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“Cuadernos del hábito oscuro”, de Ernesto Pérez ZúñigaCuadernos del hábito oscuro

I

¿Leemos o soñamos? ¿Es acaso lo mismo? Nos ataja “La destrucción” que anunciara hasta el hartazgo el funambulesco Baudelaire. ¿Soñamos estos poemas de Ernesto Pérez Zúñiga, vertidos en Cuadernos del hábito oscuro, Editorial Candaya, Barcelona, 2007? ¿Somos lectores o nos hemos habituado a soñarnos en un poema? ¿Qué maldición ronda ese aparato que lo acaba todo? Las flores del mal abunda en Satán: lo recorre entre alabanzas y oraciones: dejó espacio para los surrealistas. Abrió las compuertas para instaurar automatismos y giros demenciales, entre Dios y los demonios. ¿Qué hábito oscuro es ese de Pérez Zúñiga? ¿Será el que afirma que se trata de “un libro interesante y turbador desde la polisemia del título”? Aquí Andrés Soria Olmedo repasa significados, revuelve el diccionario: esa vestidura de monje para “mortificación del cuerpo” nos revisa, nos empuja a despertar, a sentarnos frente a las páginas y a volver de la locura, la que tanto amasó el eterno adolescente de Una temporada en el infierno. Rimbaud también se preguntó: “¿Qué alimaña hay que adorar?”. Y entonces apareció Satán, el diablo vestido de oscuro por la realidad de quien siempre tragaba “una buena buchada de veneno”. Dejemos que el sueño de los poemas nos encare como lectores —o dementes— al tránsito de Isidoro Ducasse, Conde de Lautreamont, “el del otro monte”, producto de esa imaginación iracunda que aún vampiriza a tantos. Soñemos la lectura. O mejor, pensemos que la lectura nos hace parte de este libro de Pérez Zúñiga.

 

II

Son tres los libros que forman el Cuaderno del hábito oscuro, en verso y en prosa: Hojas del libro de los monstruos, Hojas del libro encontrado en el bosque yHojas del libro de la casa vacía. Se hacen seis en el vértigo de una pesadilla que comienza con “Malos tratos”, esa destrucción que infama el cuerpo y el alma: “Y es así que me engordan las canallas / y me clavan sus patas en la carne / y me echan raíces capilares / por la cáscara de los omoplatos // y nos vamos el monstruo / por calles por penumbras por los cines”. Minutos, un rato atrás, quitó las amarras de la bestia para rasgar los músculos y huesos de la amada: “Cuando acabe con ella volveré a encadenarme / No es no es mi libertad mezquina”. Un soplo de Stevenson, un instante con Mr. Hyde y doctor Jekyll. La metamorfosis romántica, el atajo para predestinar el eco crítico que ha hecho del ser humano una ambivalencia. Ese “ser sobrehumano”, satánico y épico, que reveló Isidore Ducasse, nos advierte sobre la pérdida de la divinidad, el encadenamiento de la “libertad mezquina”.

 

III

No en vano San Juan de la Cruz se hace epígrafe. Un asunto del alma. Noche activa del espíritu remoza el tiempo, la hora del olvido. La memoria, “Noche y purgación”, la calle y sus peligros. En “Inseguridad ciudadana”, el poeta nos ilustra —a la vuelta de cualquier esquina— con “la intención de un cuchillo”:

La sangre que al rodar va decidiendo
El aire microscópicas materias
Los órganos rebeldes a la vista

He aquí el demonio, el Satán liberado. La aparición del mal en cualquier página, en una calle desprovista de iluminación.

A raíz de la aparición de Las flores del mal, el mundo literario fue otro. Nydia Lamarque, en prólogo a la séptima edición de Losada de 1976, escribió: “La aparición de este poema extraordinario y único produce una tormenta de odios, una desenfrenada epilepsia de insultos que lo saluda como un coro de maldiciones; se ve humillado ignominiosamente ante los tribunales de lo correccional y condenado por unos cuantos individuos oscuros cuyos nombres sólo se recuerdan hoy penosamente por estar ligados al proceso de Baudelaire”. ¿A qué viene la cita, a qué viene todo esto?

