“Es una vergüenza que las dictaduras se apoyen en plebiscitos y constituyentes”
Mario Vargas Llosa se refiere a su obra literaria para analizar el fanatismo
que hoy arrastra al mundo a un nuevo conflicto bélico y la relación que existe
entre el pueblo latinoamericano y sus dictaduras
1ª parte
El traje de Mario Vargas Llosa es del mismo color que su cabello, gris. El
escritor se presenta impecable en la Casa de América de Madrid, donde dicta un
seminario sobre literatura y poder. Se expresa con acento peruano levemente
atenuado, excepto en palabras claves del argot limeño, como, por ejemplo,
“guachafo”. Habla con los codos apoyados sobre la mesa y acompaña el
movimiento de labios con suaves gestos que finalizan y se reinician al
entrecruzar los dedos. Una mano, la izquierda, sostiene los lentes de lectura
por una patita. Entre una idea y otra, apoya la diestra en el mentón, para
avanzarla en el aire mientras pronuncia. Su importancia en las letras, si es que
hubiera alguien que no la conociera, queda delatada por la estela de gente que
le sigue a cada paso que da.
Vargas Llosa ha interrumpido por tres tardes la faena que le requiere
escribir su próxima novela, sobre Flora Tristán. Vargas Llosa ya tiene listo
el primer borrador de lo que será la obra en que ha empleado estos dos últimos
años. “Construyo el mundo del siglo XIX francés. Hablar de Flora Tristán
es hablar sobre su combate contra el machismo. Ella se siente solidaria de los
movimientos de la época, como el sindicalismo y el anarquismo. Pero los
dirigentes la rechazan por su condición de mujer, porque se sienten invadidos.
Flora Tristán escribe un libro interesantísimo en Inglaterra. Pero para lograr
la información de lo que narra, tuvo que vestirse durante cuatro meses como
hombre. En Inglaterra, esa tierra de libertad, las mujeres no podían pisar el
Parlamento, los hospitales, las fábricas. Ella, para ver cómo eran las
condiciones de vida de las minas y los prostíbulos, las visitó
disfrazada”.
Chávez, el popular
El inusual calor que afecta este otoño, obliga a Vargas Llosa a romper las
estrictas reglas de la elegancia, al quitarse el saco y quedar en mangas de
camisa, justo cuando se refiere a las dictaduras latinoamericanas, que conoce
tan bien, viniendo de un país, el Perú, azotado por frecuentes asaltos
militares al poder. Su juventud, “el paso de niños a adolescentes y de
adolescentes a hombres”, tal como él mismo cuenta, sucedió bajo el
férreo control universitario de la dictadura de Manuel Apolinario Odría
(1948-1956) y quedó plasmado en su libro Conversación en la Catedral.
“Toda dictadura es como un charco donde prospera todo tipo de
alimaña”, afirma Vargas Llosa. “Hay un clima donde ciertos individuos
encuentran un hábitat propicio para crecer y obtener poder”.
Vargas Llosa no sólo ha escrito novelas sobre las dictaduras, donde
entrelíneas se entiende el rechazo que el autor manifiesta contra los
totalitarismos, sino que, a través de su quehacer como columnista en diarios,
fue uno de los primeros en alzar la voz, públicamente, contra el autogolpe
perpetrado por Alberto Fujimori. Mario Vargas Llosa encuentra similitudes en la
manera en que las dictaduras latinoamericanas han disfrazado el abuso de poder
bajo un manto de legalidad. Cuando se le pregunta por el caso de Venezuela, por
la forma como Hugo Chávez ha acumulado poder, apoyándose en el respaldo
popular para convocar referéndum, redactar nueva Constitución y adueñarse de
las instituciones, Vargas Llosa no cree que se trate de un nuevo estilo de
dictadura.
“No, porque ése ha sido el estilo tradicional de las dictaduras en
Latinoamérica”, opina el escritor. “Toda dictadura hace elecciones y
plebiscitos. Lo sorprendente es que ganan limpiamente. Chávez ha ganado
limpiamente los plebiscitos que ha convocado. Lo terrible es que nuestros
dictadores han sido populares, inmensamente populares: Fidel Castro, Trujillo,
Perón... Es una vergüenza. La historia no ha sido buena consejera. La
dictadura es una hechura nuestra: América Latina no tiene tradición
democrática. Nuestras democracias han sido imperfectas. Muchas veces, eso lleva
a las sociedades angustiadas a buscar un dictador, a creer que la fuerza puede
ser eficaz. Venezuela es un caso interesante. Chávez es una persona muy
popular”.
