Gabriel García MárquezGabriel García Márquez

La primera novela que leí de Gabriel García Márquez fue Cien años de soledad, allá por la época en que el libro empezaba a convertirse en un best-seller, aparecía por todas partes y me picó la curiosidad, quise comprobar si efectivamente era tan bueno como se decía, y lo compré, no una novela, sino la entrada a un mundo mágico que desconocía, el mundo de Macondo y sus entrañables personajes tan increíbles, mas, por eso mismo, fascinadores. Semejaba un cuento de hadas trasladado a la realidad y fue mi primer contacto con el realismo mágico donde todo puede ser posible, hasta que las muchachas vuelen sin alas. Desde entonces me convertí en fan de García Márquez.

Otro de mis escritores favoritos, Paul Auster, afirma que la única relación que puede existir entre un autor y sus lectores es la de que el lector lea lo que ha escrito el novelista. Él menciona una íntima comunión en la soledad de dos, y tiene razón. Nunca hablarás con ese autor pero le conocerás mejor que a muchos de tus amigos y llegarás a tomarle cariño, a comprenderle e incluso a descubrir lo más oculto de su personalidad leyendo entre líneas, sus libros serán tus mejores compañeros, y releerlos una constante visita en la que serás muy bien recibido una y otra vez, e incluso llegarás a hacer tuyas minúsculas anécdotas relatadas por personas que de alguna manera tuvieron conexión con él; por ejemplo, y hablando de Gabo, cierta señora de la limpieza que relata el haberle conocido en casa de una familia en la que trabajaba, y admirándole, le confesó tímidamente que ella también escribía, a lo que García Márquez le contestó que continuara, que perseverara, que no abandonara, que existen montones de historias que merecen ser contadas; o bien esta otra, viviendo en Barcelona puedes cruzar muchas veces la Plaza de Catalunya, y un día descubrir en ese paso que siempre te detienes cuando el semáforo está rojo, que precisamente ahí fotografiaron en cierta ocasión a García Márquez. O bien esta otra, y acabo, ya que mis vivencias en tal sentido son de oídas solo tres, en la que alguien me contó que otro alguien a quien conocía tenía un hijo cuyo padrino era el novelista colombiano, aquí, en Barcelona.

Y siguen los contactos pero esta vez a través de la letra impresa; recuerdo haber leído en Letralia este comentario de Gabo desarrollado en su discurso inaugural del IV Congreso Internacional de la Lengua Española, celebrado en Cartagena de Indias, Colombia, hace ya algunos años, curiosa y sincera historia que puede servir de lección a muchos escritores noveles:

Por fin, a principios de agosto de 1966, Mercedes y yo fuimos a la oficina de correos de la ciudad de México, para enviar a Buenos Aires la versión terminada de Cien años de soledad, un paquete de 590 cuartillas escritas a máquina, a doble espacio y en papel ordinario y dirigidas a Francisco Porrúa, director literario de la editorial Sudamericana.

El empleado del correo puso el paquete en la balanza, hizo sus cálculos mentales y dijo: “Son 82 pesos”.

Mercedes contó los billetes y las monedas sueltas que le quedaban en la cartera, y se enfrentó a la realidad: “Sólo tenemos 53”.

Abrimos el paquete, lo dividimos en dos partes iguales y mandamos una a Buenos Aires, sin preguntar siquiera cómo íbamos a conseguir el dinero para mandar el resto. Sólo después caímos en la cuenta de que no habíamos mandado la primera sino la última parte. Pero antes de que consiguiéramos el dinero para mandarla, ya Paco Porrúa, nuestro hombre en la editorial Sudamericana, ansioso de leer la primera mitad del libro, nos anticipó dinero para que pudiéramos enviarla.

Fue así como volvimos a nacer en nuestra vida de hoy.

Y la última anécdota, que viene de la mano de una persona muy allegada a mí, o sea mi hermana. Ella también leyó Cien años de soledad por la misma época que yo lo hiciera. A mi pregunta acerca de cuál era su opinión, me dejó muy sorprendida; textualmente dijo:

—Me he detenido una página antes de llegar al final y no pienso leerla, así la novela nunca terminará.

Todo cuanto acabo de relatar son mis únicos contactos con Gabriel García Márquez, los de una anónima lectora que hoy le evoca pero sin tristeza, ya que sus libros estarán siempre entre nosotros, lo que equivale a decir que él no nos ha dejado.