Una obra en la que hay teorías es como un
objeto sobre el que se deja la señal del precio
Marcel Proust
El gesto de un buen gusto tan ingenuo como
para creer que se puede borrar el trabajo
de la teoría
Jacques Derrida
Me duele mi jardín de cosas enterradas, los escaparates profundos, las
bestias, las arcadas, las exhalaciones especialmente brumosas de ciertos
cigarrillos siempre de noche, me duele un libro y saber.
uno
Que no lloviera y que no. Yo quisiera ser un animal.
Cosa que no pregunta más. Cosa apaciguada que ya no pregunta.
Cuándo, cómo podría yo separar mi nombre de todas las preguntas. Yo
quisiera ser capaz, como hacen ciertas faunas, de no saber.
La bestia que no conoce, que desconoce su habitancia, que ignora el espacio
que ocupa en la página del cuerpo y el cuerpo que ocupa en sus adentros, sus
dimensiones, su grosor, sus contenidos. Ser alimaña que desconoce su nombre y
su abolengo. Bestia deshabitada. Ser un signo. Un animal.
Una bestia adormecida. Adentro las tormentas, todo lo que escapa de su
límite. Una cosa que se potencia. Una promesa, una devastación fundacional
que, dormida y ausente, se avecina. Dócil, ignota. Vigilante en los
intersticios. Se presta a juegos, sólo en los juegos nominales existe en vilo
pero sabe, tú sabes, que promete cataclismos, que sólo sospechar que de algún
modo son posibles los desata, nace la lluvia. Ya están ahí, casi, ya no
están, no estaban, no estuvieron y arrasaron contigo y conmigo comoquiera en un
movimiento imperceptible, arrollador. Estrategias metafóricas: Un adentro más
grande que su afuera, una piel que guarda secretos deleitosos. La omnipotencia
de los dedos sobre el mutis de la piel, el mudo padecer de la página en blanco
por parte de la lanza, sus entregas sin reservas. La reserva que implica el
límite de la línea, la superficie, los dedos que pasan por alto esa precisa
carencia de tercera dimensión que sienten y padecen esa página, esa piel.
Estrategias pictóricas: rasgar el lienzo o colmarlo de profundidad, negarle a
la superficie su naturaleza bidimensional mediante una violencia. Profetizar sin
saber en qué parte de la bestia radica su bestial naturaleza.
Entonces, inmediatamente, antes, fracaso de la estrategia. Agotamiento de las
metáforas. La maldición de las preguntas. De qué. Pero cómo. Ya está
ocurriendo, la infatigable indetenible calcinación, el movimiento infinito, tú
lo sabes, está ocurriendo allí entre las letras del alfabeto, en los usos
profanos del alfabeto. Ese alfabeto mismo es la promesa efectiva de que unas
uniones, unas intersecciones, concurrencias, unos acontecimientos voluntarios o
fortuitos activan algo que descolla entre los aqueos. Algo furioso, un
afirmativo absoluto que absuelve todo de su existencia como negatividad, una
jugada, una movida que abole todo movimiento. Algo que tú no sabes. Que sabes
que puede estallar.
En el lugar del ocaso. Donde no hay viento. En una gaveta olvidada, bajo las
arcadas supuestamente caminadas de antemano, en tu labio inferior ocurre la
maravilla. Pero me cuesta saber, hay un precio del saber exhibido en el
escaparate, en la página rellena, en mi piel que aún no arde hay una
transacción, no, una invitación constante a una transacción, el anuncio de
una transacción profunda. Un negocio. Una transacción asimétrica y letal.
Algo siempre sale perdiendo. Algo sale. Siempre.
Pero cómo. Para qué. Indicio de la locura: cómo y para qué saber del
total y secreto cataclismo que acabó con todo para poder por fin acabar con el
fin sin que nadie se diera cuenta, sin documentos, sin constataciones, la
hecatombe eventual sin testigos. He ahí el problema. Alucinado, soy testigo
ciego de lo inatestiguable.
Pero me cuesta borrar. Borrar los ojos que se alimentan de la piel, borrar la
palabra, borrar para no saber. Borrar es un acto exhibicionista. El suicidio
ocular edípico tiene la naturaleza de lo pornográfico.
