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José Hierro
José Hierro
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La poesía debe ser clara

Entrevista por Benjamín Prado
Publicada en el diario El País el 9 de abril de 1999

Considerado un poeta oculto durante muchos años, ha obtenido recientemente todos los reconocimientos: el Premio Cervantes, el Reina Sofía, el de la Crítica, y ayer fue elegido académico de la Española. Víctor García de la Concha, director de la Academia, destacó que "es uno de los grandes poetas de nuestro siglo, ejemplo de ética poética y comprometido con el hombre". Hierro, que empezó a escribir en 1937, siempre se había negado a ser académico porque no se consideraba digno. Ayer, declaró que entrar en la institución es para él "un honor y también una obligación". "Es la Academia quien tiene la suerte de acogerlo en su seno", dijo ayer Carlos Bousoño, uno de los que le propuso junto con Fernando Lázaro Carreter y Francisco Ayala para ocupar el sillón G.

El poeta José Hierro, de 77 años, fue elegido ayer miembro de la Real Academia Española prácticamente por unanimidad, en la segunda votación (por 22 de los 25 votos de los académicos presentes) para ocupar el sillón G, vacante desde el fallecimiento de José María de Areilza. Hierro fue propuesto por Francisco Ayala, Fernando Lázaro Carreter y Carlos Bousoño.

—Usted publicó en 1964 su Libro de las alucinaciones y tardó casi 30 años en sacar el siguiente, Agenda. Por tanto, fue durante mucho tiempo un escritor casi oculto. Ahora le llueven los premios, el Cervantes, el Reina Sofía, el de la Crítica, el ingreso en la Real Academia, compone poemas de cien versos y lleva vendidos más de 20.000 ejemplares de su Cuaderno de Nueva York. ¿Tiene alguna explicación para todos estos cambios?

—La verdad es que no tengo ni idea. Yo vivo igual que antes, un poco a las afueras del mundo literario. Aleixandre siempre me decía: "Jamás vas a conseguir que te conozca nadie, porque no contestas las cartas, no vas a los cócteles, no te dejas ver. Eres el peor relaciones públicas que he visto en toda mi vida". Tenía razón: creo que lo más lejos que he llegado en ese terreno ha sido a regalar mis libros a mis amigos. En cuanto a lo de no escribir, nunca he hecho ninguna mitología de eso.

—Quiere decir que otros, como Jaime Gil de Biedma o Claudio Rodríguez, sí lo han hecho?

—No, no hablo de ellos, sino de mí. Yo nunca he tenido prisa, no me sentaba en mi cocina a oscuras diciéndome: "Dios mío, no puedo escribir, qué pasa, no me sale". Los poemas no hay que ir a buscarlos, sino esperar a que lleguen, a que se haga absolutamente imprescindible escribirlos. La poesía requiere honestidad y calma.

—De hecho, Agenda empezó a escribirlo en 1974 o 1975. Pero ¿qué pasó en esos 10 años previos? Es como si hubiese puesto en práctica aquellos versos de su libro Quinta del 42: "Toqué la creación con mi frente. / Sentí la creación en mi alma. / Las olas me llamaron a lo hondo. / Y luego se cerraron las aguas".

—Supongo que no tenía nada nuevo que decir. Puede que me sintiera bien y que Machado estuviera en lo cierto cuando dijo aquello de "se canta lo que se pierde". A mí eso no me importa, porque cuando deseo escribir lo hago y cuando no me apetece, no sufro. No me gusta tener que representar ante mí mismo ningún papel, ni el de escritor ni ningún otro. Además, los autores debemos ser desconfiados, porque a la hora de construir un poema tenemos gestos, igual que a la hora de movernos o de hablar, y de esos gestos es de lo que hay que huir. Escribir otra vez lo mismo es muy fácil, pero también muy poco honrado.

—Lo que sí existen son temas que le son cercanos, sobre los que vuelve. Por ejemplo, la música, que está tan presente en Cuaderno de Nueva York como en el resto de sus libros.

—Una de las cosas que he intentado una y otra vez ha sido apropiarme de las cosas que tenían sentido para mí, llevarlas dentro de mis poemas, y el ritmo de la música, la sensación que te produce oír a Schubert o a Mozart, es una de esas cosas. Por otro lado, también me he empeñado a menudo en tirar de las personas que hay dentro de esas sinfonías hacia este lado, mirarlas como a seres humanos.

—Como en ese poema de Cuaderno de Nueva York que se titula "Beethoven ante el televisor".

—Claro, esa historia de encontrarme a Beethoven en el Lincoln Center y marcharme con él a escuchar la Novena sinfonía en la televisión de su hotel. Imagínate a aquel compositor que no podía escuchar nada más que dentro de él los sonidos. Es una especie de parábola, un cuento. Otras veces incluyo en los poemas sucesos de mi vida, cosas que me han impresionado. Por ejemplo, en "Rapsodia in blue" aparece, de pronto, un chicano que se nos acercó a Juan Benet, a Hortelano, a Ángel González y a mí en un bar de Santa Fe y nos dio este discurso: "Yo tengo el pelo largo, a ellos no les gusta, pero me lo ha dado Dios. Ellos me han robado mi idioma".

—Hablando de eso, usted siempre se refiere al lenguaje como si se tratara de un impedimento, sostiene que no se puede leer poesía más que en su idioma. ¿Cree, como Goethe, que la poesía es "justo lo que se pierde en la traducción"?

