William Faulkner
99% de talento... 99% de disciplina... 99% de trabajo
Me llamo Hugo Avellaneda y soy
peruano, pero escribo desde Francia, donde estoy asilado. Transcribo una
entrevista que dos periodistas norteamericanos le hicieran a William
Faulkner, si mal no recuerdo a fines de los 60. Es una entrevista larga
pero me parece bastante ilustrativa con respecto a ese enigmático proceso
que es la creación literaria. Cuando la leí por esos años me impresionó y
la copié del libro que lleva por título "El oficio del escritor", si la
memoria no me traiciona, pero cometí el error de omitir los nombres de los
periodistas. Esta entrevista fue uno de los pocos papeles que mi mujer pudo
salvar de la furia policial y que trasladó hasta Europa.
—¿Existe alguna fórmula que sea posible seguir para ser un buen
novelista?
—99% de talento... 99% de disciplina... 99% de trabajo. El novelista nunca
debe sentirse satisfecho con lo que hace. Lo que se hace nunca es tan bueno
como podría ser. Siempre hay que soñar y apuntar más alto de lo que uno
puede apuntar. No preocuparse por ser mejor que sus contemporáneos o sus
predecesores. Tratar de ser mejor que uno mismo. Un artista es una criatura
impulsada por demonios. No sabe por qué ellos lo escogen y generalmente
está demasiado ocupado para preguntárselo. Es completamente amoral en el
sentido de que será capaz de robar, tomar prestado, mendigar o despojar a
cualquiera y a todo el mundo con tal de realizar la obra.
—¿Quiere usted decir que el artista debe ser completamente
despiadado?
—El artista es responsable sólo ante su obra. Será completamente despiadado
si es un buen artista. Tiene un sueño, y ese sueño lo angustia tanto que
debe librarse de él. Hasta entonces no tiene paz. Lo echa todo por la
borda: el honor, el orgullo, la decencia, la seguridad, la felicidad, todo,
con tal de escribir el libro. Si un artista tiene que robarle a su madre,
no vacilará en hacerlo...
—Entonces la falta de seguridad, de felicidad, honor, etcétera,
¿sería un factor importante en la capacidad creadora del artista?
—No. Esas cosas sólo son importantes para su paz y su contento, y el arte
no tiene nada que ver con la paz y el contento.
—Entonces, ¿cuál sería el mejor ambiente para un escritor?
—El arte tampoco tiene nada que ver con el ambiente; no le importa dónde
está. Si usted se refiere a mí, el mejor empleo que jamás me ofrecieron fue
el de administrador de un burdel. En mi opinión, ese es el mejor ambiente
en que un artista puede trabajar. Goza de una perfecta libertad económica,
está libre del temor y del hambre, dispone de un techo sobre su cabeza y no
tiene nada qué hacer excepto llevar unas pocas cuentas sencillas e ir a
pagarle una vez al mes a la policía local. El lugar está tranquilo durante
la mañana, que es la mejor parte del día para trabajar. En las noches hay
la suficiente actividad social como para que el artista no se aburra, si no
le importa participar en ella; el trabajo da cierta posición social; no
tiene nada qué hacer porque la encargada lleva los libros; todas las
empleadas de la casa son mujeres, que lo tratarán con respeto y le dirán
"señor". Todos los contrabandistas de licores de la localidad también le
dirán "señor". Y él podrá tutearse con los policías. De modo, pues que el
único ambiente que el artista necesita es toda la paz, toda la soledad y
todo el placer que pueda obtener a un precio que no sea demasiado elevado.
Un mal ambiente sólo le hará subir la presión sanguínea, al hacerle pasar
más tiempo sintiéndose frustrado o indignado. Mi propia experiencia me ha
enseñado que los instrumentos que necesito para mi oficio son papel,
tabaco, comida y un poco de whisky.
—¿Bourbon?
—No, no soy tan melindroso. Entre escocés y nada, me quedo con escocés.
—Usted mencionó la libertad económica. ¿La necesita el
escritor?
—No. El escritor no necesita libertad económica. Todo lo que necesita es un
lápiz y un poco de papel. Que yo sepa nunca se ha escrito nada bueno como
consecuencia de aceptar dinero regalado. El buen escritor nunca recurre a
una fundación. Está demasiado ocupado escribiendo algo. Si no es bueno de
veras, se engaña diciéndose que carece de tiempo o de libertad económica.
