Letralia, Tierra de Letras Año VIII • Nº 98
18 de agosto de 2003
Cagua, Venezuela

Depósito Legal:
pp199602AR26
ISSN: 1856-7983

La revista de los escritores hispanoamericanos en Internet
Letras
El uno, el otro, Alejandría
Bruno Soreno

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Una obra en la que hay teorías es como un
objeto sobre el que se deja la señal del precio
Marcel Proust

El gesto de un buen gusto tan ingenuo como
para creer que se puede borrar el trabajo
de la teoría
Jacques Derrida

Me duele mi jardín de cosas enterradas, los escaparates profundos, las bestias, las arcadas, las exhalaciones especialmente brumosas de ciertos cigarrillos siempre de noche, me duele un libro y saber.

uno

Que no lloviera y que no. Yo quisiera ser un animal.

Cosa que no pregunta más. Cosa apaciguada que ya no pregunta.

Cuándo, cómo podría yo separar mi nombre de todas las preguntas. Yo quisiera ser capaz, como hacen ciertas faunas, de no saber.

La bestia que no conoce, que desconoce su habitancia, que ignora el espacio que ocupa en la página del cuerpo y el cuerpo que ocupa en sus adentros, sus dimensiones, su grosor, sus contenidos. Ser alimaña que desconoce su nombre y su abolengo. Bestia deshabitada. Ser un signo. Un animal.

Una bestia adormecida. Adentro las tormentas, todo lo que escapa de su límite. Una cosa que se potencia. Una promesa, una devastación fundacional que, dormida y ausente, se avecina. Dócil, ignota. Vigilante en los intersticios. Se presta a juegos, sólo en los juegos nominales existe en vilo pero sabe, tú sabes, que promete cataclismos, que sólo sospechar que de algún modo son posibles los desata, nace la lluvia. Ya están ahí, casi, ya no están, no estaban, no estuvieron y arrasaron contigo y conmigo comoquiera en un movimiento imperceptible, arrollador. Estrategias metafóricas: Un adentro más grande que su afuera, una piel que guarda secretos deleitosos. La omnipotencia de los dedos sobre el mutis de la piel, el mudo padecer de la página en blanco por parte de la lanza, sus entregas sin reservas. La reserva que implica el límite de la línea, la superficie, los dedos que pasan por alto esa precisa carencia de tercera dimensión que sienten y padecen esa página, esa piel. Estrategias pictóricas: rasgar el lienzo o colmarlo de profundidad, negarle a la superficie su naturaleza bidimensional mediante una violencia. Profetizar sin saber en qué parte de la bestia radica su bestial naturaleza.

Entonces, inmediatamente, antes, fracaso de la estrategia. Agotamiento de las metáforas. La maldición de las preguntas. De qué. Pero cómo. Ya está ocurriendo, la infatigable indetenible calcinación, el movimiento infinito, tú lo sabes, está ocurriendo allí entre las letras del alfabeto, en los usos profanos del alfabeto. Ese alfabeto mismo es la promesa efectiva de que unas uniones, unas intersecciones, concurrencias, unos acontecimientos voluntarios o fortuitos activan algo que descolla entre los aqueos. Algo furioso, un afirmativo absoluto que absuelve todo de su existencia como negatividad, una jugada, una movida que abole todo movimiento. Algo que tú no sabes. Que sabes que puede estallar.

En el lugar del ocaso. Donde no hay viento. En una gaveta olvidada, bajo las arcadas supuestamente caminadas de antemano, en tu labio inferior ocurre la maravilla. Pero me cuesta saber, hay un precio del saber exhibido en el escaparate, en la página rellena, en mi piel que aún no arde hay una transacción, no, una invitación constante a una transacción, el anuncio de una transacción profunda. Un negocio. Una transacción asimétrica y letal. Algo siempre sale perdiendo. Algo sale. Siempre.

Pero cómo. Para qué. Indicio de la locura: cómo y para qué saber del total y secreto cataclismo que acabó con todo para poder por fin acabar con el fin sin que nadie se diera cuenta, sin documentos, sin constataciones, la hecatombe eventual sin testigos. He ahí el problema. Alucinado, soy testigo ciego de lo inatestiguable.

