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Dulce iniciación Desde la ventana veía las afueras del pueblucho. Los cerros, la tierra reseca, los espinillos, ese sol candente en medio del azul inmenso, ese brillo enceguecedor, que parecía haberse acostumbrado a la ausencia de nubes. Hacía tiempo que su tío la llevaba al boliche. Decía que era para no dejarla en casa sola. Ella no entendía, tampoco le importaba, no se detenía a buscar explicaciones. Pasaba las horas en silencio, allí, parada, a pocos pasos de su tío, observando a los parroquianos hablar y tomar sus vinos. A veces una partida de naipes se convertía en centro de atención de los presentes. Las discusiones, los envites, las pullas de los vencedores, llenaban el lugar de gritos y alharaca. Lucía, desde su distante rincón, muchas veces dejaba escapar una sonrisa cuando sentía que la inundaba el paisaje que se movía ante sus ojos: sobre el piso de cemento crudo, entre las paredes de adobe ajado, bailaban los rostros morenos, las barajas, las camisas raídas y anémicas, los vasos de vino, las alpargatas deshilachadas, todo en medio de esa alegría inconsistente y fatalista que suele producir la bebida. Mirando a esa gente, y espiando, de a ratos, el pequeño mundo por la ventana Lucía se sentía bien, no se podía decir que fuera feliz, nadie se puede identificar con algo que no conoce. Como ya era costumbre, a eso de las cuatro de la tarde, cuando el sol de Santiago hacía hervir la espesa y acolchada capa de polvo del camino, ellos salían. No eran de extrañar las admoniciones de último momento: —¡Laváte la cara! Acomodáte la ropa... Ya só una mujercita. Ella obedecía, no sentía aversión por su tío, tampoco se podía decir que lo quisiera, pero en cierta manera lo comprendía. Especialmente, desde que había escuchado el orgullo con que contó, en una de sus charlas de boliche, que él descendía de un cacique Toba, el gran "Mischinqui" que había sido dueño y señor de todas esas tierras. En dos oportunidades lo escuchó recitar en Quichua, parado, erguido como nunca, entonó la jerigonza incomprensible con un sentimiento y una autoridad que nunca le había visto. Se daba cuenta de que su tío tomaba más de lo debido, pero casi todos los hombres por allí lo hacían, presentía que debía haber un motivo, pero en ese momento no alcanzaba a descifrarlo. A su tía sí que no le gustaba que él fuera al boliche, y menos que se gastara las monedas destinadas a los gastos del almacén. Amelia, su tía, trabajaba como cocinera en un hotel de Las Termas, ahí nomás, cruzando el río. Se iba antes del mediodía y no volvía hasta casi medianoche. Las pocas veces que se detenía a hablar con ella eran para criticar a su tío, para quejarse de lo duro de la vida, o lo malo que había sido el "Diosito" con ella, no dándole hijos. Una sola vez la había llevado al trabajo con ella. Lucía pasó la mañana en el parque del hotel. Se sentó en el césped y no se cansaba de pasar la mano por su frescura, hasta llegó a apoyar la cara sobre el verde, para sentir la humedad en sus mejillas. En el otro Santiago del Estero, del otro lado del río, donde ella vivía, no existía el pasto, ni los jardines, el agua era muy difícil. Por la tarde salió a pasear un rato con su tía. Lucía conoció la ciudad, vio automóviles modernos, edificios, gente bien vestida, calles asfaltadas, tiendas. Veía todo tan distinto, incluso al suburbio en que había pasado su lejana infancia. Se deslumbró, no le alcanzaban los ojos para abarcar ese mundo fantástico. Abrumó a su tía con preguntas: —¿Por qué es tan diferente acá, al otro lado del río donde vivimos nosotros? —Porque esto es una ciudad turística, no ves esa gente... —Tienen linda ropa... —Porque tienen plata. Y nosotros, aunque yo trabaje doce horas por día, con el calambre de tu tío nunca vamos a ir a ningún lado. —¿Por qué son casi todos viejitos? —Vienen a las termas porque se creen que el agua de acá los va a volver jóvenes... —Parece que no se vuelven. Su tía la miró y le dedicó una de las poquísimas sonrisas que le había brindado