Vargas Llosa se refiere a su última novela publicada, La fiesta del
chivo, para explicar ese raro magnetismo que atrae a las sociedades de
América hacia el fenómeno caudillista: “Lo que ocurrió en República
Dominicana (que instauró un sangriento y corrupto régimen militar durante 31
años) puede volver a ocurrir. Lo que hizo posible que existiera ese gobierno
entre 1930 y 1961 se repite en muchos países en América Latina y Africa”.
Sin embargo, Vargas Llosa se muestra optimista. Aún recuerda que, cuando
publicó Conversación en la Catedral, fue acusado de pesimista, sobre
todo debido a una interrogación que se repite a lo largo de la narración:
“¿En qué momento se jodió el Perú?”.
“Claro que los países no se joden en un momento. Se requiere todo un
proceso. Pero toda nación se puede recuperar, incluso luego de dictaduras como
las que se han vivido en Latinoamérica. Cuando uno revisa la historia de todas
las naciones, si rasgamos un poco, aparece, siempre, el horror. La civilización
es un producto muy reciente y aún minoritario. Lo más interesante es no ver el
gobierno de Trujillo como un caso arqueológico. Hay trujillos allí, a nuestro
alrededor, frente a los cuales existe la misma ceguera que rodeó a este
dictador”.
Ojos de intolerancia
A finales de 1970, Mario Vargas Llosa recorrió los 25 “pueblecitos“
por donde predicó un santón de nombre Antonio Vicente Mendes Maciel, quien a
la postre sería la figura principal, aunque no el protagonista, de su novela La
guerra del fin del mundo, donde sencillamente se le llama “El
Consejero”. Esta historia trata sobre cómo, una vez abolida la monarquía
brasileña en 1881, se conforma en Canudos, una aislada región de Bahia, un
grupo de campesinos y forajidos cada vez más nutrido que enfrenta el orden
constituido por la naciente república de Brasil. Los republicanos mandaron al
ejército a destruir el foco de insurrección, que tildaba al nuevo orden y a
sus partidarios de seguidores del Anticristo, y luego de encarnizados y
frustrados ataques, el ejército aniquiló a quienes los cuestionaban amparados
en preceptos típicos de los fanático-religiosos.
Vargas Llosa comenzó a escribir un guión cinematográfico sobre la guerra
que dejó “entre 30 mil y 40 mil víctimas“ en la zona, y le apasionó
tanto el tema que decidió hacer una novela, de tintes “épicos“ con
el estudio que le llevó a Brasil. La experiencia, que Vargas Llosa recuerda
como “una de las mayores satisfacciones que me ha dado mi vida como
escritor”, le permite asegurar que “Canudos es una expresión
brasileña de un fenómeno muy antiguo de la historia: el fanatismo, que siempre
fue religioso, pero que ahora es político, laico. Eso es lo que estamos viendo
hoy. Hay diferencias: la modernidad científica y técnica permite que el
fanatismo disponga de instrumentos destructores que no había. Lo que realmente
pasó en Canudos es lo que sucede hoy en Afganistán y lo que ha pasado en otros
lugares, como Yucatán. Cuando veo en la pantalla de televisión los ojos de Bin
Laden veo al Consejero, al hombre que no duda en su causa, que sólo cree en la
espada y su Dios”.
