Reginald Owen interpretando a Ebenezer Scrooge en A Christmas Carol (1938), de Edwin L. Marin
Reginald Owen interpretando a Ebenezer Scrooge en A Christmas Carol (1938), de Edwin L. Marin.

¡Paparruchas!

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Clásica interjección, al menos en castellano, que en boca de Ebenezer Scrooge, pone Charles Dickens en su Canción de Navidad. “¡Paparruchas!” simboliza desprecio, menosprecio de la alegría de los demás y un volver la espalda a muchas cosas entre las que se encuentra la seducción de lo mágico, de lo irreal. ¡Paparruchas! fueron los espectros de las tres Navidades, y ¡Paparruchas!, el fantasma de Jacob Marley, y también ¡Paparruchas! los sueños del pequeño Tiny Tim. No hay peor ciego que el que no quiere ver, y el señor Scrooge pertenecía a esta categoría.

Todo esto viene a cuento porque no hace mucho he podido leer comentarios que mencionan “el cruel engaño de que se hace víctima a los niños en la Noche de Reyes, fraude que les traumatiza para siempre”. A mí me gustaría saber de dónde sacan estas conclusiones ciertos psicólogos de salón. Yo he sido niña y no vivo traumatizada víctima del “cruel engaño” de la Noche de Reyes, que también podíamos hacer extensivo a Papá Noel, por ejemplo.

Si analizásemos determinadas tradiciones a las que preserva el tabú religioso, traspasaríamos de buen grado el umbral de la magia de lo imposible, pero extraordinariamente hermoso, para adentrarnos en el pasado en donde iríamos descubriendo, la auténtica raíz de determinadas costumbres. Sin ir más lejos, la comilona de navidades tan criticada por muchos, no es otra cosa que una tradición antiquísima que tiene que ver con los ritos consagrados a Saturno, o Cronos.

La tierra se helaba, había que almacenar comida y, por medio de la magia simpática, atraer la abundancia comiendo y bebiendo cuanto se pudiera; incluso los esclavos se beneficiaban de tales festejos, pues se les sentaba a la mesa para que compartieran manjares, simplemente como una especie de sacrificio incruento a los dioses con el fin de que éstos fueran generosos con los amos; desde luego, nunca por bondad. Esta tradición fue heredada siglos más tarde por el cristianismo que no podía, como a muchas otras tradiciones paganas, erradicarla. Por tanto, no hay que anatemizar con ¡Paparruchas!, tales ceremonias.

Navidad es el comienzo del invierno como las fiestas de san Juan en España lo son del comienzo del verano, en honor al sol; son fiestas religioso lúdicas de una raigambre ancestral que se pierde en la noche de los tiempos.

Por esta razón las adorna el misterio, y, vuelvo a repetir, la magia, una magia que pertenece a nuestra infancia, también a la del mundo, y por eso la captamos tan hondamente. El niño que en la Noche de Reyes contempla a través de una ventana, bajo la fría luz de la luna, el hipotético camino que han de seguir los Magos de Oriente, en realidad los contempla avanzando con su caravana de juguetes, ¡y que sea por muchos años!, porque mientras los niños sean niños agradecerán esta fantasía que no les hará incurrir en falsos delirios pues aunque no se les contase la verdad, el ir cumpliendo años se la revelaría sin traumatismos dejando tras de sí una amable estela de recuerdos.

Detesto esa costumbre actual de convertir a los niños en adultos recortados cargando sus hombros con responsabilidades para las que no están preparados ni siquiera biológicamente.