Jaime Sabines
Todo lo que escribo lo he vivido
Entrevistas con Jaime Sabines
Fragmento de una entrevista realizada a Jaime Sabines en 1984 por Cristina Pacheco
—A veces se interrumpe la cotidianidad simple por miedo, ¿lo ha
sentido?
—No, nunca. Cuando tomo mi cuaderno es porque tengo un complejo de
emociones humanas que necesito sacar de mí. Siempre sé de lo que voy a
escribir porque todo lo que escribo lo he vivido. No tengo que imaginarme
cosas, como los novelistas. Cuando escribo lo único que sé es que sufro de
dolor, de esperanza, de alegría; sé que estoy sufriendo y que necesito
decirlo. Mi necesidad de escribir es todo, pero nunca miedo.
—Para usted, ¿qué es la literatura?
—Nada. Puede ser un oficio, pero también una desocupación. La poesía es
otra cosa: es un destino. Es algo que se hace fundamentalmente con
palabras, con emociones, con sentimientos.
—¿Cómo escribe?
—Siempre en libretas, a mano, generalmente acostado. Sale la primera línea
y enseguida vienen las demás.
—¿Corrige?
—En el momento mismo de escribir. En mí la corrección es simultánea a la
escritura. No corrijo ni cambio palabras en una línea; simplemente veo el
poema completo. Si me gusta, lo conservo, si no, lo tacho.
—Cuando ve los poemas impresos, ¿le gustan igual que cuando los
escribió?
—Pocas veces leo mis libros. No me gusta volver a las cosas. Publicar un
libro significa deshacerse de algo, tirar un lastre.
Fragmento de una entrevista hecha por César
Güemes
—Es usted no sólo el poeta más leído de México, sino el más apreciado,
eso lo sabemos. ¿Hay un momento en que se da cuenta de esta
responsabilidad?
—En varias ocasiones. Y siento una gran satisfacción, porque después de
todo escribe uno para los demás, no para uno mismo delante de un espejo.
Siempre la poesía no es más que un medio de comunicación humana. Si te
leen, eso quiere decir que surtió efecto la cosa. Esa satisfacción es mejor
que los premios. Aunque estés en tu cuarto, a solas, cuando logras un poema
es una gran recompensa. O cuando alguien viene y te dice que tal o cual
poema lo ayudó en su soledad, o para enamorar a una mujer. Entonces te das
cuenta de que la poesía sí sirve para algo, cómo no.
Sabines: mi obra no debía ser la sombra de otros
autores Graciela Atencio, especial para La
Jornada
La condición que puso Jaime Sabines para conceder esta entrevista, que de
no haberse interrumpido por sus problemas de salud se hubiera convertido en
un libro, fue la de no hablar únicamente de poesía. Después de tres
conversaciones, quedó claro que él podía referirse a cualquier cosa sólo
desde el idioma de la poesía y que todo lo que decía, de alguna manera
tocaba, acechaba, rondaba y envolvía a la poesía. Hasta sus silencios, sus
gestos tenues y su mirada tierna prefiguraban nada más que poesía. ¿Cómo
definir al poeta? Sabines no es más que poesía viva, en permanente, eterno
movimiento.
—¿En qué momento de su vida tuvo la certeza de que sería poeta?
