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“Desplazamientos”, de Pedro SerranoDesplazamientos

I

La tarde, ancha y reconcentrada, en soledad,
vacía este parque.
Sólo yo existo en el silencio anterior al oído.
Sólo yo en el hueco,
en el espejo que los árboles hacen,
en esta apaciguada estancia de hojas y tierra
que es el centro del mundo.
Tampoco el hombre que pasa tiene historia:
a la luz que conozco.
Todo es líquida estancia que retiene
en su inmóvil espejo la memoria.
Y este secreto mundo imperturbable
donde los árboles erigen
la consistencia mínima del aire,
ese hueco en el aire
al que los árboles permiten que mi mirada acceda,
continúa
desde un afuera que ya inunda
la sólida amplitud de mi conciencia.

(Deshabitante)

Cuerpos, el del poeta y el del poema: cuerpos solos, para decirlo a la manera de Octavio Paz, al referirnos al poemario de Pedro Serrano, Desplazamientos (Editorial Candaya, Barcelona / España 2006), donde quien se adentra se recrea en una conclusión: se trata de una poesía en la que alguien mira, ausculta desde adentro y termina agobiado por la intemperie, por el afuera de un mundo lejano, revelado en el silencio y los aires que de allá provienen.

Y si nos quedamos con Paz, legitimamos con ésta la imagen anterior: “La soledad es el fondo último de la condición humana. El hombre es el único ser que se siente solo y el único que es búsqueda de otro”. Por eso es carne y huesos y también poema, complementos para confirmar que la luz, la que viene de afuera, es portadora de permanente indagación: “El hombre es nostalgia y búsqueda de comunión”. Poeta y poema en uno, conciencia, un solo cuerpo para la soledad —aun en medio de la luz— que se busca y busca para hacerse solar y lunar, secreto del día y de la noche.

Desplazamientos cuenta con los libros El miedo, Ignorancia, Turba, Nueces y Ronda del Mig, en los que se amplía esta constante. Sin embargo, representan una unidad, un solo libro, un lamparazo de luz presente en cada uno de los poemas de este trabajo.

Desde un lugar del mundo (la casa), confinamiento de la palabra hecha cuerpo en el poema y en el poeta, Serrano atina a expresar: “Miro la plaza / larga por la noche / casi ahogada en leves pensamientos. // Respiro agua. / La luz se va mareando entre la niebla / y el adoquín mojado. // Entre palabras sordas / charcos de pasos” (Desierto).

Quien mira sabe que la noche es la otredad de su silencio, de su ingrimitud. ¿Quién marca los pasos, las huellas de la calle? La noche se restringe en las reflexiones del que busca y se deja buscar en el afuera. La luz forma parte del paisaje oculto por la niebla. ¿Con quién está el poeta? ¿qué otro cuerpo, que no sea el poema aún no escrito pero prefigurado, lo acompaña?

 

II

No es preciso que salgas de la casa.
Quédate sentado en la mesa
y escucha. Ni siquiera escuches, espera solamente.
Ni siquiera esperes, permanece silencioso y solo.
El mundo vendrá a ofrecérsete para que lo desenmascares.
No puede hacer otra cosa.

Franz Kafka
(Preparativos de una boda en el campo)

Hay un sitio donde el poema alcanza su instante. Un lugar donde se revela para transformarse en lo que acontece en el afuera, en la calle. El poeta parece esperar que el mundo dé el giro necesario para que el tiempo acomode el milagro: el poema, en la perfección de la duda, se hace con sólo escuchar el silencio y los pasos de alguien (¿nadie?) que huye, que intenta alejarse. La soledad —limpia de cualquier amago— forma parte del decorado. El poeta —entonces— afina el oído, se hace del lugar del mirar para así añadirse a los datos de una poética de la incertidumbre: “Las cuatro. Alguien pasa corriendo por la calle. / La música y la soledad de esta tarde / que empieza a oscurecer. / La ventana. / Un árbol ya sin hojas en que inicia el invierno. / La calma y las chimeneas en la casa de enfrente. / El cielo, pesadumbre gris, abandonando el día. / El cigarro que consume la música y la tarde y el poema. / Una manzana en el frutero. / (...) en su lento ir aconteciendo cada día, / en la mirada que ponen en mí, / en el callado poema que depositan” (Dibujo de las cosas).

La tarea del poeta es un hacer posible, un desnudarse ante la quietud o el silencio. Es decir, “realizar la realidad”. La tarea de quien se asoma a una ventana es descubrirse en lo que se mueve, o no se oye. O en sus contrarios. El silencio consume, atrae, silencia a la vez. ¿Cuánta realidad es capaz de soportar el hombre que tiene en ese marco de la casa el espacio para encontrar la vida del Otro invisible, del que pasa o huye, corre, grita o silencia el universo? ¿Es capaz el poeta de “soportar mucha realidad”, a decir de Eliot? Igual podría pasar con el exceso de claridad, que trae sombras. El silencio, ¿qué tanto de poesía tiene o es? ¿qué tanto de realidad lo sostiene?

En el texto “Dureza del silencio”, Pedro Serrano dice: “Todo queda en su sitio en la mañana, / en la ola de luz que vuelca al mundo (...) El silencio, / como tormenta de arena sobre la caravana, / como la dureza del tiempo en el reloj de arena abandonado...”.

El tiempo también tiene su sitio: el olvido.

