Cómo me deshice de quinientos libros
Poeta: no regales tu libro, destrúyelo tú mismo
Augusto Monterroso
Hace varios años leí un ensayo de no recuerdo qué autor inglés en el que
éste contaba las dificultades que se le presentaron para deshacerse de
un paquete de libros que por ningún motivo quería conservar en su
biblioteca. Ahora bien, en el curso de mi existencia he podido observar
que entre los intelectuales es corriente oír la queja de que los libros
terminan por sacarlos de sus casas. Algunos hasta justifican el tamaño
de sus mansiones señoriales con la excusa de que los libros ya no los
dejaban dar un paso en sus antiguos departamentos.
Yo no he estado, y probablemente no lo estaré jamás, en este último
extremo; pero nunca hubiera podido imaginar que algún día me encontraría
en el del ensayista inglés, y que tendría que luchar por desprenderme de
quinientos volúmenes.
Trataré de contar mi experiencia. De pasada diré que es probable que
esta historia irrite a muchos. No importa. La verdad es que en
determinado momento de su vida, o uno conoce demasiada gente
(escritores), o a uno lo conoce demasiada gente (escritores), o uno se
da cuenta de que le ha tocado vivir en una época en que se editan
demasiados libros. Llega el momento en que tus amigos escritores te
regalan tantos libros (aparte de los que generosamente te pasan para
leer aún inéditos) que necesitarías dedicar todos los días del año para
enterarte de sus interpretaciones del mundo y de la vida. Como si esto
fuera poco, el hecho es que desde hace veinte años mi afición por la
lectura se vino contaminando con el hábito de comprar libros, hábito que
en muchos casos termina por confundirse tristemente con la primera.
Por ese tiempo, di en la torpeza de visitar las librerías de viejo. En
la primera página de Moby Dick Ismael observa que cuando Caton se hastió
de vivir se suicidó arrojándose sobre su espada, y que cuando a él le
sucedía hastiarse, sencillamente tomaba un barco. Yo, en cambio, durante
años tomé el camino de las librerías de viejo. Cuando uno empieza a
sentir la atracción de esos establecimientos llenos de polvo y penuria
espiritual, el placer que proporcionan los libros ha empezado a
degenerar en la manía de comprarlos, y ésta a su vez en la vanidad de
adquirir algunos raros para asombrar a los amigos o a los simples
conocidos.
¿Cómo tiene lugar este proceso? Un día uno está tranquilo leyendo en su
casa cuando llega un amigo y le dice: "¡Cuántos libros tienes!". Eso le
suena a uno como si el amigo le dijera: "¡Qué inteligente eres!", y el
mal está hecho. Lo demás, ya se sabe. Se pone uno a contar los libros
por cientos, luego por miles, y a sentirse cada vez más inteligente. Como
a medida que pasan los años (a menos que se sea un verdadero infeliz
idealista) uno cuenta con más posibilidades económicas, uno ha recorrido
más librerías y, naturalmente, uno se ha convertido en escritor, uno
posee tal cantidad de libros que ya no sólo eres inteligente: en el
fondo eres un genio. Así es la vanidad esta de poseer muchos libros.
En tal situación, el otro día me armé de valor y decidí quedarme
únicamente con aquellos libros que de veras me interesan, hubiera leído
o fuera realmente a leer. Mientras consume su cuota de vida, ¿cuántas
verdades elude el ser humano? Entre éstas, ¿no es la de su cobardía una
de las más constantes? ¿A cuántos sofismas acudes diariamente para
ocultarte que eres un cobarde? Yo soy un cobarde. De los varios miles de
libros que poseo por inercia, apenas me atreví a eliminar unos
quinientos, y eso con dolor, no por lo que representaran espiritualmente
para mí, sino por el coeficiente de menor prestigio que los diez metros
menos de estanterías llenas irían a significar.
Día y noche mis ojos recorrieron una y otra vez (como decían los
clásicos) las vastas hileras, discriminando hasta el cansancio (como
decimos los modernos). ¡Qué increíble cantidad de poesía, qué cantidad de
novelas, cuántas soluciones sociológicas para los males del mundo! Se
supone que la poesía se escribe para enriquecer el espíritu; que las
novelas han sido concebidas, cuando menos, para la distracción; y aun,
con optimismo, que las soluciones sociológicas se encaminan a solucionar
algo.
