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William ShakespeareShakespeare-upon-Avon

Se ha escrito tanto sobre William Shakespeare, y se han elucubrado tantas fantasías al respecto, que una más no creo que sorprenda demasiado.

Como nadie ignora Shakespeare nació en Stratford-upon-Avon, que significa Stratford sobre el río —ya que, en celta, avon es río—, y nació un 23 de abril del año de gracia de 1564, en Inglaterra por supuesto, siendo bautizado el día 26 del mismo mes en la Iglesia de la Santísima Trinidad, o sea que bien le podemos dar el nombre que aparece como título: Shakespeare-sobre-el-río, lo mismo que si se tratara de uno de esos duendes que pueblan El sueño de una noche de verano.

Y en cierta manera diríamos que así es, su tránsito sobre la corriente, pues el bueno de don Guillermo se ha visto traído y llevado desde el día de su nacimiento, no a la vida sino a la gloria, en boca de todo el mundo y no sólo para cantar sus alabanzas ya que se ha puesto en entredicho incluso su partida de nacimiento.

La gran incógnita es, en opinión de muchos, si William Shakespeare existió o no existió como el personaje que todos creemos conocer, inclinándose más bien por el “no” en lugar del “sí”. ¿Entonces quién escribió su dilatada obra teatral?, o, mejor dicho, ¿quién se tomó semejante trabajo para dar un nombre a quien no hubiera deseado dárselo?, ¿y por qué razón incomprensible el verdadero autor, si es que hubo otro —o autores, porque se llegó a hablar de una especie de consorcio—, no deseaba ser conocido, o desenmascarado?

Este tipo de leyendas nacen no se sabe dónde exactamente, ya que las fuentes siempre son dudosas y sin embargo prosperan y el paso del tiempo las hace más y más veraces; a cada siglo que trascurre el bulo va cobrando autenticidad porque ya no queda nadie que pueda rebatir infundios.

(Habida cuenta, en el presente caso, que acerca de William Shakespeare se han formulado, y se continúan formulando, las más atrevidas hipótesis).

Hace años me enteré de un despropósito que corría por ahí asegurando a quien le prestase oídos, que Shakespeare se llamaba en realidad Guillermo Sánchez Pérez y que lógicamente era español. Sánchepérez todo junto, igual Shakespeare.

Pero no nos sonrojemos que en Italia también recientemente aunque con cierta base al menos investigada por el erudito Martino Iuvara, se llegó a asegurar lo mismo, italianizándole el nombre, singular biografía que merece la pena de ser comentada porque se sustenta en un juego de palabras que tiene que ver con el origen del apellido Shakespeare, pues éste según parece, se remonta a fechas anteriores al siglo XIII al poseer connotaciones guerreras ya que proviene de las palabras sacudir y lanza es decir shake-speare, aunque no todo acabe en esto, sería demasiado fácil; el apellido se desdobla en Shakespert, Schakosper —este podría ser de origen alemán—, Shexper, Saxpere, Sashpierre, Sadpere, Shakyspere —¿franceses éstos cuatro últimos?—, Chacsper, Shaksbye, Shaxbee, y un Shakeschataff al que no sabemos qué filiación otorgarle.

Con semejantes antecedentes a cualquiera le da vueltas la cabeza aunque lo cierto es que el padre de William se apellidaba Shakespeare. Pero aquí interviene la historia del presunto William Shakespeare italiano, hijo del médico Giovanni Florio y de la aristócrata siciliana Guglielma —Guillerma—, Crollalanza, cuyo verdadero nombre, el de él, era Michelangelo Florio Crollalanza, o bien Scrollalanzia, nacido en 1564 en Mesina, Sicilia, calvinista de religión y por ello en perpetua huida desde diversas ciudades italianas, entre ellas Mesina, Palermo, Venecia, Verona, y europeas con Stratford como destino penúltimo y Londres final, en Inglaterra, a la que llegó, según dicen a los 24 años de edad.