El buen arte puede ser producido por ladrones, contrabandistas de licores o
cuatreros. La gente realmente teme descubrir exactamente cuántas penurias y
pobreza es capaz de soportar. Y a todos les asusta descubrir cuán duros
pueden ser. Nada puede destruir al buen escritor. Lo único que puede
alterar al buen escritor es la muerte. Los que son buenos no se preocupan
por tener éxito o por hacerse ricos. El éxito es femenino e igual que una
mujer: si uno se le humilla, le pasa por encima. De modo, pues, que la
mejor manera de tratarla es mostrándole el puño. Entonces tal vez la que se
humille será ella.
—¿Trabajar para el cine es perjudicial para su propia obra de
escritor?
—Nada puede perjudicar la obra de un hombre si éste es un escritor de
primera, nada podrá ayudarlo mucho. El problema no existe si el escritor no
es de primera, porque ya habrá vendido su alma por una piscina.
—Usted dice que el escritor debe transigir cuando trabaja para el
cine. ¿Y en cuanto a su propia obra? ¿Tiene alguna obligación con el
lector?
—Su obligación es hacer su obra lo mejor que pueda hacerla; cualquier
obligación que le quede después de eso, puede gastarla como le venga la
gana. Yo, por mi parte, estoy demasiado ocupado para preocuparme por el
público. No tengo tiempo para pensar quién me lee. No me interesa la
opinión de Juan Lector sobre mi obra ni sobre la de cualquier otro
escritor. La norma que tengo que cumplir es la mía, y esa es la que me hace
sentir como me siento cuando leo La tentación de Saint Antoine o el
Antiguo Testamento. Me hace sentir bien, del mismo modo que observar un
pájaro me hace sentir bien. Si reencarnara, sabe usted, me gustaría volver
a vivir como un zopilote. Nadie lo odia, ni lo envidia, ni lo quiere, ni lo
necesita. Nadie se mete con él, nunca está en peligro y puede comer
cualquier cosa.
—¿Qué técnica utiliza para cumplir su norma?
—Si el escritor está interesado en la técnica, más le vale dedicarse a la
cirugía o a colocar ladrillos. Para escribir una obra no hay ningún recurso
mecánico, ningún atajo. El escritor joven que siga una teoría es un tonto.
Uno tiene que enseñarse por medio de sus propios errores; la gente sólo
aprende a través del error. El buen artista cree que nadie sabe lo bastante
para darle consejos. tiene una vanidad suprema. No importa cuánto admire al
escritor viejo, quiere superarlo.
—Entonces, ¿usted niega la validez de la técnica?
—De ninguna manera. Algunas veces la técnica arremete y se apodera del
sueño antes que el propio escritor pueda aprehenderlo. Eso es tour de
force y la obra terminada es simplemente cuestión de juntar bien los
ladrillos, puesto que el escritor probablemente conoce cada una de las
palabras que va a usar hasta el fin de la obra antes de escribir la
primera. Eso sucedió con Mientras agonizo. No fue fácil. Ningún
trabajo honrado lo es. Fue sencillo en cuanto que todo el material estaba
ya a la mano. La composición de la obra me llevó sólo unas seis semanas en
el tiempo libre que me dejaba un empleo de doce horas al día haciendo
trabajo manual. Sencillamente me imaginé un grupo de personas y las sometí
a las catástrofes naturales universales, que son la inundación y el fuego,
con una motivación natural simple que le diera dirección a su desarrollo.
Pero cuando la técnica no interviene, escribir es también más fácil en otro
sentido. Porque en mi caso siempre hay un punto en el libro en el que los
propios personajes se levantan y toman el mando y completan el trabajo. Eso
sucede, digamos, alrededor de la página 275. Claro está que yo no sé lo que
sucedería si terminara el libro en la página 274. La cualidad que un
artista debe poseer es la objetividad al juzgar su obra, más la honradez y
el valor de no engañarse al respecto. Puesto que ninguna de mis obras ha
satisfecho mis propias normas, debo juzgarlas sobre la base de aquélla que
me causó la mayor aflicción y angustia del mismo modo que la madre ama al
hijo que se convirtió en ladrón o asesino más que al que se convirtió en
sacerdote.
—¿Qué obra es ésa?