en los tres años que llevaban viviendo juntas. Lucía en cierta manera ya se había acostumbrado a la indiferencia de su tía. Aunque desde la última gran pelea con Alfredo, ella cada vez estaba menos tiempo en casa. Fue una noche, ella había llegado más tarde que de costumbre: —¡Te dije que no quiero que vengas a mi trabajo! —gritó no bien entró por la puerta. Alfredo depositó el vaso sobre la mesa y dirigió una mirada absurda a su mujer. —¡Me escuchaste, borracho de mierda..! —Amelia, yo sólo... —Sí, ya sé, querías unas monedas para seguir chupando. —No grites tanto... a ver si no tengo que fajarte todavía —contestó tratando de erguirse, el mareo lo obligó a tomarse de la mesa. Lucía, debajo de las sábanas, quería no escuchar pero era imposible. —¡Una sola vez en la vida me pusiste la mano encima! —dijo su tía con un odio feroz—. Si me volvés a tocar... ¡Te juro que te mato! Aunque tenga que esperar. Te vas a despertar de la siesta para morir... Alfredo se sentó de golpe: —¿Serías capaz, Amelia..? ¿Me clavarías un cuchillo por la espalda? —¡Ni lo dudes..! Lucía no podía comprender que su tía, sin darse cuenta, había partido su vida en dos y se quedó en la parte agradable: el hotel, la amabilidad, los turistas, la comodidad, sus compañeros de trabajo, el sentirse alguien. La otra parte: el marido borracho, la pocilga en que dormía y la hija de su hermana la perdida, lentamente iba desapareciendo de su mente. Ese día su tío la apuró más que de costumbre para ir al boliche. La llevó de un brazo hasta el mostrador, la retuvo junto a él: —¿Qué tal, don Braulio? El hombre que atendía el boliche giró su corpulento cuerpo. Tenía esa edad indefinida de la gente del interior, entre treinta y cincuenta años, pelo canoso, grueso bigote y barba de varios días. Los carnosos brazos acompañaron a las manazas para apoyarse sobre el mostrador en un gesto cansino. Lucía abrió los ojos, impresionada por las enormes, casi desproporcionadas, extremidades. Sintió temor a esos dedos rollizos, a ese dorso velludo, a la ancha cinta negra en el extremo de las uñas. —¿Qué pasa, Alfredo? —contestó el bolichero desde su intimidante metro ochenta. —¿Podrá ser un par de vinitos hoy..? Mañana sin falta le pago. —No leíste el cartel —contestó señalando el trozo de pizarra detrás de él: "Hoy no se fía, mañana tampoco". —Es que estoy haciendo una changa de pintura en unos departamentos de Las Termas, y justo hoy no vino el encargado. Eso da mucha sed... Don Braulio iba a contestar con una negativa cuando reparó en Lucía. —¿Está linda la nena, no..? —acotó rápidamente el tío. Lucía soportó el peso de esa mirada, bajó los ojos pero la sintió, todo el recorrido, desde su cara hasta las piernas y otra vez al rostro. No era la primera vez que la miraban así, ya lo había hecho algún que otro vecino, hasta en los ojos de su tío había visto ese brillo especial. —Es la hija de la hermana de mi señora. La Tere, ¿Se acuerda..? La que se fue a Buenos Aires. Cuando la dejó con nosotros tenía diez años. Mandó un par de cartas, pero ya hace tres años y no apareció más. —Está bien, Alfredo, métale por hoy —sentenció el patrón. Buscó con la mirada al muchacho que servía las bebidas en las cuatro mesas que había en un costado del boliche—. ¡Terencio, servílo a..! —complementó los gritos con una seña—. ¡Después arregla conmigo! Lucía veía pasar los días, todos iguales: calor, mañanas de colegio, silencio, tardes de boliche, tedio, miradas de don Braulio, borracheras de su tío, discusiones, noches interminables. Había empezado a creer la profecía de la Ramona, la vecina de enfrente. Ella siempre repetía la misma explicación para los males que reinaban por esos pagos: —La culpa la tiene ese sol brutal, que no nos deja mirar hacia arriba, por eso Dios se olvidó de nosotros... Volvió a las averiguaciones sobre su madre. En los primeros tiempos había preguntado por ella. Siempre le contestaban que un día de éstos iba a volver. El día tardó mucho en llegar y ella dejó de preguntar. Ahora, muchas noches salía del rancho y se quedaba