En sus Pensamientos, Pascal llegó a escribir: “Toda la desgracia de los hombres viene de una sola cosa, que es no saber permanecer en reposo en una habitación”. Pese a su carácter contemplativo, la poesía de Serrano va más allá: desde el afuera adquiere la conciencia para seguir viviendo, para soportar la mucha realidad que sucede frente a sus ojos, aunque no haya alguien/nadie a quien responsabilizar por la persistencia del mundo. Allá afuera reina la soledad, el silencio, unos pasos sobre los charcos. Una multitud agonizante. Allá afuera no hay nadie. O hay un nadie/alguien que sucede, con tiempo, capaz de respirar en el desierto cuando los objetos están en su lugar y el universo afina su relojería. ¿Qué hace una manzana en el frutero mientras los astros, un poema mudo, la noche y el día, programan la certeza de que más allá de la casa está la espera, la eternidad, o un instante tan corto que es capaz de borrar la memoria?

 

III

Si el cuerpo del poeta admite la reflexión sobre su acontecer, sobre su tiempo y su espacio, sobre su fragilidad “porque... se rompe en el amor / y se forma sin fin, desde la duda, / desde el tacto impreciso en la memoria / o desde el hondo miedo de los besos”, cabe decir acerca de echar luz sobre su propia creación. El poema, cuerpo al fin que sufre los embates del cuerpo del poeta, es parte sustancial de aquello que a veces aparta o acepta. La tradición así nos lo decía, hasta que llegó Hegel y profetizó que pasado cierto tiempo la reflexión sobre el arte iba a ser más importante que el mismo arte. Escritores modernistas de los Estados Unidos, como Eliot, Stevens, Ezra Pound, entre otros, “son grandes reflectores del metalenguaje poético”. En nuestro patio, Octavio Paz teorizó sobre el hecho creativo. Su poética ha sido una verdadera revelación. En nuestros países, sin que nadie se haya ocupado de esto, ha existido un amplio movimiento de poetas que no soslaya el metalenguaje, la intromisión de teorías personales en poéticas que se han paseado por la experiencia de otros.

En Serrano nos tropezamos con algunos textos donde la reflexión sobre el poema juega papel relevante. El imaginario del autor se confunde con la reflexión sobre el mismo texto. Se fusionan hasta concebirse un solo momento: “A veces el poema es un derrumbe, / un lento y doloroso desprendimiento, / una oscura y escandalosa caída de piedras. / (...) El poema se graba como costra: / no es aquel lento movimiento de ola, / polvo de espuma sobre la caída, / lento despedazarse de las cosas. / (...) El poema es la costra, / la imagen al final despedazada, / la ruina de esa imagen” (La lluvia seca). Poema y poeta son un estrépito, un solo dolor. La palabra, hecha coágulo, sobra del cuerpo herido.

 

IV

La obra de Pedro Serrano se alimenta de luz, del cuerpo y el deseo. Nada —en este sentido— le ha sido ajeno. También se consume en la sombra, en el desamor, el alejamiento. El lector tendrá tiempo para escoger imágenes que aluden lo antes señalado: “Las luces y las aguas y los gestos”, “el deseo y el cuerpo apareciendo”, “La oscuridad es el centro de toda historia”, “Si uno pudiera quedarse aquí con uno mismo”, “Tocas la apariencia profunda de este cuerpo”, “Contra sí mismo el cuerpo se devuelve”, “hablan las voces de tu cuerpo”, “la luz del sol es un espacio blanco”, “También el cuerpo tiene límites ciertos”, “El día amanece, desvalido y entero”, “Una es la luz, la luz sobrentendida, / la luz tergiversada y disputada, / la luz errando tras los vahos y los visos”, “El café, el sol naciente (...) su despertar”, “Cuando un gallo canta / es un gesto rotundo y entero, / un acto singular del día que empieza”, “El cielo se abre iluminando el alma”, “Con los primeros tientos la luz deambula”, “Aquel hombre se sienta a la ventana. / Al fondo brilla el campo de su infancia”, “El columpio lunar, la rajadura de la luna, la uña de plata”, “Y yo ahora sentado aquí / dejando que las cosas del día / le den cuerpo a mi cuerpo”, “Y así yo vengo de mí mismo a mí mismo, / recogido, / desnudo al sol de estas horas, / un cuerpo en busca de calor”. Poesía del amanecer, solar, regida por el deseo, donde el cuerpo ampara los elementos, y en la soledad, en la impotencia del otro, en sus quebrantos, abreva.

Poesía que se desplaza de un rayo a otro, capaz de cegarse a ella misma. Capaz de reventarse, como una ola.

 

V
Coda

Del cuerpo surge el deseo. De su más escondida nomenclatura, la conciencia, emerge el deseo. El mismo hacer posible desata en el poeta una relación cuerpo a cuerpo, voz a voz, con el otro, ese alguien/nadie que se aleja o aproxima. El poema le da entrada, le permite ser parte de sus latidos. Hasta corrige con fervor el silencio que recorre cada unos de las estancias verbales.

“Tocas la apariencia profunda de este cuerpo, / la lentitud de su superficie fluorescente, su indolente entrega, / y allí tiene su corazón y suerte como una flor abierta / que allí puliera su dejada insistencia, / que allí luciera, como si fuera imposible” (De ese amor).

Y mientras el amor maquina y se desvela, en un lugar, entre las sombras, entre los sueños, “La cama, el frío, el dominó extendido por el piso / la ventana y la puerta del entresuelo / hacia la noche extática. / En las oscuridades interiores / la rotunda atmósfera se hunde (...) El viento apenas mueve ramas secas, / mece una mesa, / hace del espacio cuajado / un charco de sillas y de hojas. / Nada se oye afuera, nada se viera adentro...” (Habitación en Gerrard road).

Allá, adentro, donde alma y poema se rebelan, vive el poeta. En el otro allá, afuera, el mundo ha terminado. Visiones, imágenes, algunas voces sueltas —movidas por el viento— bajo los árboles secos. Nada afuera, nada adentro. Alguien pasa, nadie pasa: el poema registra y sigue andando.