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“Los muertos no van al cine”, de Juan López-CarrilloLos muertos no van al cine

I

Ácido, de un humor doloroso, Juan López-Carrillo (Tarragona, 1960) se nos aparece para hacernos la guerra, para soltarnos los perros de su ironía, los verbos de la burla y sus desmanes. Los muertos no van al cine (Editorial Candaya, Barcelona / España 2006) hace un inventario del estado de ánimo de quien lee sin imaginarse en qué asalto perderá la ruta de la tranquilidad. López-Carrillo subvierte el lugar de la calma, derriba valores y hasta se hunde un puñal en el sitio donde aún le cabe el corazón.

Todos los poemas de este libro encallan en un modo de sentir sin máscaras, a veces en intimidad con lo grotesco. No obstante, emerge gracias al indubitable dolor que se traduce en cada sonido, en cada salto, en cada bocanada con la fuerza de quien tiene en la intemperie espiritual el mejor espacio para sobrevivir.

En “Poema para mí mismo”, los lectores que somos nos instalamos en la mueca de quien se lacera. Contrario a Whitman, López-Carrillo es un ladrido, una lengua afuera, un pelaje cotidiano: “Perro consumido por su propio dolor, / perro sombrío que nunca se calla, / perro que está harto de llorar por las noches, / que está harto de llorar cada noche por sí mismo. / Un perro solitario que ya no me da ninguna lástima, / un perro triste cada día más solo, más solo / que los perros de las tristes perreras municipales. / Un perro quejoso, un perro sin dueño y sin cadena / que esta misma noche, si hubiera Dios, merecería morir”.

Perro ateo en el poema, estrangulador de pulgas verbales, Juan López-Carrillo juega a la certeza de ser un poeta agobiado por el mundo, por la soledad, por la amarga realidad que concita frente a su tristeza.

 

II

¿Con cuánta ironía nos sacude este poeta? ¿Con cuánta “verdad” vive quien escribe para que el lector haga votos y salga ilesamente herido del poema? ¿Puede importar acaso que el poeta sea un leproso y no lo diga? Quien nos lleva a consumirnos en Los muertos no van al cine, está consciente de la “perversa” felicidad contenida en su autoflagelación. Si en la anterior rasgadura era un perro, en “Amistad auténtica” nos encontramos con el mismo sujeto, pero sin el ladrido, sin el cercano licántropo en los ojos: “Soy un poeta deprimido, / un poeta melancólico y seriamente enfermo, / un poeta que está más que harto y cansado / de escribir amargos poemas de amor...”.

Y si decimos de un poeta que escribe desde una amargura controvertible, con lengua cáustica y corazón blando, y continuamos el curso de quien anda por la calle cabizbajo y con los verbos torcidos, no se nos hace extraño que nos alineemos con el texto “Celebración en vigilia de San Juan”, largo texto por el que se pasea su mundo íntimo y público: “A veces / es necesario escribir / un poema como éste / para no tener que suicidarse. / / Porque sí, / porque a veces, / demasiadas veces, / como si fuera un poeta romántico / que está amargado de vivir, / deseo con la mayor fuerza / de la escasa fuerza que me queda / tener el valor o la cobardía, / qué más me da, / de descerrajarme un rito preciso”. El perro quejoso y el poeta se hacen uno solo: “si hubiera Dios, merecería morir”, sin embargo, es necesario escribir un poema “para no tener que suicidarme”. Perro y poeta, animal y hombre, quieren vivir a pesar de sus fracasos, de sus pérdidas, de sus soledades, de sus ladridos a la luna, de sus pulgas y sinsabores.

 

III

Juan López-Carrillo escribe con todos los dedos, así los sentidos se multiplican. Se hace muchas voces. Animado por esta manera de ser y estar, por soltar las amarras de su sensibilidad, me allego a aquello que afirmara Ramón López Velarde: “Yo no creo en una poesía que no nazca de la combustión toda de mis huesos”. Así, para despejar el horizonte de quien también ladra y aúlla, López-Carrillo nos encarrila de nuevo: “Quizá me esté suicidando lentamente, / poco a poco, trozo a trozo, sin prisa alguna...”. Entonces cuenta, desliza su Sísifo en un evento traumático mientras bajaba de un piso a otro: “Dos años hace que me caí por las escaleras / y el menisco dolorido aún me lo recuerda”. No conforme con lo anterior, amasa: “Al año siguiente, cruzando la vía, me rompí / los músculos gemelos de la pierna izquierda”, y un tiempo después, “El pasado febrero, en un aparcamiento, me corté / el tendón de Aquiles de la misma pierna izquierda”. La suma de dolores, la estricta sinrazón de estos accidentes, ¿tendrán que ver con esa combustión, con ese deseo impreso de enumerar fracturas y esguinces, tragedias domésticas y olvidos cósmicos? El humor soluciona, saca el corcho de la queja, en broma o en serio, para que la poesía, meses después, termine el trabajo: “¿Qué tocará el año que viene? ¿Amputación? / ¿Rotura de fémur? ¿Esguinces múltiples? ¿Aplastamiento, esta vez, de la pierna derecha? / Llega octubre, los versos, lo de siempre / y siento que la vida se quiebra hacia su fin” (Trauma).

¿Huesos en combustión? El poeta no se aleja de su condición animal, de solitario en el bosque de palabras, en medio del ruido citadino, a punto de ser atropellado por un camión. El poeta, cuyos muertos no van al cine, se desnuda de nuevo con todos sus músculos y sudores: “Pedro me dice: / En ti habitan el poeta y la bestia. Tienes razón, amigo mío, / el poeta nos recitará hoy / un delicioso poema pornográfico... / pero también existe una bestia, / temible, obscena y perversa, / que va afirmando por ahí / que el mundo está bien hecho” (Dr. Juan & Mr. Hyde).

 

IV

En el ensayo El poeta y su relación con la muerte, la poeta venezolana Hanni Ossot escribió: “El poeta es un doliente: de luto por sí mismo y por las cosas, avanza sin progreso hacia el mismo centro, ése que lo acalla, el centro que borra su lenguaje, el conocimiento y la individualidad. Por ello su tarea es también un preguntar jamás resuelto. Un preguntar en los límites y desde el fracaso. Redención y fracaso signan el poema”. Estamos frente a un hombre que se desdobla, que se hace dos visible, que hace de la muerte tema para vivir en medio de la ironía, del humor, de la desfachatez y seguir su destino sobre las huellas de la poesía.

Razón tiene el también poeta Eduardo Moga, quien prologa el poemario: “López-Carrillo es su primera víctima”. La segunda, los lectores, quienes terminamos “suicidados” pero como el mismo poeta español, “la persona más feliz, / la más agradecida y optimista del mundo”.

Alrededor del planeta de sus poemas, Juan López-Carrillo frecuenta el cuerpo de una mujer, el cuerpo sonoro y vibrante, e insiste en escribir cartas “para decirle que la amo, / que la quiero y que me gusta. / (Esto ya lo he dicho / pero a veces conviene repetirse). / Una carta urgente / —escrita en cinco minutos— / porque urgente y absurda / pasa la vida si no estoy a su lado”. El poeta / perro, “Dr. Juan y Mr. Hyde”, también amenaza: “Si no me llamas / para volver a vernos, / te escribiré un poema de amor, / le dije al despedirme”. Y así quedó escrito, aunque son muchos más los poemas que podrían arrancarnos parte de la piel y dejarnos tendidos frente al cine donde los muertos no suelen ser invitados.