancolía, se lo digo yo. Lo tengo decidido, viajaré, jugaré al tenis, haré una vida normal, aburrida pero sana. Borre esa sonrisa socarrona, me está poniendo nervioso. Ya lo verá, nunca más pisaré este bar, puede usted estar seguro.

(...)

—Le extraña que una mujer de mi edad cene sola en este local tan moderno, ¿acaso me equivoco? ¿Qué edad diría que tengo? No se atreve a disparar por si acaso me ofende. Yo misma se lo diré, tengo cincuenta y dos años. ¿Le parece que no los aparento? Le agradezco el cumplido, de veras. ¿Quiere saber qué he venido a hacer? Este lugar me trae muchos recuerdos, demasiados, y yo no sé vivir sin recordar. Lo he intentado muchas veces, pero soy una reincidente sin remedio. Sin recuerdos, siento que he perdido todo lo que soy, que tan sólo me queda este cuerpo que cada vez es más diferente del que fue. Ya no es tan sabroso como era, y lo sé. Yo fui muy feliz, o al menos creí serlo. Si me hace compañía en esta noche de lluvia, prometo contarle mi historia con todo lujo de detalles y le aseguro que no se aburrirá.

—¿Había estado alguna otra vez en este bar? No, me acordaría, rara vez me falla la memoria, tal vez sea lo único que de momento el tiempo me ha permitido conservar íntegro. Llevo muchos años viniendo cada noche a este bar y sentándome en la misma mesa, es un ritual como el de las viejas que van a misa y ya tienen su palco reservado por acuerdo tácito de toda la comunidad. ¿Le molesta que fume pipa? Se lo agradezco. Como le contaba, vengo siempre a este bar. Soy puntual como un reloj. En ese local de enfrente, donde ahora está ese restaurante tan moderno, hubo un magnífico club de jazz y allí conocí a Ángela, la mujer que más he querido y odiado...