—Es una historia muy larga. Cuando tenía cinco o seis años, mi mamá me
llamaba con sus comadres a recitar poesía, "que declame Jaimito, que recite
Jaimito", y así me echaba grandes poemas. Me aprendía la historia de México
que venía en unos folletitos, la sabía de memoria y entonces me pedían que
contara fragmentos. Contaba la historia de los toltecas, de los
chichimecas... eso fue hasta los 11 o 12 años. A los 14 me aprendí todo un
librito, El declamador sin maestro, en el que había 120 poemas de
autores de América. Me acuerdo que era el caballito de batalla de la
escuela, declamaba en cuanta fiesta cívica se celebraba. Lógicamente, al
principio me encantaba hacerlo, pero en la prepa me empezó a molestar,
porque iba a fiestas particulares con mis novias y algún idiota decía:
"¡Que declame Sabines!", y me daba un coraje tremendo. Por suerte, a los 19
años, cuando vine a estudiar medicina a la ciudad de México, si no me
equivoco, en 1945, pude zafarme del aspecto declamatorio. Aunque recuerdo
una anécdota de una vez que me agarraron en curva, en el entierro del
capitán Martínez, al que yo quise mucho porque había sido mi jefe a los 14
años. Juan, mi hermano, me pidió que fuera a darle el pésame a la familia
en México. En el velorio me acerqué a la viuda, doña Linda, para darle mis
condolencias y me jaló en el carro rumbo al panteón. A alguien se le
ocurrió decir: "Tenemos entre nosotros al joven Jaime Sabines, un gran
poeta que dirá unas palabras al capitán Martínez". "¡Hijo de su madre!",
pensé yo. Fue una situación muy molesta, pero no tuve más remedio que echar
un rollo tremendo. Después de esa ocasión decidí no participar nunca más en
una reunión con chiapanecos, porque me presionaban para que declamara. Ahí
empecé a odiar de verdad la declamación y el aspecto público de la
poesía.
La medicina, una decepción
—En ese entonces, ¿escribía regularmente?
—Como loco, no me sentía bien en la Escuela de Medicina, que se convirtió
en un trauma que duró tres años y medio. Ahora siento que me lastimó tanto
la medicina... Cuando vine a estudiar a México tenía un concepto romántico
de la medicina, pensaba que descubriría cosas. Luego me di cuenta de que
hay que pasarse 25 años detrás de un microscopio para descubrir algo. No es
cuestión de labor creativa ni nada, sino de paciencia y observación. La
medicina me decepcionó, pero no podía salirme porque creía que mis padres
deseaban tener un hijo médico. Ese fue mi conflicto, odiaba la escuela y
era hasta una sensación física de rechazo la que me embargaba.
—Tal vez sentía que la poesía no era compatible con la medicina.
—Quién sabe, ha habido muchos poetas mexicanos que fueron médicos, Enrique
González Martínez y Elías Nandino son buenos ejemplos. No creo que haya una
contradicción entre la poesía y la medicina. Estudiar el cuerpo humano es
parecido a estudiar el alma. El médico se dedica al cuerpo y el poeta al
alma, uno es complemento de la otra y muchas veces hasta pueden
establecerse paralelismos. Donde sí hay contradicción es entre el estudio y
la poesía. A mí no me gustaba estudiar y lo hacía por mera disciplina. La
cosa es que aguanté tres años, hasta que un día que me fui de vacaciones a
mi pueblo le dije al viejo: "Voy a terminar la carrera, voy a traerte el
título y lo voy a poner en la pared de tu casa, pero nunca ejerceré la
medicina". Se lo confesé en medio de una tensión tremenda, no me había
atrevido a hablar durante tres años. Me miró serio y me contestó: "Bueno,
¿y quién te obliga a estudiar medicina?" Sentí que se me doblaban las
rodillas. Le dije: "Tú y mi mamá". "No señor, nos da mucho gusto tener un
hijo médico, pero es igual que sea abogado, médico o ingeniero. Lo
importante es que se destaque en algún aspecto de la vida".
"Escuché a mi papá y se me quebró toda la defensiva. Me fui llorando a mi
cuarto y me pasé como una hora a puro llanto. Me dejaron llorar... Después
abandoné la carrera y estuve un año en Chiapas. Luego vine a estudiar a
Filosofía y Letras y me sentí como pez en el agua".
—Pero, ¿en qué momento sintió verdaderamente que su vida estaría ligada
a la poesía?
—Los tres años en medicina me hicieron verdaderamente poeta. Cuando me
sentí obligado a verme a mí mismo, a hablar de mí mismo, de mi gran
soledad, de mis angustias, mis dolores, mis esperanzas, mis sueños, cuando
sentí el contraste con la ciudad que me apachurraba todos los días en la
escuela, o el aire de México que no me gustaba, y eso que en esa época era
limpio, no esta porquería que ahora respiramos.
Abrevar en el amor
—Por lo que cuenta parecía desolado.