Viéndolo con calma, me di cuenta de que en su mayor parte la primera, o
sea la poesía, era capaz de empobrecer el espíritu más rico, las
segundas de aburrir al más alegre y las terceras de embrollar al más
lúcido. Y no obstante, qué consideraciones hice para descartar cualquier
volumen, por insignificante que pareciera. Si un cura y un barbero me
hubieran ayudado sin yo saberlo, ¿habrían dejado en mis estantes más de
cien? Cuando en 1955 visité a Pablo Neruda en su casa de Santiago me
sorprendió ver que escasamente poseía treinta o cuarenta libros, entre
novelas policiales y traducciones de sus propias obras a diversos
idiomas. Acababa de donar a la universidad una cantidad enorme de
verdaderos tesoros bibliográficos. El poeta se dio ese gusto en vida;
único estado, viéndolo bien, en que uno se lo puede dar.
No haré aquí el censo de los libros de que estaba dispuesto a
desprenderme; pero entre ellos había de todo, más o menos así: política
(en el mal sentido de la palabra, toda vez que no tiene otro), unos 50;
sociología y economía, alrededor de 49; geografía general e historia
general, 3; geografía e historia patrias, 48; literatura mundial, 14;
literatura hispanoamericana, 86; estudios norteamericanos sobre
literatura latinoamericana, 37; astronomía, 1; teorías del ritmo (para
que la señora no se embarace), 6; métodos para descubrir manantiales, 1;
biografías de cantantes de ópera, 1; géneros indefinidos (tipo Yo escogí
la libertad), 14; erotismo, ½ (conservé las ilustraciones del único
que tenía); métodos para adelgazar, 1; métodos para dejar de beber, 19;
psicología y psicoanálisis, 27; gramáticas, 5; métodos para hablar
inglés en diez días, 1; métodos para hablar francés en diez días, 1;
métodos para hablar italiano en diez días, 1; estudios sobre cine, 8;
etcétera.
Pero esto constituía nada más el principio. Pronto descubrí que eran
pocas las personas que querían aceptar la mayor parte de los libros que
yo había comprado cuidadosamente a través de los años perdiendo tiempo y
dinero. Si bien esto me reconcilió algo con el género humano al
descubrir que el mero afán de acumular no era una aberración tan
generalizada, me causó las molestias consiguientes, por cuanto una vez
decidido a ello, deshacerme de esos libros se convirtió en una necesidad
espiritual apremiante. Un incendio como el de la Biblioteca de
Alejandría, al que están dedicados estos recuerdos, es el camino más
llano, pero resulta ridículo y hasta mal visto quemar quinientos libros
en el patio de la casa (suponiendo que la casa tuviera). Y se acepta que
la Inquisición quemara gente, pero la mayoría se indigna de que quemara
libros. Ciertas personas aficionadas a estas cosas me sugirieron donar
todos esos volúmenes a tales o cuales bibliotecas públicas; pero una
solución tan fácil le restaba espíritu aventurero al asunto y la idea me
aburría un poco, además de que estaba convencido de que en las
bibliotecas públicas serían tan inútiles como en mi casa o en cualquier
otro sitio.
Tirarlos uno por uno a la basura no era digno de mí, de los libros, ni
del basurero. La única solución eran mis amigos. Pero mis amigos
políticos o sociólogos poseían ya los libros correspondientes a sus
especialidades, o eran enemigos de ellos en gran cantidad de casos; los
poetas no querían contaminarse con nada de contemporáneos suyos a
quienes conocieran personalmente; y el libro sobre erotismo era una
carga para cualquiera, aun despojado de sus ilustraciones francesas.
Sin embargo, no quiero hacer de estos recuerdos una historia de falsas
aventuras supuestamente divertidas. Lo cierto es que de alguna manera
he ido encontrando espíritus afines al mío que han aceptado llevarse a
sus casas esos fetiches, a ocupar un lugar que restará espacio y oxígeno
a los niños, pero que darán a los padres la sensación de ser los
depositarios de un saber que en todo caso no es sino el repetido
testimonio de la ignorancia o la ingenuidad humanas.
Mi optimismo me llevó a suponer que, al terminar estas líneas, comenzadas
hace quince días, en alguna forma justificaría cabalmente su título; si
el número de quinientos que aparece en él es sustituido por el de veinte
(que empieza a acortarse debido a una que otra devolución por correo),
ese título estará más apegado a la realidad.