William Shakespeare. Ilustración: John MartinLa huella de las primeras lecturas

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Cuando empecé a escribir novelas, pasada la edad infantil, tenía yo por aquellas fechas un amigo, gran lector aficionado, con el que discutía, más que hablábamos, de literatura. Él tenía sus gustos y yo los míos como es natural y por eso casi nunca coincidíamos, en ocasiones incluso nos separábamos muy enfadados pero siempre volvíamos a reanudar nuestras juveniles discusiones, lo cierto es que nunca nos enfadamos de verdad y también lo es el que lo pasábamos en grande sosteniendo encarnizadamente nuestros diferentes puntos de vista, creo que nos hacía sentir mayores e importantes, cosas de la edad.

Bien, pues a este lejano amigo le debo uno de los mejores consejos que me hayan dado nunca en mis comienzos de escritora. Yo era una rata de biblioteca, súper cultivada y pedante, enamorada del único clásico que siempre me ha seducido, Shakespeare. No es que pretendiera imitarle ni mucho menos, pero me gustaba, y me sigue gustando, la cadencia de sus versos y el rico lenguaje de sus obras de teatro, sus metáforas, etc., y algo se me debió pegar, porque un día, en lo más álgido de una controversia, mi amigo me soltó lleno de indignación:

—¡Modernízate, escribes a la antigua, vives en el siglo XX, no en el XVI, baja a la calle, contacta con tu momento actual, oye hablar a la gente, despierta..!

Yo me enfadé muchísimo y estuvimos una semana sin dirigirnos la palabra, pero en ese espacio de tiempo no dejé de pensar en lo que me había dicho y al final llegué a la reflexión de que era cierto lo que me advertía, o sea, que yo vivía en otra época y empleaba un lenguaje inadecuado.

Esta evidencia, que parece tan sencilla, no lo es porque siempre somos reacios a admitir nuestros propios errores. Yo no me había dado cuenta de que escribía de una forma desfasada hasta que él me lo hizo ver, y mi primera reacción fue la de enfurecerme, sin embargo a lo largo de una semana tuve tiempo de calmarme y llegar a la conclusión de que, efectivamente, algo iba mal en mi enfoque.

Este es un error que suele ser corriente en muchos escritores, no sólo bisoños; hoy en día, en España, muchos hay que escriben como si estuvieran en el Siglo de Oro, y Cervantes parece ser su constante referencia, tal vez porque creen que ya estuvo todo dicho. (No tengo nada en contra de Cervantes, que conste).

Afortunadamente, por mi parte, pude sacarme el lastre del clásico, modernizándome, costó, pero en la adolescencia se puede hacer cualquier “sacrificio” sin demasiados traumas; el banquete de la vida está lleno de infinitas posibilidades y tienes todo el tiempo del mundo a tu disposición.

Ahora bien, debo confesar una cosa, sigue en mí la influencia velada de William Shakespeare, pero no en estilo ni en argumentos, es simplemente un viejo y querido amigo, que, por otra parte, me salvó de caer en el provincianismo en el que incurren muchos patrios escritores contemporáneos.

Después del encontronazo verbal con mi amigo, redirigí toda lectura olvidándome de estereotipos y convencionalismos al uso. Mucho había leído hasta entonces y mucho más seguí leyendo, mezclando autores y géneros, eso sí, siempre anglosajones porque en este tipo de lectura fui educada si exceptuamos a los obligados Perrault y hermanos Grimm de la infancia, y aprendí, sin saberlo, cosas muy importantes, el sentido del humor, la prosa poética, la intriga, el misterio, y, sobre todo, como crear tensión e interés en una narración, Daphne du Maurier y las Brontë vivieron más tarde y Agatha Christie, Poe mucho después porque me daba miedo. Los autores españoles a caballo entre el siglo XIX y el XX, nunca me tentaron, si exceptuamos a Blasco Ibáñez (quizá porque estaba prohibido), eso, y que recordaba la reprimenda de mi amigo, así pues renuncié al canto de la alondra que en las ciudades no se escucha y lo que perdí por una parte lo gané por otra: pertenezco al siglo XX, pero lo cortés no quita lo valiente, y debo reconocer algo en descargo de ese viejo pecado de omisión, algo que atribuyo a la madurez profesional ya que a estas alturas es muy difícil ser influenciada. Leí hace dos o tres años Los pazos de Ulloa, de Emilia Pardo Bazán, descubriéndola, y fue una experiencia maravillosa, pero me alegró no haberla leído cuando yo empezaba: me hubiese marcado demasiado.