—Sumamente desolado, por más que tenía muchos amigos, todo se había
convertido en una rémora que me hacía sentir culpable, porque engañaba a mi
padre. El primer año iba a la escuela a diario, pero el segundo empecé a ir
de vez en cuando. Odiaba la escuela, pasaba las materias en exámenes
extraordinarios y en tercer año ya ni me asomaba. Allí, de verdad, me hice
poeta. Antes recitaba muy bonito, pero en el fondo nunca había sentido la
poesía.
"Cuando empecé a enfrentarme a la vida y conmigo mismo me sentí poeta.
Aunque, qué curioso, no escribí un solo poema bueno en esos años. Desde el
principio tuve gran sentido crítico".
—¿Descartaba mucho material antes de publicar un libro?
—Era más lo que descartaba que lo que dejaba. Me daba cuenta de que
copiaba. Seis meses de puro escribir como Neruda, estos otros seis, puro
escribir como Alberti, estos otros como García Lorca y estos otros como
Juan Ramón. Así fue por etapas bien claras, definidas. Hasta que durante el
año en Chiapas me tomé a mí mismo sin copiar. Cuando vine a estudiar a
Filosofía y Letras, en 1949, me puse a escribir como Jaime Sabines. El
primer libro, Horal, fue escrito en ese año y publicado en 1950.
—En ese sentido, desde que apareció su primer libro, quedó claro que
usted había nacido poeta.
—No siento que haya sido tan claro en ese momento. Es más, luego borré de
mi cabeza los tres años de medicina en los que nació el poeta dentro de mí.
Por eso es que primero descartaba gran parte de lo que escribía. En un
principio, Horal tenía 69 poemas. Lo había terminado antes de las
vacaciones, viajé a Chiapas, en donde el gobierno colaboró en la edición
del libro. Lo mandé a la imprenta, hice una revisión y lo dejé con 32 o 33
poemas. Pero al final le quité otros 15 y quedó con 18 poemas. Era muy
exigente conmigo, no quería que mi obra fuese la sombra de otros autores.
Me interesaba que lo poco que había de Jaime Sabines se mostrara tal como
era. El maestro Carlos Pellicer, el gran poeta tabasqueño, leyó unos poemas
míos en la revista Metáfora y le interesaron. Un día me llamó y me
preguntó si tenía poemas escritos y si pensaba publicarlos. Le contesté que
estaba escribiendo, y me dijo: "Si algún día publicas un libro, acude a mí
que yo te voy a hacer el prólogo". Para mi gusto, los mejores en esa época
eran José Gorostiza y Pellicer. Hubiese sido un empujón terrible que éste
me hiciera el prólogo de Horal. Terminé mi libro y pensé: "Con
Pellicer nada de nada, o vales tú por ti mismo o ¿qué?, ¿vas a llevar
muletas para tu primer libro? No, señor". Acabé el poemario, fui con el
maestro y le dije que no aceptaba su prólogo, pero le agradecí su apoyo. Lo
escribí a los 23 años, en el primer año de filosofía.
"Me gustó llamarlo Horal porque realmente se trataba de un libro de
horas, entre los religiosos se escriben muchos libros de horas. Cuando me
acuerdo de la época en que lo escribí, lo siento como un retrato de la vida
cotidiana".
—Ahora que de alguna manera puede evaluar su obra desde el principio
hasta el final, ¿qué siente que ha estado más ligado a la poesía en su
vida?
—Lo primero que se me viene a la cabeza es el amor. Y el amor también
relacionado con las mujeres.
—¿Ha sido usted un don Juan?
—Nunca me he considerado un don Juan. Gregorio Marañón, gran psiquiatra y
escritor español, escribió un libro sobre Don Juan y Casanova, en el que
establece las diferencias entre ambos. Dice que ambos son enamoradizos, les
encanta andar de una mujer a otra, pero Casanova pretende la eternidad
amorosa.
"Es lo que he sido yo, que he pretendido el amor, por eso digo en 'Los
amorosos' que 'van entregándose, dándose a cada rato'. El amor es lo
último, lo eterno, lo permanente. Pero al mismo tiempo, como también
expreso en ese poema, 'los amorosos se ríen de los que creen en el amor
como una lámpara de inagotable aceite". Casanova pretende de verdad
enamorar y ser enamorado. A Don Juan no le importa el amor, sólo el sexo,
es más superficial, quiere acostarse con una mujer, olvidarla y pasar a
otra".
