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Editorial
Las técnicas de Uqbar. Tal como Uqbar se incorporó a la realidad, los escritores tienen la posibilidad de cambiar al mundo.

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Las técnicas de Uqbar. Tal como Uqbar se incorporó a la realidad, los escritores tienen la posibilidad de cambiar al mundo.

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El castellano cae al quinto lugar en Internet. La presentación del Anuario 2000 del Instituto Cervantes ubica a nuestra lengua como la segunda de EUA, pero bajó un lugar en la red, con relación al año pasado.
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Muere Pedro Mir. El poeta nacional de República Dominicana murió a causa de una complicación en un enfisema pulmonar por el que estaba hospitalizado.
Los portales de Cervantes. La Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes auspicia portales temáticos en todo el mundo.
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Kimbo. Héroe de infancia, amigo de mayor
Un boxeador retirado pobló las aventuras infantiles del escritor español Octavio Santana Suárez.
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Letralia, Tierra de Letras Año V • Nº 92
17 de julio de 2000
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Kimbo. Héroe de infancia, amigo de mayor

Octavio Santana Suárez

Aquella tarde el bullicioso barrio de Los Llanos sacó puertas afuera toda su bullente humanidad, puso a reventar las bocinas de cualquier tamaño de vehículo y maquilló su rostro abonado por la mano de la desgana con aderezos de extraordinaria fiesta mundana; las fachadas principales cedieron de buen grado sus parcelas más cómodas a los memorables carteles que exhibían a un joven boxeador en actitud de pelea con una misteriosa cámara oculta, ¿los baches de los encalados verticales no tomaron el encargo de que el par de guantes pareciera o en porte de defensa o en ademán de gancho?, fui testigo de tales técnicas del relieve en la época del pobre blanco y negro. Recuerdo que los vendedores de helados llevaban a hombros la fría golosina y que detrás de la maciza garrafa isoterma sujetaban la necesaria lata donde guardaban las sosas galletas; en la jornada del célebre regreso, el espaldar desencajado de esas cajas sirvieron para avisar de la victoria de Kimbo, ¿el cornetín con que despiertan el paladar de los chiquillos no contribuyó también a la sonada bienvenida? Al niño que sueña con la hora de los héroes inalcanzables —ahora muchos de aquí mismo y de tierras ajenas descubrían uno de magnífica talla cerca de su casa— le atrajo poderosamente la atención que en la corta altura de los sufridos bordillos de las estrechas aceras de Telde cupiera entero el nombre de combate de un campeón de España. Confundido entre la gente mayor sentí por doquier una punzante excitación, ¿unos vanidosos modales muy públicos no determinan la primera experiencia que muele un alma tierna?, ¿qué calificativo dar al proceder de unos paisanos que hacen suyo el penoso éxito de un individuo que trabajó casi en solitario?, supongo que la rala condición del hombre, ¡nada más!

Al acabar las clases, no sabría decir cuántas veces imité con gestos en el aire los golpes regulares y precisos que imponía su ejercicio diario contra el saco de arena en el patio de atrás del Colegio Labor —allí íbamos los más mataperros a husmear en unas enseñanzas que jamás salían en libros ni en pizarras. Un lateral del enorme salón de los dictados ahogaba por el Este su linde de fábrica y su férrea disciplina en las aguas mansas que corrían por la Acequia Real camino del Estanque del Conde; en el otro costado, un paciente empleado del Banco Bilbao de frente amplia entrenaba a un muchacho aún lampiño y lleno de esperanzas —Kiko se las veía con una tez morena, a quien en la pila de San Gregorio llamaron Miguel. Sus fuertes piernas del grosor de palillos dentales seguían a los duros puños en un extraño baile de diestra agilidad en los ataques y resguardos; porque continuamente ensayaba mejores estrategias y solturas más elásticas no resultaba difícil sospechar la desorientación del adversario en el cuadrilátero ante tanto movimiento tan perfectamente coordinado. Ninguno de los espectadores infantiles que merodearon alrededor del huracán de carne y hueso olvidó nunca el sudoroso pugilato imaginario en danza con el crepúsculo encima, y menos que el liviano peso pluma escogiera de los violentos vientos del océano sus inesperados pálpitos, ¿en los instantes en los que el constante ajetreo del cuerpo dejaba espacio a la figura del acecho con ritmo más contenido, no escapaba de sus fosas nasales una respiración obligada a resoplidos enérgicos? Apenas la noche hallaba sitio junto a los calzones cortos venía la ducha y la marcha.

Bastante después, las imponderables circunstancias que tejen en secreto religioso los acontecimientos urdieron hilo a hilo el inexorable declive, su completa derrota deportiva y la conveniente epidemia de amnesia en los más próximos. Una madrugada lluviosa de finales del verano me trajo de Las Palmas en su taxi reluciente; durante el trayecto contó a su único pasajero de sus ansias por colmar las cumbres vedadas desde siempre a los de su casta, de sus imborrables años en los agitados climas de la gloria y de la fama; razonó que por su mayúscula ignorancia en torno a las trampas que tiende con sigilo la felonía cayó de bruces en las redes de las falsas fidelidades y en las tretas de los pésimos consejos con que adulan los medrosos en pos de sus turbios propósitos; balbuceó palabras difíciles de distinguir que relacioné con su vuelta a Gran Canaria envuelta en el silencio de los demás y en el propio; con sabor amargo habló del oportunista que blande la excusa "ayer lo intenté con tu prestigio, pero hoy frecuento nuevos compromisos" y alegró sus facciones al enumerar a los pocos que le ayudaron a conseguir una licencia, comprar un coche y salvar así el pan y la familia —simplemente, por escucharle tuvo la delicadeza de no cobrar la carrera a un estudiante en apuros.

En cierta ocasión lo encontré en Barcelona —me señaló que acompañaba de chófer a un señor de dinero en su desesperado peregrinaje por la ruta de los médicos caros. Hablábamos de las cosas triviales que definen de veras las existencias mientras le iniciaba en los recovecos de la parte gótica y revelaba la retícula racional del Ensanche. Montados en la excelente cilindrada de la moto que conducía de alumno visitamos las vecindades de la gran ciudad y creímos recuperarse en el fresco de un mayo a orillas del Mediterráneo las brisas de nuestra isla atlántica. Aunque quisiera, y no lo quiero, no podría negar la eficacia de los ánimos con que me obsequió, ¡sigue adelante con tu porvenir universitario!; comprendí que debía enriquecer el entendimiento con la carga del inestimable privilegio de llegar hasta alguien cuando las lisonjas quedan asfixiadas en el lodo de la fotografía fortuita y varadas en la consideración efímera. ¿Cómo no asistir a semejante homenaje de historia viva cuando le dedican una calle en La Herradura?, exclusivamente mi mujer conocía la íntima simpatía: si como ídolo lo admiré en la edad temprana, ya entonces como amigo le respetaba y procuraba.


       

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