—Desde luego. Yo sólo entiendo lo que leo en mi lengua. Puedo entender la anécdota o el argumento, pero nada más. Es lo mismo que ver una copia en blanco y negro de un cuadro en color o escuchar en un piano una pieza escrita para una orquesta. Las traducciones deforman la realidad y puede que en alemán Ortega y Gasset suene el doble de grande y Antonio Machado el doble de pequeño, pero eso no es la realidad.

—Ahora está preparando unas nuevas obras completas para la editorial Hiperión, que sustituirán a las de Giner (1962) y Seix Barral (1974). ¿Cómo piensa estructurarlas? ¿Añadirá textos inéditos, censurados, poemas de ocasión?

—Lo único que tengo claro es que irán, naturalmente, los dos libros nuevos, Agenda y Cuaderno de Nueva York. Todo lo demás, estoy pensándomelo. En principio, creo que voy a añadir al final eso que llamas versos de ocasión, algunos poemas de encargo o que por las razones que sea se publicaron al margen de mis libros, cosas sobre pintores, unos versos más o menos humorísticos que hice sobre asuntos relacionados con la medicina y que luego publicó Endymión con un prólogo de Laín Entralgo; o varios sonetos que en su momento me parecieron ajenos a lo demás que hacía, o una parte de mi prehistoria literaria, lo que compuse antes de Alegría, desde el año 38 o 39.

—Porque usted fue un autor precoz: a los 12 años le dieron a un relato suyo un premio literario en el Ateneo de Santander.

—Sí, es cierto. Bueno, supongo que lo que vamos a hacer es que esos poemas primerizos vayan en un apéndice al final del tomo, en una letra más pequeña, para que se entienda que son una especie de curiosidad, de indicios previos. Con los poemas sobre pintura, me pregunto si merece la pena editarlos sin reproducir la imagen de la que surgieron. Ya ves que tengo un montón de dudas; tantas que harán el trabajo más divertido. Lástima que tenga tan poco tiempo.

—Y a sus libros digamos oficiales, ¿va a añadirles algún poema, algo que en su momento fuese, por ejemplo, retirado por la censura?

—No. La censura a mí no me retiró nada. Y a los demás, tampoco. Hay mucha mitología en eso, pero yo creo que si querías escribir algo en tiempos de Franco, lo escribías, contra viento y marea. Los libros de Blas de Otero se publicaron por entonces en España, y los de Gabriel Celaya. Por supuesto que, a veces, le decían a uno de ellos: este verso no puede pasar. Pero todo eso afectó más a los detalles que al conjunto. Luego hubo mucha gente que se pasó 40 años jurando que tenía una obra maestra en el armario, diciendo: "Ahora no puede ser, pero ya verás cuando esto acabe". ¿Dónde están esas maravillas? ¿Quién las ha visto?

—Hay cosas que usted puede escribir ahora y entonces no.

—Desde luego: ahora puedo escribirle un poema a una mariposa sin que me llamen traidor.

—¿Hubo cierto oportunismo en los poetas sociales?

—Hombre, oportunismo es una palabra demasiado afilada. Lo que yo sí creo que hubo fue una tendencia tan dominante que terminó por convertirse en una fórmula, y eso, además de poner algunas cosas más al centro de lo que debían estar, dejó fuera del primer plano muchas opciones, desde la poesía más o menos experimental de Carlos Edmundo de Ory hasta el barroquismo de García Baena, que eran y son muy interesantes. Para mí, la poesía social puede ser toda o ninguna, más bien me parece que de lo que se trata es de decir la verdad, lo que sientes, pero como quien se hace un retrato con una cámara y procura que también se vea lo que hay a su espalda. La imagen es peor cuando sólo se ve lo que está en primer plano o cuando sólo se ve el fondo.

—¿En qué ha cambiado la poesía española desde entonces?

—Primero, en que no hay esa tendencia dominante. En este momento, cada uno puede hacer lo que quiera.

—Entonces, ¿qué pasa con toda esa guerra entre la poesía de la experiencia, la de la diferencia...?

Para mí, toda la buena poesía es de la experiencia, porque no puedes hacer un verso sobre algo que no te haya pasado por dentro o por fuera. Y también es poesía de la diferencia, porque cualquiera pretende hacer las cosas a su modo, salvo los estafadores o los tramposos. Pero ya te digo, hoy la libertad es absoluta.

—¿Y eso es bueno o es malo?

—Es bueno para los que tienen talento y malo para los demás. Los primeros se enfrentan a esta frase: "Todo es posible, sólo hazlo bien". Los otros, a veces me recuerdan a esos hijos de padres demasiado permisivos que a base de condescendencia terminan por sentirse desamparados, por no tener un frontón contra el que rebotar. Cuando todo es más fácil, también es menos exigente.

—Pero lo que sí hay son opciones estéticas. Unos apuestan por la claridad y otros piensan lo mismo que Octavio Paz: "El poema hermético proclama la grandeza de la poesía y la miseria de la historia".

—Para mí, la poesía debe ser clara.

—¿Por qué?

—¡Coño, porque me da la gana! Es como si me preguntas por qué prefiero pasar el verano junto a la mar, en vez de en el monte. ¡Yo qué sé! La buena poesía siempre dice más de lo que dice, siempre posee misterio, pero el misterio sólo funciona cuando es real, no cuando se finge.


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