—¿Cómo recuerda su primer amor?
—Fue una historia que me tuvo la cabeza ocupada mucho tiempo. Se llamaba
Esperanza, era chaparrita y le decíamos La Pelancha. A cada rato nos
peleábamos y luego nos volvíamos a juntar. Claro que en esos ratos que
estábamos peleados, buscaba a otras novias pero me duraban una semana,
porque el amor me jalaba con La Pelancha. En esa época ya conocía a mi
mujer, Chepita, quien era muy guapa, enamoraba a todo el mundo pero no le
hacía caso a nadie, solamente se dedicaba a estudiar. Un día me propuse
conquistarla. Me dije: "Vamos a ver cuánto tarda en decir que sí". En eso
me ayudó Tita, una amiga de Chepita que estaba enamorada de mí, también muy
bonita y chaparrita, como Esperanza. Un día, Tita, con tal de tenerme
cerca, le dijo a Chepita que se acercara a mí... lo que son las argucias de
las mujeres.
Venir a la capital, la salvación
—¿Y cómo ocurrió el acercamiento con su mujer?
—Me le declaré una tarde que la invité al cine. No preparé mucho el
escenario. Le dije que la quería y le pregunté qué pensaba. Me contestó:
"Mañana te digo". Pero la presioné: "No, no, contéstame ahorita", nunca
permití que una mujer se tomara tiempo para pensarlo. Fue en 1944, en ese
momento tenía 18 años y la verdad es que nunca pensé que me enamoraría de
Chepita. De no haber sido por Tita, nunca se hubiese acercado a mí.
"Decidí enamorarla de tantos pleitos que tenía con La Pelancha. A la salida
del cine la acompañé a su casa, casi llegando la agarré de la mano y ella
no me soltó. Sabía que yo le gustaba mucho porque la había trabajado duro.
Con Chepita duré seis meses y luego volví con La Pelancha. Pero regresé con
ella con la idea de dejarla definitivamente cuando viniera a México. Estaba
enamorado, pero nos llevábamos tan mal que no lo soportaba".
"Éramos muy celosos uno del otro, en un principio ella me celaba porque en
las fiestas me iba a bailar con otras. Después empezó a hacerme lo mismo y
yo me ponía furioso. Hasta que tuve claro que venirme a México sería mi
salvación. Un mes más tarde empecé a recibir cartas de ella, a diario me
las mandaba, las contestaba cada 15 o 20 días. Luego de un mes y medio dejé
de contestárselas. Seguí recibiendo sus cartas, pero a los cuatro meses
empezó a mandármelas cada tres o cuatro días".
"En agosto murió mi mejor amigo, Toni Borges, en un accidente de avión,
viniendo de Chiapas. Para mí fue una pérdida dolorosísima, tan dolorosa que
me olvidé de La Pelancha. Lo que es la vida, a la semana de la muerte de
Toni, mi mamá me escribió una carta en la que me decía que la chaparra
había huido con uno de San Cristóbal. Después ese novio no quiso casarse
con ella".
—¿No volvió a ver a La Pelancha?
—No, la historia no termina ahí. En 1946, La Pelancha vino a buscarme a
México y unos amigos me organizaron una cena con ella. Había pasado un año
y medio sin verla. Durante la reunión nos dejaron un rato platicando solos,
y me di cuenta de que era un truco para que volviera a caer en sus manos,
en esa época tenía varias novias... Esa noche me sentí muy triste después
de verla. Pensé: "Por qué me pasa esto, por qué la mujer de la que estaba
tan locamente enamorado ahora no significa nada para mí". Me acordaba de
los versos de Bécquer, que empezaban: "Dime mujer cuando el amor se
acaba...". En ese instante tuve la primera noción del desamor. Nunca más
volví a verla. Muchos años después, ya casado con Chepita, me la encontré
en Tuxtla, en un autobús que venía con una sola pasajera. La miré y
descubrí que era La Pelancha, me senté a su lado y le pregunté cómo estaba.
Ella también se había casado. Platicamos 20 minutos hasta que me bajé. Creo
que yo fui el amor de su vida y ella mi primer gran amor. Cuando se acabó
mi amor por ella, empecé a pensar en Chepita.
