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Los libros durmientesLos libros durmientes

Hace muchos años leí un cuento en el que cierta niña se aburría en una tarde de lluvia y, no sabiendo qué hacer, se puso a buscar en un viejo armario de esos empotrados en la pared, allí donde suelen acumularse muchas cosas que o se juzgan inservibles o son no de primera necesidad, y se van arrinconando por igual lo mismo en el estante de un altillo como también en el olvido. La niña nada buscaba en concreto, únicamente matar el aburrimiento, y hete aquí que descubrió lo inesperado, varias cajas llenas de libros usados que habían pertenecido a otros niños de su familia y a los mismos cuando dejaron de ser niños. Libros llenos de polvo e incluso telarañas, libros que dormían desde hacía muchos años en la oscuridad de unas grandes cajas de cartón. A la niña le gustaba leer, le venía de casta, así que se pasó una tarde muy entretenida leyendo, leyendo y leyendo, y los libros, como la Bella Durmiente, despertaron felices de su largo sueño.

Ayer no llovió, pero había nubes grises en el cielo, hace meses que no llueve y empieza a haber sequía en los campos porque el riego escasea y el polvo flota en el aire bajo un sol indiferente, aumentan las alergias y un vecino mío ha tenido que dejar a sus gatos con una hermana porque el médico quiere comprobar si se trata del tiempo que hace o de los felinos. Él está muy triste, mi vecino, porque teniéndolos desde hace años no entiende qué puede pasar ahora. Yo no soy una niña y ayer tampoco llovió, no me aburría y puedo resistir el polvo sin estornudar, pero buscaba un libro en un viejo armario de pared, un libro que necesitaba y que, sin ser antiguo, era viejo, manoseado, gastado y tal vez pasado de moda, no vigente, no best-seller, un hermoso libro olvidado al que desperté de su largo sueño y, generoso, alertó a los demás para que despertaran a su vez. Fue como una reunión entre viejos amigos, no hubo abrazos pero sí surgieron muchos recuerdos, muchos trozos de existencia que ya estaban desestimados por la memoria, y me senté en un taburete y me puse a leer o, mejor dicho, a mirar.

Había de todo, cuentos desguazados en su mayoría, sin cubiertas o a medias sólo con una tapa, con páginas que se habían rasgado y fueron unidas con cel·lo, novelas juveniles, La flecha negra, La isla del tesoro y etc., pero menos deterioradas y así sucesivamente hasta llegar a las novelas para mayores, novelas serias, sesudas, que hacen reflexionar.

Los libros que leímos a lo largo de nuestra vida podrían ser equiparados a las fotografías de un álbum familiar; en ellos está toda nuestra existencia, el cuentecito troquelado con la efigie de una ratita presumida, los piratas de La isla del tesoro sonriendo fieramente desde sus ilustraciones a tinta, el capitán Nemo siempre solitario en su Nautilus, las novelas de Rafael Sabatini, de Dumas, el amigo D’Artagnan y los tres mosqueteros, Cenicienta que se escurre inesperadamente entre dos novelas de Agatha Christie, de las de edición antigua y lectura de mayores, la intrusión de un cuaderno de sumas y restas, equivocadas todas, libros de ciencia ficción de la época dorada del género, toda la serie marciana de Edgar Rice Burroughs, y también Tarzán, saltando de libro en libro, y aquella novela de intriga que me leí casi entera mientras esperaba de pie, pacientemente, en la hilera de felices aspirantes a obtener su primer pasaporte, una temprana mañana de primavera llena de ilusiones que luego no se cumplieron.

Los cuentos más deteriorados evocaban mis estancias en cama víctima de las consabidas enfermedades infantiles o de simples, y aparatosos, resfriados. Otras lecturas, Las aventuras de Tom Sawyer, por ejemplo, una inolvidable Noche de Reyes en la que éstos fueron muy generosos conmigo. Fotos de un álbum que nunca han existido. ¡Mis queridos libros dormidos! Es en esos momentos cuando funciona nuestra particular máquina del tiempo y somos de nuevo, muchas veces nosotros en una escala de todas las edades, desde el libro con el cual aprendimos a leer, milagrosamente intacto entre tanta ruina venerable, hasta los más relativamente modernos Ray Bradbury, Anthony Burgess, o la biografía de Shelley de André Maurois, concesión al romanticismo de la edad, entre otros, y Platero, ¡me olvidaba de Platero!

Fue una tarde provechosa, era domingo, y anduve por viejos caminos llenos de remembranzas, bosques imposibles dibujados y pintados, por los que nunca me perdí y ahora bien quisiera, mas para eso hay que volver otra vez a la infancia, ese lejano país del cual hemos sido, durante unos años, sus despreocupados y felices habitantes.