—El Sonido y la Furia. La escribí cinco veces distintas, tratando de
contar la historia para librarme del sueño que seguiría angustiándome
mientras no la contara. Es una tragedia de dos mujeres perdidas: Caddy y su
hija. Dilsey es uno de mis personajes favoritos porque es valiente,
generosa, dulce y honrada. Es mucho más valiente, honrada y generosa que
yo.
—¿Cómo empezó El Sonido y la Furia?
—Empezó con una imagen mental. Yo no comprendí en aquel momento que era
simbólica. La imagen era la de los fondillos enlodados de los calzoncitos
de una niña subida a un peral, desde donde ella podía ver a través de una
ventana el lugar donde se estaba efectuando el funeral de su abuela y se lo
contaba a sus hermanos que estaban al pie del árbol. Cuando llegué a
explicar quiénes eran ellos y qué estaban haciendo y cómo se habían
enlodado los calzoncitos de la niña, comprendí que sería imposible meterlo
todo en un cuento y que el relato tendría que ser un libro. Y entonces
comprendí el simbolismo de los calzoncitos enlodados, y esa imagen fue
reemplazada por la de la niña huérfana de padre y madre que se descuelga
por el tubo de desagüe del techo para escaparse del único hogar que tiene,
donde nunca ha recibido amor ni afecto ni comprensión. Yo había empezado a
contar la historia a través de los ojos del niño idiota, porque pensaba que
sería más eficaz si la contaba alguien que sólo fuera capaz de saber lo que
sucedía, pero no por qué. Me di cuenta de que no había contado la historia
esa vez. Traté de volver a contarla, ahora a través de los ojos de otro
hermano. Tampoco resultó. La conté por tercera vez a través de los ojos del
tercer hermano. Tampoco resultó. Traté de reunir los fragmentos y de llenar
las lagunas haciendo yo mismo las veces de narrador. Todavía no quedó
completa, hasta quince años después de la publicación del libro, cuando
escribí, como apéndice de otro libro, el esfuerzo final para acabar de
contar la historia y sacármela de la cabeza de modo que yo mismo pudiera
sentirme en paz. Ese es el libro por el que siento más ternura. Nunca pude
dejarlo de lado y nunca pude contar bien la historia, aun cuando lo intenté
con ahínco y me gustaría volver a intentarlo, aunque probablemente
fracasaría otra vez.
—¿Qué emoción suscita Benjy en usted?
—La única emoción que puedo sentir por Benjy es aflicción y compasión por
toda la humanidad. No se puede sentir nada por Benjy porque él no siente
nada. Lo único que puedo sentir por él personalmente es preocupación en
cuanto a que sea creíble tal cual yo lo creé. Benjy fue un prólogo, como el
sepulturero en los dramas isabelinos. Cumple su cometido y se va. Benjy es
incapaz del bien y del mal porque no tiene conocimiento alguno del bien y
del mal.
—¿Podía Benjy sentir amor?
—Benjy no era lo suficientemente racional ni siquiera para ser un egoísta.
Era un animal. Reconocía la ternura y el amor, aunque no habría podido
nombrarlos; y fue la amenaza a la ternura y al amor lo que lo llevó a
gritar cuando sintió el cambio en Caddy. Ya no tenía a Caddy; siendo un
idiota, ni siquiera estaba consciente de la ausencia de Caddy. Sólo sabía
que algo andaba mal, lo cual creaba un vacío en el que sufría. Trató de
llenar ese vacío. Lo único que tenía era una de las pantuflas desechadas de
Caddy. La pantufla era la ternura y el amor de Benjy que éste podría haber
nombrado, y sólo sabía que le faltaban. Era mugroso porque no podía
coordinar y porque la mugre no significaba nada para él. Así como no podía
distinguir entre el bien y el mal, tampoco podía distinguir entre lo limpio
y lo sucio. La pantufla le daba consuelo aun cuando ya no recordaba la
persona a la que había pertenecido, como tampoco podía recordar por qué
sufría. Si Caddy hubiese reaparecido, Benjy probablemente no la habría
reconocido.
—¿Ofrece ventajas artísticas el componer la novela en forma de
alegoría, como la alegoría cristiana que usted utilizó en Una
fábula?
—La misma ventaja que representa para el carpintero construir esquinas
cuadradas al construir una casa cuadrada. En Una fábula, la alegoría
cristiana era la alegoría indicada en esa historia particular, del mismo
modo que una esquina cuadrada oblonga es la esquina indicada para construir
una casa rectangular oblonga.