—¿Fue en la época en que Chepita también vino a estudiar a
México?
—Sí, ella estudiaba odontología y yo medicina. Le sobraban los enamorados.
Como no estábamos juntos, desde lejos, con mis amigos, averiguábamos si
Chepita tenía novio, y nada, no le hacía caso a nadie. Por mi lado seguía
con mis novias, pero siempre pensando en ella. No sé por qué estaba seguro
y me decía a mí: "Si algún día me caso, será con Chepita que no anda
mariposeando de un lado para otro". Y así fue.
—No se sentía un Don Juan, pero sus técnicas de seducción eran
infalibles...
—Aunque no fallaban, nunca terminé de creer en las técnicas para seducir.
En general, si a una mujer le gusta un hombre o si a un hombre le gusta una
mujer, tarde o temprano sucede lo que tiene que suceder. Hay mucho cuento y
mucho mito en torno a las técnicas de seducción. Ésta casi siempre depende
de que la mujer quiera ser seducida, ella es la que atrae. Un hombre puede
estar tan tranquilo, solo, comiendo en un restaurante sin pensar en el
amor, y de pronto pasa una mujer, él se fija en ella y empieza la plática.
Pero la atención la despertó la mujer que lo provocó para que le hablara.
No voy a negar que de joven usaba todas las técnicas habidas y por haber
para seducir a una mujer, les mandaba cartas, flores...
—¿Les escribía poemas?
—No, los sentía demasiado míos y era muy celoso de lo que escribía. Lo
fundamental es que dos gentes se gusten. Lo demás son palabras, cómo te
acercas, cómo le buscas entrar, cómo la atraes. Mis amigos me preguntaban:
"¿Cómo le haces, Jaime?". Y no hacía nada, les decía que las quería, que
las adoraba, que no podía vivir sin ellas, pero primero me convencía de lo
que sentía por una mujer.
—Pero también le ayudaba el ser guapo.
—No se trata de ser guapo para enamorar. Lo importante está en la palabra,
atraer y ser atraído no es cosa del otro mundo. No existen las mujeres
difíciles... mujeres difíciles son las que no conocemos. No digo que todas
sean fáciles. A la mujer que conozco, aunque no me haga caso y le valga
madre que sea poeta, tengo que buscarle el modo de entrarle e insistirle. Y
quién sabe, con el tiempo puede llegar a decir que sí. Por eso digo que el
lenguaje es fundamental, es el medio ideal que uno tiene para comunicarse
con una mujer.
Nunca me preocupé por formar una corte
—Volviendo a la poesía, ¿de qué poeta o poetas siente que recibió
influencia decisiva?
—Hubo muchos y siempre leí a los mexicanos y a los españoles en especial.
Pero el que me marcó a los 18 años fue Pablo Neruda, quien luego me
decepcionó cuando lo conocí en el 49. Venía a México a buscar la
solidaridad con su causa, porque le habían quitado su banca de senador por
el Partido Comunista de Chile y lo habían obligado a exiliarse. Estaba tan
entusiasmado por conocerlo que acompañé a un amigo periodista que le haría
un reportaje. Ese día me desilusioné tanto... llevaba un ejemplar de
Horal, pero nunca se lo di, no abrí la boca en todo el reportaje y
tampoco le dije que era poeta. Iba a conocer al poeta y me encontré con un
hombre demasiado preocupado por su imagen, su ego y la política. Esa parte
de Neruda era todo lo que no quería para mí. Ahora que lo pienso, a la obra
de Neruda le sobra 50 por ciento de poesía. A mí nunca me interesó
participar en los medios donde se movían los poetas ni formar una corte de
aduladores a mi alrededor. Y mi trabajo también siempre estuvo lejos de la
poesía. Desde el 59 al 80 pasé la mayor parte de mi tiempo en una fábrica
de alimentos para animales, sólo mis ratos libres se los dedicaba a la
poesía, pero la poesía nunca me dio de comer.
—A pesar de que dejó de fumar hace varios años, el cigarrillo debe haber
sido un gran compañero de su inspiración y su poesía, ¿no?