Siguiendo el hilo de este largo, y por otra parte accidentado viaje, si recaló en Stratford lo hizo porque allí vivía un primo lejano de su madre, el señor John Shakespeare.

Y de nuevo aquí interviene el apellido materno para aderezar mejor la intríngulis: Crollalanza, o Scrollalanzia, significa en italiano sacudir-lanza; si traducimos literalmente del inglés buscando el parecido, y si tenemos en cuenta que blandir una lanza es sacudirla o agitarla en el aire, encontramos la semejanza, aunque un poco rebuscada bien es verdad. Pero sigamos ateniéndonos a lo que nos cuentan: John Shakespeare lo adoptó y no sólo por ser pariente sino porque le recordaba mucho a su fallecido hijo William. Bien, entonces Michelangelo se convierte en William Shakespeare, se casa, es padre y se marcha a Londres a iniciar su carrera como dramaturgo para la cual se halla bien provisto porque lleva un bagaje cultural hecho de experiencias vividas; se sigue diciendo que en Venecia, en donde la familia Florio residiera, habían tenido de vecino a un Otello que matase por celos a su mujer, de nombre Desdémona, y que él mismo, Michelangelo, llegó a enamorarse adolescente de una tal Giulietta, de aristocrático linaje, a quien al serle prohibida su relación con el joven, se suicidó. Historia ésta que no deja de traer a la memoria el hecho de que Romeo y Julieta se inspirase en la leyenda de Píramo y Tisbe, también mencionada en El sueño de una noche de verano.

(No obstante, a mayor abundamiento se insiste en que Shakespeare escribió 15 obras de tema italiano y que hablaba mucho, como un entendido, de mar y de barcos en sus piezas, cuando nunca se le supo navegante y a Michelangelo sí).

Se continúa afirmando que siendo su familia, y él mismo, amigos de Giordano Bruno por este intermedio es recomendado al conde de Southampton, conocido protector de Shakespeare, y el resto es historia.

Esto ya lo tenemos asumido, al menos en parte; William Shakespeare, ¿el auténtico o el adoptado?, era William Shakespeare, de esto no hay duda, que luego este nombre, y con él quien lo ostentara, se trasformasen en un enigma se debe a la labor de otros.

Lo que no debemos negarle es la autoría de 36 obras a una sola persona, no “regalársela” a cuantos la reclamen para sí o les sea adjudicada a dedo, ni tampoco discutirle la existencia a un hombre al que muchos, y grandes personajes de la época, conocieron personalmente.

Y no es eso sólo; en vida había recibido la protección de la reina Isabel I, y posteriormente la del rey Jacobo quien le encargó una obra, Macbeth, para agasajar a su cuñado Cristian IV de Dinamarca en una visita de Estado.

El autor teatral Ben Jonson, aunque estaba en contra de su manera de entender el teatro, demasiado innovador para su gusto, profesaba una intensa admiración a Shakespeare, dedicándole una sentida elegía a su muerte.

William Shakespeare se casó con Anne Hathaway y tuvo tres hijos, tres hijos reales, no inventados, cuyos nombres Susana, Hamnet y Judith, gemelos, aparecen inscritos en el libro de los bautizos.

Vivió muchos años en Londres, regresando luego a su pueblo, en donde fallecería en 1616, y en su tumba, que se puede visitar en la Iglesia de la Santísima Trinidad de Stratford-upon-Avon, se grabó el siguiente curioso epitafio:

Buen amigo, por el amor de Jesús abstente de extraer el polvo aquí encerrado. Bendito sea el hombre que respete estas piedras y maldito aquél que remueva mis huesos.