—¿Quiere decir que un artista puede usar el cristianismo simplemente
como cualquier otra herramienta, de la misma manera que un carpintero
tomaría prestado un martillo?
—Al carpintero del que estamos hablando nunca le falta ese martillo. A
nadie le falta cristianismo, si nos ponemos de acuerdo en cuanto al
significado que le damos a la palabra. Se trata del código de conducta
individual de cada persona, por medio del cual ésta se hace un ser humano
superior al que su naturaleza quiere que sea si la persona sólo obedece a
su naturaleza. Cualquiera que sea su símbolo —la cruz o la media luna o lo
que fuere—, ese símbolo es para el hombre el recordatorio de su deber como
miembro de la raza humana. Sus diversas alegorías son los modelos con los
que se mide a sí mismo y aprende a conocerse. La alegoría no puede enseñar
al hombre a ser bueno del mismo modo que el libro de texto le enseña
matemáticas. Le enseña cómo descubrirse a sí mismo, cómo hacerse de un
código moral y de una norma dentro de sus capacidades y aspiraciones al
proporcionarle un ejemplo incomparable de sufrimiento y sacrificio y la
promesa de una esperanza. Los escritores siempre se han nutrido, y siempre
se nutrirán de las alegorías de la conciencia moral, por la razón de que
las alegorías son incomparables: los tres hombres de Moby Dick, que
representan la trinidad de la conciencia: no saber nada, saber y no
preocuparse, y saber y preocuparse. La misma trinidad está representada en
Una fábula por el viejo aviador judío, que dice "Esto es
terrible. Me niego a aceptarlo, aun cuando deba rechazar la vida para
hacerlo"; el viejo cuartelmaestre francés, que dice: "Esto es
terrible, pero podemos llorar y soportarlo"; y el mismo mensajero del
batallón inglés que dice: "Esto es terrible, voy a hacer algo para
remediarlo".
—¿Fueron reunidos en un solo volumen los dos temas no relacionados de
Las palmeras salvajes con algún propósito simbólico? ¿Se trata, como
sugieren algunos críticos, de una especie de contrapunto estético o de una
simple casualidad?
—No, no. Aquello era una historia: la historia de Charlotte Rittenmeyer y
Harry Wilbourne, que lo sacrificaron todo por el amor y después perdieron
eso. Yo no sabía que iban a ser dos historias separadas sino después de
haber empezado el libro. Cuando llegué al final de lo que ahora es la
primera sección de Las palmeras salvajes, comprendí súbitamente que
faltaba algo, que la historia necesitaba énfasis, algo que la levantara
como el contrapunto en la música. Así que me puse a escribir El
viejo hasta que Las palmeras salvajes volvió a ganar intensidad.
Entonces interrumpí El viejo en lo que ahora es su primera parte y
reanudé la composición de Las palmeras salvajes hasta que empezó a
decaer nuevamente. Entonces volví a darle intensidad con otra parte de su
antítesis, que es la historia de un hombre que conquistó su amor y pasó el
resto del libro huyendo de él, hasta el grado de volver voluntariamente a
la cárcel en que estaría a salvo. Son dos historias sólo por casualidad,
tal vez por necesidad. La historia es la de Charlotte y Wilbourne.
—¿Qué porción de sus obras se basan en la experiencia
personal?
—No sabría decirlo. Nunca he hecho la cuenta, porque la "porción" no tiene
importancia. Un escritor necesita tres cosas: experiencia, observación e
imaginación. Cualesquiera dos de ellas, y a veces una puede suplir la falta
de las otras dos. En mi caso, una historia generalmente comienza con una
sola idea, un solo recuerdo o una sola imagen mental. La composición de la
historia es simplemente cuestión de trabajar hasta el momento de explicar
por qué ocurrió la historia o qué otras cosas hizo ocurrir a continuación.
Un escritor trata de crear personas creíbles en situaciones conmovedoras
creíbles de la manera más conmovedora que pueda. Obviamente, debe utilizar,
como uno de sus instrumentos, el ambiente que conoce. Yo diría que la
música es el medio más fácil de expresarse, puesto que fue el primero que
se produjo en la experiencia y en la historia del hombre. Pero puesto que
mi talento reside en las palabras, debo tratar de expresar torpemente en
palabras lo que la música pura habría expresado mejor. Es decir, que la
música lo expresaría mejor y más simplemente, pero yo prefiero usar
palabras, del mismo modo que prefiero leer a escuchar. Prefiero el silencio
al sonido, y la imagen producida por las palabras ocurre en el silencio. Es
decir, que el trueno y la música de la prosa tienen lugar en el silencio.