Si yo tuviera horas y horas, si la piel de este pellejo demasiado epidérmico
durara lo suficiente para adecuarse a la línea temporal de lo alfabético, yo
podría anunciar. Las economías más poderosas, más ávidas y capaces de la
profecía ya han ocurrido, Mallarmé, Apollinaire, Miller, Artaud, Lezama,
Derrida. Los otros, esos mismos pero otros, los desconocidos, los
irreconocibles. Yo reconozco la futilidad de la repetición. Conozco su
inevitabilidad. Yo reconozco que el mundo se acabó repetidamente en las
palabras de los anteriores. Yo sé que nadie se percató. Que es inútil Ahora.
Que llovió. Yo sé. Que nunca he leído a Mallarmé, a Apollinaire, a Miller. A
Artaud. A Lezama. A Derrida.
Que alguien le anuncie a mi piel analfabeta estas noticias para la salvación
de mi alma. Mea culpa, mi carne no sabe leer.
Para que siga el juego de la bestia adormecida sobresaltando a todos los que
siendo nadie insisten en descubrir el odio. Dentro de cada palabra se oculta el
odio a la palabra. Las palabras ocurriendo de ciertos modos deletrean a
perfección ese odio, ese afán de abolición, de último paso. Somos testigos y
partícipes imposibles de un evento imposible: el trabajo ceñudo, esforzado,
tierno y dulce de la palabra dedicada a su inminente olvido de sí misma.
Presentes, mudos somos ante la vocación de conquista de la palabra, ante su
propensión sigilosa al suicidio, ante su gloriosa y autogestada destrucción.
otro
Cualidad del lenguaje. Presentar, crear lo inexistente asimilado. La
atrocidad del oxímoron. Hielo incendiario, atrofía perfecta, los cuatro lados
del círculo. Esta naturaleza impía del lenguaje es inaudita. Habría que
aniquilarla, esto es, borrarla. He pensado algo imposible: un lenguaje regido
por lo real y por lo lógico, incapaz de proposiciones imposibles o
contradictorias. Exento de la palabra "no". Que lo que no es posible
no sea articulable en dicho lenguaje. Un lenguaje absolutamente determinado. No
una retórica que organice al mundo y lo defina sino un lenguaje que sea regido
despóticamente por el mundo. Donde sintácticamente, gramaticalmente,
fonéticamente, ortográficamente sea imposible enunciar un círculo cuadrado.
Entiéndase: no que esto sea un error lingüístico ni un absurdo. Ni siquiera
una contradicción. Un lenguaje donde esta enunciación sea simplemente
imposible.
Esto sería un lenguaje cabalmente desolado y vacío, y por lo tanto,
agradable.
En un lenguaje así cada enunciado escondería una atrocidad. Cada intento de
metáfora (porque este lenguaje no sería uno desprovisto de su cualidad
inherentemente deseante) una mina que destruiría todo el lenguaje. Sólo así
el lenguaje adquiriría un modo de transgresión automático. Cada vez que viene
a ser viene a ser imposible. Ese lugar.
Toda escritura (o lectura, que es lo mismo) es un préstamo, un dispositivo
deseante de representación fallida de ese lugar moribundo que se asesina al
momento de su nacimiento. Toda escritura es una pérdida y un puente cuyo fin
(objetivo y clausura) no es cruzar hacia, sino recostarse de (el mundo recuesta
dos de sus múltiples costados a cada lado de un puente). La cama de un Fakir.
Labor de luto, epifanía de embuste, toda escritura se propone anunciar que el
escribiente, el lector vislumbró el lugar. Es a la vez evidencia de su
incapacidad para anunciarlo. La escritura se presenta entonces como testigo.
Como huella de lo infinitamente borrable. Entonces, como fracaso.
Achicar un espacio infinito es un intento metafórico de representar este
fracaso. Aniquilar una metáfora, haciendo uno del otro, haciéndolo otro. Una
aporía. Parecería que el único modo de asesinar la metáfora para curar al
lenguaje es metaforizando. Éste es el verdadero fracaso.
Por qué la enfermiza relación del lenguaje y el pensamiento. Por qué la
maravillosa pecaminosidad del pensamiento de pujar al lenguaje y hacerlo pujar
inconmensurablemente para succionarle la substancia prohibida, el sentido. Por
qué leer entre líneas, siempre.