Pero me cuesta borrar. Borrar los ojos que se alimentan de la piel, borrar la palabra, borrar para no saber. Borrar es un acto exhibicionista. El suicidio ocular edípico tiene la naturaleza de lo pornográfico.

Si yo tuviera horas y horas, si la piel de este pellejo demasiado epidérmico durara lo suficiente para adecuarse a la línea temporal de lo alfabético, yo podría anunciar. Las economías más poderosas, más ávidas y capaces de la profecía ya han ocurrido, Mallarmé, Apollinaire, Miller, Artaud, Lezama, Derrida. Los otros, esos mismos pero otros, los desconocidos, los irreconocibles. Yo reconozco la futilidad de la repetición. Conozco su inevitabilidad. Yo reconozco que el mundo se acabó repetidamente en las palabras de los anteriores. Yo sé que nadie se percató. Que es inútil Ahora. Que llovió. Yo sé. Que nunca he leído a Mallarmé, a Apollinaire, a Miller. A Artaud. A Lezama. A Derrida.

Que alguien le anuncie a mi piel analfabeta estas noticias para la salvación de mi alma. Mea culpa, mi carne no sabe leer.

Para que siga el juego de la bestia adormecida sobresaltando a todos los que siendo nadie insisten en descubrir el odio. Dentro de cada palabra se oculta el odio a la palabra. Las palabras ocurriendo de ciertos modos deletrean a perfección ese odio, ese afán de abolición, de último paso. Somos testigos y partícipes imposibles de un evento imposible: el trabajo ceñudo, esforzado, tierno y dulce de la palabra dedicada a su inminente olvido de sí misma. Presentes, mudos somos ante la vocación de conquista de la palabra, ante su propensión sigilosa al suicidio, ante su gloriosa y autogestada destrucción.

 

otro

Cualidad del lenguaje. Presentar, crear lo inexistente asimilado. La atrocidad del oxímoron. Hielo incendiario, atrofía perfecta, los cuatro lados del círculo. Esta naturaleza impía del lenguaje es inaudita. Habría que aniquilarla, esto es, borrarla. He pensado algo imposible: un lenguaje regido por lo real y por lo lógico, incapaz de proposiciones imposibles o contradictorias. Exento de la palabra "no". Que lo que no es posible no sea articulable en dicho lenguaje. Un lenguaje absolutamente determinado. No una retórica que organice al mundo y lo defina sino un lenguaje que sea regido despóticamente por el mundo. Donde sintácticamente, gramaticalmente, fonéticamente, ortográficamente sea imposible enunciar un círculo cuadrado. Entiéndase: no que esto sea un error lingüístico ni un absurdo. Ni siquiera una contradicción. Un lenguaje donde esta enunciación sea simplemente imposible.

Esto sería un lenguaje cabalmente desolado y vacío, y por lo tanto, agradable.

En un lenguaje así cada enunciado escondería una atrocidad. Cada intento de metáfora (porque este lenguaje no sería uno desprovisto de su cualidad inherentemente deseante) una mina que destruiría todo el lenguaje. Sólo así el lenguaje adquiriría un modo de transgresión automático. Cada vez que viene a ser viene a ser imposible. Ese lugar.

Toda escritura (o lectura, que es lo mismo) es un préstamo, un dispositivo deseante de representación fallida de ese lugar moribundo que se asesina al momento de su nacimiento. Toda escritura es una pérdida y un puente cuyo fin (objetivo y clausura) no es cruzar hacia, sino recostarse de (el mundo recuesta dos de sus múltiples costados a cada lado de un puente). La cama de un Fakir. Labor de luto, epifanía de embuste, toda escritura se propone anunciar que el escribiente, el lector vislumbró el lugar. Es a la vez evidencia de su incapacidad para anunciarlo. La escritura se presenta entonces como testigo. Como huella de lo infinitamente borrable. Entonces, como fracaso.

Achicar un espacio infinito es un intento metafórico de representar este fracaso. Aniquilar una metáfora, haciendo uno del otro, haciéndolo otro. Una aporía. Parecería que el único modo de asesinar la metáfora para curar al lenguaje es metaforizando. Éste es el verdadero fracaso.

Por qué la enfermiza relación del lenguaje y el pensamiento. Por qué la maravillosa pecaminosidad del pensamiento de pujar al lenguaje y hacerlo pujar inconmensurablemente para succionarle la substancia prohibida, el sentido. Por qué leer entre líneas, siempre.

