Editorial Las técnicas de Uqbar. Tal como Uqbar se incorporó a la realidad, los escritores tienen la posibilidad de cambiar al mundo.
Editorial Las técnicas de Uqbar. Tal como Uqbar se incorporó a la realidad, los escritores tienen la posibilidad de cambiar al mundo.
Noticias El castellano cae al quinto lugar en Internet. La presentación del Anuario 2000 del Instituto Cervantes ubica a nuestra lengua como la segunda de EUA, pero bajó un lugar en la red, con relación al año pasado. La ciencia ficción de Marías. El escritor español Javier Marías se lanza en una nueva carrera como editor de textos de ciencia ficción. Muere Pedro Mir. El poeta nacional de República Dominicana murió a causa de una complicación en un enfisema pulmonar por el que estaba hospitalizado. Los portales de Cervantes. La Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes auspicia portales temáticos en todo el mundo. Regreso triunfal del Quenepón. La revista que María de Mater O'Neill creara en 1995, El Cuarto del Quenepón, termina en octubre con su letargo.
Paso de río
Brevísimos y rápidos del río que atraviesa la Tierra de Letras.
Literatura en Internet Escritura multimedia. A raíz de la celebración en Caracas de un seminario sobre literatura electrónica, varios investigadores del tema crean este sitio.
Sala de ensayo Animar a leer. ¿Cómo orientar a nuestros hijos en sus pininos como lectores? La investigadora española Consuelo Gallego Tabernero nos da algunas luces.
El regreso del caracol Gramma, Facultad de Historia y Letras de la Universidad del Salvador (Argentina) Alborada, Creación y Análisis, Grupo de Literatura y Arte "Isla Blanca" (Chimbote, Perú) Mercurio y otros metales, Orlando Chirinos Presencia judía en el Nuevo Mundo, R. Oswaldo González Quiñones Caballo de espadas, Exio Saldivia.
Aquella tarde el bullicioso barrio de Los Llanos sacó puertas afuera
toda su bullente humanidad, puso a reventar las bocinas de cualquier
tamaño de vehículo y maquilló su rostro abonado por la mano de la desgana
con aderezos de extraordinaria fiesta mundana; las fachadas principales
cedieron de buen grado sus parcelas más cómodas a los memorables carteles
que exhibían a un joven boxeador en actitud de pelea con una misteriosa
cámara oculta, ¿los baches de los encalados verticales no tomaron el
encargo de que el par de guantes pareciera o en porte de defensa o en
ademán de gancho?, fui testigo de tales técnicas del relieve en la época
del pobre blanco y negro. Recuerdo que los vendedores de helados llevaban
a hombros la fría golosina y que detrás de la maciza garrafa isoterma
sujetaban la necesaria lata donde guardaban las sosas galletas; en la
jornada del célebre regreso, el espaldar desencajado de esas cajas
sirvieron para avisar de la victoria de Kimbo, ¿el cornetín con que
despiertan el paladar de los chiquillos no contribuyó también a la sonada
bienvenida? Al niño que sueña con la hora de los héroes inalcanzables
—ahora muchos de aquí mismo y de tierras ajenas descubrían uno de
magnífica talla cerca de su casa— le atrajo poderosamente la atención que
en la corta altura de los sufridos bordillos de las estrechas aceras de
Telde cupiera entero el nombre de combate de un campeón de España.
Confundido entre la gente mayor sentí por doquier una punzante excitación,
¿unos vanidosos modales muy públicos no determinan la primera experiencia
que muele un alma tierna?, ¿qué calificativo dar al proceder de unos
paisanos que hacen suyo el penoso éxito de un individuo que trabajó casi
en solitario?, supongo que la rala condición del hombre, ¡nada más!