—Cuando escribía era cuando más fumaba. Me recostaba en la cama con mi
pluma, mi libreta, mi cigarro y mi cenicero. A lo largo de la vida he
escrito de muy diversas maneras, pero sobre todo acostado y con un cigarro
en la boca. Siempre en la cama ocurre lo mejor de la vida: el nacimiento,
el amor, la escritura y la muerte. Aunque en una época me levantaba a las
cinco de la mañana y me iba a escribir al comedor. O también a veces
escribía en la mañana, según la temporada. Ha sido un poco variado, pero
por lo general he escrito de noche y a solas, con mi mujer al lado no podía
hacerlo. Cuando los niños crecieron y hacían una gran escandalera, me
quedaba en la recámara solito una hora. El Diario semanario, por
ejemplo, lo escribí así. La tarde era el único tiempo disponible que tenía
de día. En dos meses lo terminé. Siempre que me inspiro se me amontonan las
cosas, las escribo y luego dejo de darle a la pluma por una temporada.
Entre mis libros hay dos, tres, hasta cuatro años de diferencia.
—¿Le costó preservar al poeta de la rutina, las obligaciones y los
problemas cotidianos?
—Es muy difícil separar a la persona del poeta. Jaime Sabines es una sola
persona, nada más que Jaime Sabines no se permite ser poeta en algunos
momentos de su vida. Hay veces que pienso que es una gran mañosada de la
vida ser poeta. Pienso que no sé si las musas o como se llamen lo hacen
tonto a uno, lo hacen creer que uno es un hombre libre y eso es puro
cuento. Es una pregunta difícil de contestar, todas las cosas me parecen
parciales en ese sentido. Cuando recibí el Premio Nacional de Letras dije
en el discurso que a uno le habían prestado la libertad y uno se sentía
dueño de sí mismo. Pero la libertad es un cuento, yo siempre me he sentido
atado, encadenado a la poesía, al diario escribir. No sé si lo digo
claramente...
La vida, una ilusión del poeta
—¿Qué hay con la felicidad? ¿Siente que la ha conocido?
—No creo en la felicidad, pienso que es una mala receta de nuestra época.
Prefiero recomendar, vivir intensamente, felicidad es una palabra tonta.
¿Qué cosa es la felicidad? En el libro Quince momentos de felicidad,
de un filósofo chino del que no me acuerdo su nombre, hay un episodio que
recuerdo muy bien: soy un campesino que estoy trabajando la tierra, hace
mucho calor, ya son las dos de la tarde, tengo una sed enorme, voy a
refugiarme a la sombra de un árbol, donde resguardo una cantimplora con
agua fresca deliciosa, me echo un trago de esa agua, reposo, sopla una
brisa... Ese es un gran momento de felicidad. La vida se compone de veinte
mil momentos de felicidad y de veinte mil momentos malos y desastrosos
durante el mismo día.
—En alguna plática anterior que tuvimos, usted dijo que no le gustaba
hablar de Dios, ¿por qué?
—Porque todo lo que he dicho acerca de Dios está en mi obra. Estoy en paz
con la idea de Dios. Lo único que podría agregar es que cuando lo pienso,
siento que Dios es todo lo que desconocemos. Me parece una forma poética de
definirlo.
—En relación con la muerte, en su obra aparece de distintas maneras,
pero, ¿cómo la ve en realidad Jaime Sabines?
—Esa pregunta me hace pensar en mi padre. Me veo esa noche antes de que él
muriera, mirando la televisión, esperando el momento final y luego como
digo en el quinto poema de Algo sobre la muerte del mayor Sabines,
me veo "introduciendo agujas en las escasas venas, tratando de meterle la
vida, de soplar en la boca el aire...".
—¿Le tiene miedo a la muerte?
—No, no le tengo miedo a la muerte, le tengo miedo a la enfermedad. Me
espanta la enfermedad, lo que he pasado con mi cadera y todo lo que me
trajo después... Poco a poco voy saliendo pero he dejado de escribir.
Después de 35 intervenciones quirúrgicas no quiero saber nada de
enfermedades ni de hospitales. Pero si tengo que pedir una ilusión, esa
sería no morirme, quedarme tranquilo como estoy ahorita, platicando sobre
poesía o sobre cualquier cosa o mirando cómo atraviesa el rayo de sol por
la ventana.
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