—Usted dijo que la experiencia, la observación y la imaginación son
importantes para el escritor. ¿Incluiría usted la inspiración?
—Yo no sé nada sobre la inspiración, porque no sé lo que es eso. La he oído
mencionar, pero nunca la he visto.
—Se dice que usted como escritor está obsesionado por la
violencia.
—Eso es como decir que el carpintero está obsesionado con su martillo. La
violencia es simplemente una de las herramientas del carpintero
(sic). El escritor, al igual que el carpintero, no puede construir
con una sola herramienta.
—¿Puede usted decir cómo empezó su carrera de escritor?
—Yo vivía en Nueva Orleáns, trabajando en lo que fuera necesario para ganar
un poco de dinero de vez en cuando. Conocí a Sherwood Anderson. Por las
tardes solíamos caminar por la ciudad y hablar con la gente. Por las noches
volvíamos a reunirnos y nos tomábamos una o dos botellas mientras él
hablaba y yo escuchaba. Antes del mediodía nunca lo veía. Él estaba
encerrado, escribiendo. Al día siguiente volvíamos a hacer lo mismo. Yo
decidí que si esa era la vida de un escritor, entonces eso era lo mío y me
puse a escribir mi primer libro. En seguida descubrí que escribir era una
ocupación divertida. Incluso me olvidé de que no había visto al señor
Anderson durante tres semanas, hasta que él tocó a mi puerta —era la
primera vez que venía a verme— y me preguntó: "¿Qué sucede? ¿Está usted
enojado conmigo?". Le dije que estaba escribiendo un libro. El dijo: "Dios
mío", y se fue. Cuando terminé el libro, La paga de los soldados, me
encontré con la señora Anderson en la calle. Me preguntó cómo iba el libro
y le dije que ya lo había terminado. Ella me dijo: "Sherwood dice que está
dispuesto a hacer un trato con usted. Si usted no le pide que lea los
originales. él le dirá a su editor que acepte el libro". Yo le dije "trato
hecho", y así fue como me hice escritor.
—¿Qué tipo de trabajo hacía usted para ganar ese "poco dinero de vez
en cuando"?
—Lo que se presentara. Yo podía hacer un poco de casi cualquier cosa:
manejar lanchas, pintar casas, pilotar aviones. Nunca necesitábamos mucho
dinero porque entonces la vida era barata en Nueva Orleáns, y todo lo que
quería era un lugar donde dormir, un poco de comida, tabaco y whisky. Había
muchas cosas que yo podía hacer durante dos o tres días a fin de ganar
suficiente dinero para vivir el resto del mes. Yo soy, por temperamento, un
vagabundo y un golfo. El dinero no me interesa tanto como para forzarme a
trabajar para ganarlo. En mi opinión, es una vergüenza que haya tanto
trabajo en el mundo. Una de las cosas más tristes es que lo único que un
hombre puede hacer durante ocho horas, día tras día, es trabajar. No se
puede comer ocho horas, ni beber ocho horas diarias, ni hacer el amor ocho
horas... lo único que se puede hacer durante ocho horas es trabajar. Y esa
es la razón de que el hombre se haga tan desdichado e infeliz a sí mismo y
a todos los demás.
—Usted debe sentirse en deuda con Sherwood Anderson, pero, ¿qué
juicio le merece como escritor?
—Él fue el padre de mi generación de escritores norteamericanos y de la
tradición literaria norteamericana que nuestros sucesores llevarán
adelante. Anderson nunca ha sido valorado como se merece. Dreiser es su
hermano mayor y Mark Twain el padre de ambos.
—Y, ¿en cuanto a los escritores europeos de ese período?
—Los dos grandes hombres de mi tiempo fueron Mann y Joyce. Uno debe
acercarse al Ulysses de Joyce como el bautista analfabeto al Antiguo
Testamento: con fe.
—¿Lee usted a sus contemporáneos?