A Vargas Llosa lo que más le llama la atención de estos fenómenos, que hoy
ocasionan, por ejemplo, el movimiento de miles de pakistaníes hacia la frontera
con Afganistán para luchar a favor del régimen talibán, es: ¿cómo es
posible que estos movimientos que comienzan con 20 hombres crezcan y recluten a
miles de personas? ¿Qué les dio el Consejero? ¿Qué vieron en él para que
tanta gente arriesgue su vida de manera tan heroica? Lo que respondió a sus
dudas fue, precisamente, recorrer aquella aislada región brasileña. “Fue
emocionante ver la inscripción que Mendes Maciel hizo en las paredes de piedra
que su grupo edificó en Buen Jesús: Dios es grande, y comprobar que la
guerra de Canudos ha sido lo más importante que ha ocurrido por allí. No
quedaban sobrevivientes, pero seguía viva en la memoria y discursos un siglo
después. Lo que hizo que los bandoleros se convirtieran en conductores de masas
con profunda fe religiosa fue que el Consejero les dio una causa, descubrir que
detrás de las pistolas y las facas podían ser soldados de Cristo, una gran
aventura moral, algo que los dignificaba, que les otorgaba un sentido. Por otra
parte, el Consejero les dio una identidad, les hablaba en su jerga y ya sus
seguidores no tenían de qué avergonzarse”.
El fin del mundo
Veinte años después de que Vargas Llosa publicara La guerra del fin del
mundo, el libro cobra una vigencia asombrosa por el paralelismo que se
establece, salvando las escalas, entre la lucha librada en Canudos y la actual
guerra que libra Norteamérica contra Afganistán.
“La tradición de la humanidad no es la tolerancia, que nace de una
alianza que lleva a encontrar el bien más precioso, que es que los seres
humanos coexistan en su diversidad, hallar en eso una riqueza. La intolerancia
está viva con los talibán y en toda la historia ha adoptado diversos disfraces
para disimularse. Ni en Brasil ni en el mundo se han resuelto los problemas que
ocasionaron el conflicto de Canudos: fanatismos, dogmas, esquemas mentales que
en vez de explicar la realidad la deforman, trae la guerra, la violencia.
Naciones donde existen culturas y sociedades distintas que apenas se comunican
entre sí y cada una tiene una visión estereotipada de la otra. Porque así
como en La guerra del fin del mundo los seguidores del Consejero tienen
una visión deformada de la República, los republicanos no entienden tampoco a
la gente de Canudos. Se conocían sólo a partir de sus prejuicios”.
Probablemente lo que más vigencia tenga del libro es el planteamiento de que
el fanatismo se asienta en uno y otro bando y que en el campo de batalla se
estrellan ambos: el religioso y el político. “Los republicanos construyen
un fantasma de Canudos, porque no quieren creer que se trate de una rebelión de
hombres y mujeres humildes. Adaptan la realidad a su sistema ideológico-mental:
existe una conspiración contra la República. Anteponen la doctrina a la
realidad. Quizás la responsabilidad moral es mayor en los republicanos porque
ellos representaban la cultura y la modernidad. Ellos tenían armas mejores que
estos pobres seres, cuya visión del mundo llegó de manera dogmática y
fanática.
La Guerra del Fin del Mundo se repite otra vez, una y otra vez, y esto no
deja de sorprender a Vargas Llosa, que luego de cada conferencia se apresura a
firmar autógrafos, con una cordialidad no exenta de ironía y a conceder las
escasas y breves entrevistas que superan el filtro de sus asistentes, quienes
forman parte de la estela de personas que el escritor deja atrás.
2ª parte
Una nube de fotógrafos y camarógrafos se mueve al compás de lo que, dicen,
es Mario Vargas Llosa, camino al estrado donde presentará su novela más
reciente, El Paraíso en la otra esquina. Tanta gente le rodea (le cubre,
mejor dicho) y se adapta a su andar, que es difícil verlo hasta que llega a su
destino. Y es este revoloteo de sombras una característica de todas las
presentaciones del escritor. Ningún otro, ni siquiera José Saramago, que en
España es todo un ídolo mediático, levanta tanta expectativa a su paso.
Al fin, la humareda se despeja y, efectivamente, quien está en el centro es
Vargas Llosa, vestido de gris con camisa blanca, corbata a juego, el cabello
cano y bien peinado, el rostro rojizo de quien ha tomado sol en los últimos
días. Ojeroso, sonríe por primera vez cuando sus editores alaban a su hija
Morgana, que también presenta un libro en ese mismo momento, en esa misma sala:
con una visión más cercana a la que tiene un turista que un documentalista, la
hija recopiló una especie de álbum de fotos sobre cómo el padre recorrió
palmo a palmo cada lugar donde estuvieron los dos protagonistas de su nuevo
libro, Flora Tristán y su nieto Paul Gauguin.