Al acabar las clases, no sabría decir cuántas veces imité con gestos en
el aire los golpes regulares y precisos que imponía su ejercicio diario
contra el saco de arena en el patio de atrás del Colegio Labor —allí
íbamos los más mataperros a husmear en unas enseñanzas que jamás salían en
libros ni en pizarras. Un lateral del enorme salón de los dictados ahogaba
por el Este su linde de fábrica y su férrea disciplina en las aguas mansas
que corrían por la Acequia Real camino del Estanque del Conde; en el otro
costado, un paciente empleado del Banco Bilbao de frente amplia entrenaba
a un muchacho aún lampiño y lleno de esperanzas —Kiko se las veía con una
tez morena, a quien en la pila de San Gregorio llamaron Miguel. Sus
fuertes piernas del grosor de palillos dentales seguían a los duros puños
en un extraño baile de diestra agilidad en los ataques y resguardos;
porque continuamente ensayaba mejores estrategias y solturas más elásticas
no resultaba difícil sospechar la desorientación del adversario en el
cuadrilátero ante tanto movimiento tan perfectamente coordinado. Ninguno
de los espectadores infantiles que merodearon alrededor del huracán de
carne y hueso olvidó nunca el sudoroso pugilato imaginario en danza con el
crepúsculo encima, y menos que el liviano peso pluma escogiera de los
violentos vientos del océano sus inesperados pálpitos, ¿en los instantes
en los que el constante ajetreo del cuerpo dejaba espacio a la figura del
acecho con ritmo más contenido, no escapaba de sus fosas nasales una
respiración obligada a resoplidos enérgicos? Apenas la noche hallaba sitio
junto a los calzones cortos venía la ducha y la marcha.
Bastante después, las imponderables circunstancias que tejen en secreto
religioso los acontecimientos urdieron hilo a hilo el inexorable declive,
su completa derrota deportiva y la conveniente epidemia de amnesia en los
más próximos. Una madrugada lluviosa de finales del verano me trajo de Las
Palmas en su taxi reluciente; durante el trayecto contó a su único
pasajero de sus ansias por colmar las cumbres vedadas desde siempre a los
de su casta, de sus imborrables años en los agitados climas de la gloria y
de la fama; razonó que por su mayúscula ignorancia en torno a las trampas
que tiende con sigilo la felonía cayó de bruces en las redes de las falsas
fidelidades y en las tretas de los pésimos consejos con que adulan los
medrosos en pos de sus turbios propósitos; balbuceó palabras difíciles de
distinguir que relacioné con su vuelta a Gran Canaria envuelta en el
silencio de los demás y en el propio; con sabor amargo habló del
oportunista que blande la excusa "ayer lo intenté con tu prestigio, pero
hoy frecuento nuevos compromisos" y alegró sus facciones al enumerar a los
pocos que le ayudaron a conseguir una licencia, comprar un coche y salvar
así el pan y la familia —simplemente, por escucharle tuvo la delicadeza de
no cobrar la carrera a un estudiante en apuros.
En cierta ocasión lo encontré en Barcelona —me señaló que acompañaba de
chófer a un señor de dinero en su desesperado peregrinaje por la ruta de
los médicos caros. Hablábamos de las cosas triviales que definen de veras
las existencias mientras le iniciaba en los recovecos de la parte gótica y
revelaba la retícula racional del Ensanche. Montados en la excelente
cilindrada de la moto que conducía de alumno visitamos las vecindades de
la gran ciudad y creímos recuperarse en el fresco de un mayo a orillas del
Mediterráneo las brisas de nuestra isla atlántica. Aunque quisiera, y no
lo quiero, no podría negar la eficacia de los ánimos con que me obsequió,
¡sigue adelante con tu porvenir universitario!; comprendí que debía
enriquecer el entendimiento con la carga del inestimable privilegio de
llegar hasta alguien cuando las lisonjas quedan asfixiadas en el lodo de
la fotografía fortuita y varadas en la consideración efímera. ¿Cómo no
asistir a semejante homenaje de historia viva cuando le dedican una calle
en La Herradura?, exclusivamente mi mujer conocía la íntima simpatía: si
como ídolo lo admiré en la edad temprana, ya entonces como amigo le
respetaba y procuraba.