—No; los libros que leo son los que conocí y amé cuando era joven y a los
que vuelvo como se vuelve a los viejos amigos: El Antiguo Testamento,
Dickens, Conrad, Cervantes... leo el Quijote todos los años, como
algunas personas leen la Biblia. Flaubert, Balzac —éste último creó un
mundo propio intacto, una corriente sanguínea que fluye a lo largo de
veinte libros—, Dostoyevsky, Tolstoy, Shakespeare. Leo a Melville
ocasionalmente y entre los poetas a Marlowe, Campion, Jonson, Herrik,
Donne, Keats y Shelley. Todavía leo a Housman. He leído estos libros tantas
veces que no siempre empiezo en la primera página para seguir leyendo hasta
el final. Sólo leo una escena, o algo sobre un personaje, del mismo modo
que uno se encuentra con un amigo y conversa con él durante unos minutos.
—¿Y Freud?
—Todo el mundo hablaba de Freud cuando yo vivía en Nueva Orleáns, pero
nunca lo he leído. Shakespeare tampoco lo leyó y dudo que Melville lo haya
hecho, y estoy seguro de que Moby Dick tampoco.
—¿Lee usted novelas policíacas?
—Leo a Simenon porque me recuerda algo de Chéjov.
—¿Y sus personajes favoritos?
—Mis personajes favoritos son Sarah Gamp: una mujer cruel y despiadada, una
borracha oportunista, indigna de confianza, en la mayor parte de su
carácter era mala, pero cuando menos era un carácter; la señora Harris,
Falstaf, el Príncipe Hall, don Quijote y Sancho, por supuesto. A lady
Macbeth siempre la admiro. Y a Bottom, Ofelia y Mercucio. Este último y la
señora Gamp se enfrentaron con la vida, no pidieron favores, no gimotearon.
Huckleberry Finn, por supuesto, y Jim. Tom Sawyer nunca me gustó mucho: un
mentecato. Ah, bueno, y me gusta Sut Logingood, de un libro escrito por
George Harris en 1840 o 1850 en las montañas de Tennesse. Lovingood no se
hacía ilusiones consigo mismo, hacía lo mejor que podía; en ciertas
ocasiones era un cobarde y sabía que lo era y no se avergonzaba; nunca
culpaba a nadie por sus desgracias y nunca maldecía a Dios por ellas.
—Y, ¿en cuanto a la función de los críticos?
—El artista no tiene tiempo para escuchar a los críticos. Los que quieren
ser escritores leen las críticas, los que quieren escribir no tienen tiempo
para leerlas. El crítico también está tratando de decir: "Yo pasé por
aquí". La finalidad de su función no es el artista mismo. El artista está
un peldaño por encima del crítico, porque el artista escribe algo que
moverá al crítico. El crítico escribe algo que moverá a todo el mundo menos
al artista.
—Entonces, ¿usted nunca siente la necesidad de discutir sobre su obra
con alguien?
—No; estoy demasiado ocupado escribiéndola. Mi obra tiene que complacerme a
mí, y si me complace entonces no tengo necesidad de hablar sobre ella. Si
no me complace, hablar sobre ella no la hará mejor, puesto que lo único que
podrá mejorarla será trabajar más en ella. Yo no soy un literato; sólo soy
un escritor. No me da gusto hablar de los problemas del oficio.
—Los críticos sostienen que las relaciones familiares son centrales
en sus novelas.
—Esa es una opinión y, como ya le dije, yo no leo a los críticos. Dudo que
un hombre que está tratando de escribir sobre la gente esté más interesado
en sus relaciones familiares que en la forma de sus narices, a menos que
ello sea necesario para ayudar al desarrollo de la historia. Si el escritor
se concentra en lo que sí necesita interesarse, que es la verdad y el
corazón humano, no le quedará mucho tiempo para otras cosas, como las ideas
y hechos tales como la forma de las narices o las relaciones familiares,
puesto que en mi opinión las ideas y los hechos tienen muy poca relación
con la verdad.
—Los críticos también sugieren que sus personajes nunca eligen
conscientemente entre el bien y el mal.
—A la vida no le interesa el bien y el mal. Don Quijote elegía
constantemente entre el bien y el mal, pero elegía en su estado de sueño.
Estaba loco. Entraba en la realidad sólo cuando estaba tan ocupado bregando
con la gente que no tenía tiempo para distinguir entre el bien y el mal.
Puesto que los seres humanos sólo existen en la vida, tienen que dedicar su
tiempo simplemente a estar vivos. La vida es movimiento y el movimiento
tiene que ver con lo que hace moverse al hombre, que es la ambición, el
poder, el placer. El tiempo que un hombre puede dedicarle a la moralidad,
tiene que quitárselo forzosamente al movimiento del que él mismo es parte.