Somos inadecuados geométricamente para el lenguaje. Él implica geometrías que no quiere, y el pensamiento saca de él geometrías imposibles. He leído que el gesto literario implica un sí, una promesa siempre afirmativa, un plus. Digo esto: la literatura es un NO radical, piramidal, un no me entiendes, no me lees, no puedes por naturaleza adecuarte a unas geometrías que yo misma no comprendo, unos sitios de lluvia de los que constantemente escapo y que me escapan. La literatura es un sistema que olvida sus reglas. Instantánea, incesantemente. La literatura no sabe leer.

Estoy podrido por dentro. De vísceras, de palabras, de libros que no he leído pero que me reclaman, que me atosigan las tripas porque sé lo que hay en sus tripas. Los libros que murieron de inanición en mi vientre, que pudrieron su piel porque yo no los leí. Eso es la muerte.

La muerte es la promesa de un libro de arena. No el libro que no leí, porque nunca leí ninguno, sino el libro que supe sin leer, el libro que percibí de tapa a tapa sin tocarlo. Odio saber. Odio deber. Odio la ley implícita en los vientres del "leí".

Odio la literatura.

Porque es/donde es ocurre la amenaza no de mi muerte (ésa la tengo prometida en la piel, en la carne cancerosa en las células en el paisaje de toda la humanidad muerta, en una momia, una mosca, una palabra, en ti), no de mi finitud (que ella la anuncia), ni de una promesa que no seré capaz de presenciar en su cumplimiento, sino de la oquedad. Porque/por qué ocurre, y yo no sé.

 

Alejandría

Un cigarrillo en la noche, adentro de la lluvia, ocurre y no se apaga, sino que incendia los libros.

Esto no es una pipa.

Este texto es un cigarrillo.

Conozco historias de incendios totales y parciales, voluntarios y fortuitos. Sé de libros que han ardido en millares, de bibliotecas iluminadas no por la luz que se esconde en las panzas de los libros sino por la luz que producen las fogatas de sus contenidos de papel. Bibliotecas luciérnagas, donde ocurren combustiones internas. Conozco el principio de la combustión, la teoría del flogisto, imagino el olor de las cenizas, el sonido crispado de las páginas torcidas a fuerza de llama, la entropía acelerada a grado máximo, la aceleración ígnea de la tarea del desvanecimiento material de la palabra. Conozco la idea de la amnesia de la letra provocada por el fuego que implica su ignición, su deslumbrante desaparición.

He leído.

He caminado las arcadas incesantes de todas las bibliotecas sin recordar ninguna. Le he pegado fuego de mi fuego a todas las avenidas de todos los libros, y no me apago.

Plantearse, proponerse y practicar, pensar la quema de los libros, cosa grande. Un libro en llamas es un espectáculo, un gesto literario. Un odio. Un olvido. Cuando se queman los libros se pierde todo y nada se pierde. No hay registro de memoria que recuerde lo que se odia, lo que se quema, lo que se pierde.

La palabra es el fuego, somos el fuego, los ojos, somos el instrumento del suicidio siempre tardío de la literatura.

Leer es una actividad pirotécnica, incendiaria. La quema de los libros se acerca a la animalización, a la actividad de hacer de la palabra/del cuerpo una bestia. Quemar y leer es igual y son igual a desmemoriarse.

He leído sobre el acto de escritura como crimen, de la grafía como asesinato. Propongo el acto de lectura como incendio, el beso del ojo en la mejilla de la página como Judas, como virus, como transmisión de fluidos letales, como contagio fatídico y terminal. Alguien, la página, el ojo, sale perdiendo. Ardiendo. Alguien sale.

Ojalá que este libro se quemara. Ojalá no supiera.

Que es de noche y sólo de noche. Los epitafios de la piel marcados a fuego.

No quiero estar en llamas. No quiero estar solo de noche y saber que no he terminado el libro. No quiero saber

¿Llamas? Yo no estoy preparado.

Sólo de noche. Solo, de noche.

Una incordia oscuridad en el centro de los ojos.


       

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Creada el 20 de mayo de 1996 • Próxima edición: 1 de septiembre de 2003 • Circula el primer y tercer lunes de cada mes