Después de todo lo que se ha dicho sobre él desde entonces no parece superflua la advertencia de ultratumba, porque muchos huesos se han removido y mucho polvo se ha extraído del sepulcro de Shakespeare a lo largo de los siglos, y es de imaginar que no hubiera sido de su agrado, para él lo más importante, negarle la autoría de sus obras adjudicándoselas hasta a sesenta nombres diferentes, entre ellos a Christopher Marlowe —del cual llegó a decirse que había fingido su propia muerte para escribir bajo el seudónimo “William Shakespeare”—, al cardenal Wolsey, a sir Walter Raleigh, inconcebiblemente a la reina Isabel I, al V conde de Rutland, al VI conde de Derby, a Francis Bacon de quien cabría preguntarse de dónde sacó tiempo para escribir, además, toda la ingente obra de Shakespeare porque en este caso incluso los números no cuadran. Luego viene un descendiente de los Plantagenet, Henry Neville, del que se asevera fuese el verdadero autor del teatro shakespeariano, ya que usaba a William como hombre de paja que diera la cara por él pues motivaciones políticas le forzaban a ocultar su identidad.

¿Y quién más no saldrá si al parecer una de las acusaciones que se esgrimieron siempre en contra de William Shakespeare, el inglés, fue la de que, tratándose del hijo de un guantero, nunca había dispuesto de estudios lo suficientemente avanzados que le convirtieran en un hombre tan cultivado como para dominar varios idiomas, entre ellos el latín y el griego? Dicho en otras palabras: el hijo de un guantero no podía tener capacidad para escribir si no había sido educado con buenos profesores, lo que por categoría se asociaba con las clases elevadas ennoblecidas por el dinero o los títulos.

Verdaderamente es un auténtico laberinto.

Tal vez el descontrol que impera en toda esta historia respecto de sus dramas y comedias, sólo tenga un punto de cierto: que en aquellos tiempos no existía el copyright, y la ingente obra de Shakespeare se hallaba desordenada y en algunos casos dispersa incluso mientras vivía; por ejemplo, Cardenio, pieza teatral inacabada y perdida, eso por no citar ya las copias fraudulentas, plagios, que se hicieran de sus obras con gran disgusto por su parte.

Pero como afortunadamente, y a pesar de todo, se inscribieron en el Registro de Libreros algunas de ellas, concretamente en 1600, cuatro, la segunda parte de Enrique IV, Mucho ruido y pocas nueces, El sueño de una noche de verano y El mercader de Venecia, queda indiscutible constancia de la existencia de William Shakespeare como autor teatral.

El remate final de la salvaguarda de los escritos shakespearianos, y con ellos cuanto implica, se la debemos a dos amigos suyos, Heminge y Condell, que reunieron toda su obra, hasta formar con ella un solo libro, agrupando manuscritos originales o sus copias hechas por el mismo autor. En total fueron 36 obras, cuya llegada hasta nuestros días se las debemos a ellos.

Esto por lo que hace al entredicho de su supuesta autoría teatral, en cuanto a su imagen otro tanto de lo mismo: nadie se pone de acuerdo y se le han llegado a atribuir retratos cada uno diferente del otro, dándose finalmente como válido “oficial” uno expuesto en la National Portrait Gallery de Londres, no desdeñándose, sin embargo, el que aparece en la portada de la primera edición in folio de sus Comedias, historias y tragedias, con fecha 1623, siete años después de su muerte. Un detalle sí que hermana todos los retratos de Shakespeare, aun los más dudosos: su despejada frente, que la vemos inmortalizada de nuevo en el busto que aparece sobre su tumba.

Leído todo lo que antecede, ¿se puede poner en duda que William Shakespeare existiese?, me parece que no debe negarse la evidencia; eso de incluso agrupar sus piezas teatrales bajo el anonimato de un nombre genérico, en plan consorcio, lo encuentro no ya malintencionado sino absurdo, ganas de hablar por hablar o de buscarle tres pies al gato, en suma reflexiones de ociosos y también de personas envidiosas e incapaces de llegar a su altura.

Y en cuanto a su supuesta identidad italiana, aunque el puzzle parezca encajar, chi lo sá?

¿Ser o no ser?, he aquí el interrogante.