Somos inadecuados geométricamente para el lenguaje. Él implica geometrías
que no quiere, y el pensamiento saca de él geometrías imposibles. He leído
que el gesto literario implica un sí, una promesa siempre afirmativa, un plus.
Digo esto: la literatura es un NO radical, piramidal, un no me entiendes, no me
lees, no puedes por naturaleza adecuarte a unas geometrías que yo misma no
comprendo, unos sitios de lluvia de los que constantemente escapo y que me
escapan. La literatura es un sistema que olvida sus reglas. Instantánea,
incesantemente. La literatura no sabe leer.
Estoy podrido por dentro. De vísceras, de palabras, de libros que no he
leído pero que me reclaman, que me atosigan las tripas porque sé lo que hay en
sus tripas. Los libros que murieron de inanición en mi vientre, que pudrieron
su piel porque yo no los leí. Eso es la muerte.
La muerte es la promesa de un libro de arena. No el libro que no leí, porque
nunca leí ninguno, sino el libro que supe sin leer, el libro que percibí de
tapa a tapa sin tocarlo. Odio saber. Odio deber. Odio la ley implícita en los
vientres del "leí".
Odio la literatura.
Porque es/donde es ocurre la amenaza no de mi muerte (ésa la tengo prometida
en la piel, en la carne cancerosa en las células en el paisaje de toda la
humanidad muerta, en una momia, una mosca, una palabra, en ti), no de mi finitud
(que ella la anuncia), ni de una promesa que no seré capaz de presenciar en su
cumplimiento, sino de la oquedad. Porque/por qué ocurre, y yo no sé.
Alejandría
Un cigarrillo en la noche, adentro de la lluvia, ocurre y no se apaga, sino
que incendia los libros.
Esto no es una pipa.
Este texto es un cigarrillo.
Conozco historias de incendios totales y parciales, voluntarios y fortuitos.
Sé de libros que han ardido en millares, de bibliotecas iluminadas no por la
luz que se esconde en las panzas de los libros sino por la luz que producen las
fogatas de sus contenidos de papel. Bibliotecas luciérnagas, donde ocurren
combustiones internas. Conozco el principio de la combustión, la teoría del
flogisto, imagino el olor de las cenizas, el sonido crispado de las páginas
torcidas a fuerza de llama, la entropía acelerada a grado máximo, la
aceleración ígnea de la tarea del desvanecimiento material de la palabra.
Conozco la idea de la amnesia de la letra provocada por el fuego que implica su
ignición, su deslumbrante desaparición.
He leído.
He caminado las arcadas incesantes de todas las bibliotecas sin recordar
ninguna. Le he pegado fuego de mi fuego a todas las avenidas de todos los
libros, y no me apago.
Plantearse, proponerse y practicar, pensar la quema de los libros, cosa
grande. Un libro en llamas es un espectáculo, un gesto literario. Un odio. Un
olvido. Cuando se queman los libros se pierde todo y nada se pierde. No hay
registro de memoria que recuerde lo que se odia, lo que se quema, lo que se
pierde.
La palabra es el fuego, somos el fuego, los ojos, somos el instrumento del
suicidio siempre tardío de la literatura.
Leer es una actividad pirotécnica, incendiaria. La quema de los libros se
acerca a la animalización, a la actividad de hacer de la palabra/del cuerpo una
bestia. Quemar y leer es igual y son igual a desmemoriarse.
He leído sobre el acto de escritura como crimen, de la grafía como
asesinato. Propongo el acto de lectura como incendio, el beso del ojo en la
mejilla de la página como Judas, como virus, como transmisión de fluidos
letales, como contagio fatídico y terminal. Alguien, la página, el ojo, sale
perdiendo. Ardiendo. Alguien sale.
Ojalá que este libro se quemara. Ojalá no supiera.
Que es de noche y sólo de noche. Los epitafios de la piel marcados a fuego.
No quiero estar en llamas. No quiero estar solo de noche y saber que no he
terminado el libro. No quiero saber
¿Llamas? Yo no estoy preparado.
Sólo de noche. Solo, de noche.
Una incordia oscuridad en el centro de los ojos.