mirando el horizonte, soñaba con otra cosa, con ciudades, con otra vida. La mayoría de las veces, la misma pregunta precedía a las lágrimas: —¿Dónde estás, mamá... dónde? Esa tarde su tío estaba tomando más que de costumbre, a ella eso la ponía contenta, quería decir que se irían antes de allí. Pero esta vez el patrón llamó a su tío. Discutieron unas palabras en el mostrador, la señalaron varias veces. Lucía comenzó a ponerse nerviosa. Su tío la llamó. Ella demoró, se quedó junto a la ventana como si no lo hubiera escuchado. —¡Lucía, vení para acá! El grito gangoso y alcohólico la asustó, la obligó a cerrar los ojos. Lentamente, con paso tímido, caminó hasta el mostrador. —Entrá —dijo su tío señalando la cortina que conducía al interior del boliche—. Entrá que vas a ayudar a don Braulio. Hacé lo que él te diga, yo espero acá afuera... ¡Vamos, y calladita, eh! Lucía corrió apenas la cortina y entró en el lúgubre depósito. —Vení, linda, que don Braulio no te va a hacer nada. Sentáte acá —dijo señalando la bolsa de azúcar contigua a la que él estaba sentado. Lucía, sin poder contener los temblores, se sentó. El calor y los nervios la asfixiaban. —No llores. No seas bobita —colocó una de sus carnosas manos sobre la frágil rodilla—. Yo te puedo dar muchas cosas. ¿Qué te gusta, caramelos, chocolate, algún vestidito..? Le cayeron algunas lágrimas cuando sintió las manos dentro de su bombacha, después todo fue más violento. Muy rápido, algo de dolor, una sensación extraña, un segundo en el que por sobre el jadeante hombro de don Braulio, fijo su mirada en un pequeño rayo de luz que se filtraba por un agujero de las ardientes chapas del techo, corrió su cabeza unos centímetros a la izquierda hasta que sintió el sol en sus ojos. Todo terminó abruptamente, se acomodó la ropa y ya estaba corriendo otra vez la cortina para salir de allí. Sólo quería llegar rápido a casa, quería lavarse, además de eso que le chorreaba por las piernas, tenía los brazos y la espalda pegajosos de la transpirada refriega sobre la bolsa de azúcar. Su tío no se animó a mirarla, y menos a hacer algún comentario. Caminaba con la cabeza baja y se diría que llevaba sin ganas la damajuana en la mano izquierda. A Lucía se le caían las lágrimas sin saber muy bien por qué. Espantaba espasmódicamente las moscas que acudían al dulce de su espalda, sus brazos y sus piernas. Ya casi no veía a su tía, incluso le había parecido que algunas noches no había vuelto a dormir en el rancho. Una tarde en que ella llegó temprano del hotel, mientras lavaba ropa en la pileta de afuera, la llamó y le preguntó, de bastante mala manera: —¿Sabés de dónde saca para comprar tanto vino..? —ni siquiera la miró. Lucía sólo bajó la cabeza, no se animó a contarle. —¿Está robando el hijo de puta éste..? Me dijeron que te lleva mucho al boliche del Braulio. ¿Qué pasa..? Amelia seguía hablando sin mirarla, con los labios fruncidos de odio. Fregaba la ropa con furia. A Lucía le costó reconocerla, la sentía como una extraña. Se mantuvo en el doloroso silencio. —¡Andáte! Vos sos igual que él... Su tío vivió algunas semanas en un estado lamentable, y ella tuvo que pasar varias veces más detrás de la cortina. Se fue acostumbrando. Pronto se dio cuenta de que había cosas que a don Braulio le encantaban, primero le daban un poco de asco pero un día descubrió que quizás: —No quiero más golosinas, ni ropa, yo... —Dale, vení... —pidió don Braulio ansioso—. ¡Dale, vení, cómo el otro día! —Es qué... Yo —contestó ella sin acercársele. —¿Qué querés ahora? —preguntó don Braulio excitado—. ¿No te doy siempre lo que querés, cuando te portas bien? Lucía dudó, pero finalmente las palabras brotaron de sus labios. —Usted sabe, mi mamá... Tengo que ir a Buenos Aires, tengo que encontrarla. —¿Y..? —preguntó don Braulio, con una sonrisa, presintiendo lo que seguiría. —Necesito plata...
Cayó la primera ficha de dominó, cada una fue derribando a la que le seguía en la larga cadena, lenta, matemática, inexorablemente.
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