“La idea inicial de novelar la vida de Flora Tristán me vino hace
muchos años, cuando estudiaba en Lima”, recuerda Vargas Llosa.
“Cuando ella tenía 30 años escribió La unión obrera, un libro
que me impresionó mucho. Leyendo sobre su vida, encontré siempre referencias a
su nieto. Tenían personalidades parecidas: ilusión y voluntad para intentar
materializar sus sueños sin dejarse intimidar por reveses y fracasos. Siempre
actuaron como si creyeran que estaban a punto de alcanzar sus objetivos”. O
como si el Paraíso estuviera en la otra esquina.
Infiernos en la tierra
Personajes reales, pero novelados. Pasajes oscuros en sus vidas, recreados
por la pluma de Vargas Llosa. “La literatura es un juego, que enfrenta al
lector a ese mundo ideal, que desarrolla en nosotros una actitud crítica”,
opina. “La sociedad impregnada de buena literatura es mucho más difícil
de manipular que una sociedad ágrafa”.
En medio de mundos mal hechos y de sociedades manipuladas, este libro aclama
y critica a la vez toda utopía. Sus personajes se ven atrapados. Ella, Flora
Tristán, trata de liderar un movimiento de mujeres y obreros que lucharán
contra la opresión del poder constituido, una idea que universaliza cuatro
años después Carlos Marx. Él, Paul Gauguin, buscará liberar a la belleza
estética de los círculos herméticos parisinos y mostrarla desde los mundos
más primitivos.
“Todas las utopías sociales generan infiernos”, asegura Vargas
Llosa. “La inquisición, el nazismo, el comunismo, la revolución cultural
china... No se puede imponer la felicidad con términos generales. Es
individual. A lo que no se puede renunciar es a algo más privado, las quimeras.
Por ejemplo, alguien que trata de alcanzar la santidad, la vida perfecta. En ese
campo la utopía es benigna”.
Vargas Llosa arremete así contra los críticos del sistema democrático, que
aún persiguen monumentales revoluciones: “Para muchos, la democracia no
tiene la grandeza de las grandes utopías. Pero ese camino del consenso ha
logrado los mejores resultados de justicia y de igualdad”. Un balance para
recordar en estos tiempos.
Sueño en tiempos de guerra
Vargas Llosa, que no se corta al asegurar que “soy un liberal”,
apoyó intervenciones militares anteriores, como la Guerra del Golfo en 1991 y
el derrocamiento del régimen talibán en Afganistán. Sin embargo, esta vez
mantiene un posición de crítica contra el ataque perpetrado por Estados
Unidos. “No apoyo esta guerra porque es ilegítima. Se ha hecho contra la
orden del único organismo internacional que puede determinar este tipo de
acciones, las Naciones Unidas”.
Pero el tema que más preocupa al autor es discernir entre distintos valores,
no mezclarlos. “El hecho de que esta guerra sea ilegítima no legitima a
Saddam Hussein, que es un dictador terrible, que ha llegado a extremos de matar
a población civil con gases. La distinción es importante, porque en las
protestas pacifistas a veces aparece Saddam Hussein como si fuera un
héroe”.
Las preocupaciones de Vargas Llosa van más allá de los civiles e inocentes
muertos en el campo de batalla y las ciudades. Teme las consecuencias políticas
que tendrá este conflicto, como la ruptura que ha visto ocurrir en lo que
considera uno de los logros más grandes de los últimos tiempos, que es la
unificación de Europa. “Hay que hacer un enorme esfuerzo de
racionalidad”, aconseja para la postguerra, cuando los países caigan como
aves de rapiña sobre los pedazos de Irak. Y remata: “La utopía es lo
imposible, pero no es imposible soñar con ese mundo mejor y distinto a lo que
tenemos”.
Y mientras algunos imaginan cómo lograr una sociedad idílica y otros se
horrorizan con los resultados de los bombardeos, Mario Vargas Llosa se levanta y
desaparece tras la cortina de flashes que le retratan abrazado y sonriente junto
a su hija.
Madrid (publicado en TalCual en octubre de 2001 [1ª parte] y en abril de 2003 [2ª parte]).