Está obligado a elegir entre el bien y el mal tarde o temprano, porque la
conciencia moral se lo exige a fin de que pueda vivir consigo mismo el día
de mañana. Su conciencia moral es la maldición que tiene que aceptar de los
dioses para obtener de éstos el derecho a soñar.
—¿Podría usted explicar mejor lo que entiende por movimiento en
relación con el artista?
—La finalidad de todo artista es detener el movimiento que es la vida, por
medios artificiales y mantenerlo fijo de suerte que cien años después,
cuando un extraño lo contemple, vuelva a moverse en virtud de qué es la
vida. Puesto que el hombre es mortal, la única inmortalidad que le es
posible es dejar tras de sí algo que sea inmortal porque siempre se moverá.
Esa es la manera que tiene el artista de escribir "Yo estuve aquí" en el
muro de la desaparición final e irrevocable que algún día tendrá que
sufrir.
—Malcom Cowley ha dicho que sus personajes tienen una conciencia de
sumisión a su destino.
—Esa es su opinión. Yo diría que algunos la tienen y otros no, como los
personajes de todo el mundo. Yo diría que Lena Grove en Luz de
agosto se entendió bastante bien con la suya. Para ella no era
realmente importante en su destino que su hombre fuera Lucas Birch o no. Su
destino era tener un marido e hijos y ella lo sabía, de modo que fue y los
tuvo sin pedirle ayuda a nadie. Ella era la capitana de su propia alma. Uno
de los parlamentos más serenos y sensatos que yo he escuchado fue cuando
ella le dijo a Byron Bunch en el instante mismo de rechazar su intento
final, desesperado, desesperanzado, de violarla, "¿No te da vergüenza?
¡Podías haber despertado al niño!". No se sintió confundida, asustada ni
alarmada por un solo momento. Ni siquiera sabía que no necesitaba
compasión. Su último parlamento, por ejemplo: "No llevo viajando más que un
mes y ya estoy en Tennesse. Vaya, vaya, cómo rueda uno". La familia
Brunden, en Mientras agonizo, se las arregló bastante bien con su
destino. El padre, después de perder a su esposa, necesitaba naturalmente
otra, así que se la buscó. De un solo golpe no sólo reemplazó a la cocinera
de la familia, sino que adquirió un fonógrafo para darles gusto a todos
mientras descansaban. La hija embarazada no logró deshacerse de su problema
esa vez, pero no se descorazonó. Lo intentó nuevamente, y aun cuando todos
los intentos fracasaron, al fin y al cabo no fue más que otro bebé.
—¿Qué le sucedió a usted entre La paga de los soldados y
Sartoris? Es decir, ¿cuál fue el motivo de que usted empezara a
escribir la saga de Yoknapatawpha?
—Con La paga de los soldados descubrí que escribir era divertido.
Pero más tarde descubrí que no sólo cada libro tiene que tener un designio,
sino que todo el conjunto o la suma de la obra de un artista tiene que
tener un designio. La paga de los soldados y Mosquitos los
escribí por el gusto de escribir, porque era divertido. Comenzando con
Sartoris descubrí que mi propia parcela de suelo natal era digna de
que se escribiera acerca de ella y que yo nunca viviría lo suficiente para
agotarla, y que mediante la sublimación de lo real en lo apócrifo yo
tendría completa libertad para usar todo el talento que pudiera poseer,
hasta el grado máximo. Ello abrió una mina de oro de otras personas, de
suerte que creé un cosmos de mi propiedad. Puedo mover a esas personas de
aquí para allá como Dios, no sólo en el espacio sino en el tiempo también.
El hecho de que haya logrado mover a mis personajes en el tiempo, cuando
menos según mi propia opinión, me comprueba mi propia teoría de que el
tiempo es una condición fluida que no tiene existencia excepto en los
avatares momentáneos de las personas individuales. No existe tal cosa como
fue; sólo es. Si fue existiera, no habría pena ni
aflicción. A mí me gusta pensar que el mundo que creé es una especie de
piedra angular del universo; que si esa piedra angular, pequeña y todo como
es, fuera retirada, el universo se vendría abajo. Mi último libro será el
libro del Día del Juicio Universal, el Libro de Oro del Condado de
Yoknapatawpha. Entonces quebraré el lápiz y tendré que detenerme.