Este libro de Pérez Zúñiga, algunos de sus poemas, incitan asaltos de conciencia. La reacción no será como en los tiempos del poeta francés, toda vez que la estupidez humana, más allá de que sea infinita, ha aprendido a tomar nuevos rumbos, marca otros hitos. Este libro de Pérez Zúñiga agita ciertas aguas, “pensares”, porque, como afirma Hanni Ossot de la poesía: “Nos oscurecemos en sus fuegos. Y oscurecerse significa no pertenecerse. Nos hacemos umbríos, perdemos perfil, nos hacemos equívoco allí donde nos creíamos más nosotros mismos”. Oscuros, sí. Habituados a rasgar vestiduras, a incendiar campos y ciudades. A violentar cuerpos, a desnudar para fundar la pesadilla. En “Plegaria del violador en serie” tenemos una muestra:

Tu carne se abrirá como el Mar Rojo
y atravesándote
llegaré a la Tierra Prometida

Después respiraré tu vida que se acaba
y sólo en el asombro de tus ojos pervive

Te queda un paso por la tierra oscura
Por mis desfiladeros caminan los sonámbulos

 

IV

La frecuencia del hombre: desórdenes, crímenes, milagros. Sus maldiciones, la errancia de sus yerros o aciertos. Dios y Satán. En “Manifestación del fanático, aclaración del militante, el redentor confeso o también furia del esposo” confirmamos la larga noche del delirio: “Yo sé que se puede bajar al infierno / con un abrir o cerrar de párpados // Aquí está la negra / noche / y la negra / lengua / y la negra / palabra la negra / bilis la negra / arma / el arma tan negra // Yo muerdo tu boca hasta hacerte sangre / y hay una patada entre cristales que vuelan / y ha caído un ángel con un vacío / en / la frente de cera...”.

Poema de Pérez Zúñiga que atraviesa la niebla, el fuego, de Rimbaud: “Oigamos la confesión de un compañero de infierno (...) A mí. La historia de una de mis locuras...”.

En Hojas del libro encontrado en un bosque, el poeta madrileño traza el perfil de quien se enaniza, pierde altura, el cuerpo. Esa noche tupida de la poesía, esa selva donde el ser humano cada día es menos presencia. El “hombre / bonsái”, imagen que configura la negación, la metamorfosis que, como señala Daniel Boán, es “la batalla entre el hombre y el medio que lo limita”. En “El bonsái suicida se sintetiza esta angustia: “Estamos delante del hombre que / observa un precipicio con toda su atención / la distancia de / aire / que existe entre estar vivo / y la muerte // Su nariz atrae hacia dentro ciertas / mucosidades una y otra vez / uno y otro pie / mueve el hombre nerviosamente // Se inclina hacia el barranco / —es el último instante— Escupe / al vacío / Y luego se retira”.

 

V

La muerte, la ausencia en Hojas del libro de la casa vacía toca muy de cerca la piel y el espíritu. El poeta Pérez Zúñiga aborda un objeto, lo define para comenzar el viaje de quien no está, también de quien se queda y extraña lugares, ánimos, odios y amores: “Un colchón es la materia blanda / en la que te vi morir / Un colchón es la pradera y el otoño donde yo rodé / enlazada a tu cintura / Un colchón es éste que empujo fuera de casa / con la ayuda de mi padre / para no encontrarme más con tu olor ni con la sombra / de tu peso”. Alfa del dolor: pudo haber sido la madre, la esposa, la hermana. El poema precisa el lugar, la “buhardilla abandonada”, sola de ella, de él, del aliento y del cuerpo. Entonces “la casa está sola”, como sola la madre: “la vida / que desprecia los cadáveres / la dejó sola // el peso de los kilos de una carne ya-nadie / más el peso del ataúd de / ébano // La hemos enterrado / He dicho que la hemos enterrado / Y cómo soportar la diferencia de este no-ella con la he // Hijos-hombres ante una caja / de muerto (...) Sola de sí / Toda de no”.

Los muertos abundan en estas líneas, en estas hojas que la poesía alberga sin denuedo. Los muertos y sus cosas, sus palabras, sus lugares eternos donde “sonámbulos invisibles / ven / por los pasillos”.

Muertos, fantasmas, cuerpos vacíos, sin palabras, rotos, reconstruidos por la voz de quien los atiende. Todas las cosas adquieren vida, la fuerza de quien los dejó: “Se llevan esas cosas que tenían un dueño (...) Se llevan uno a / uno los recuerdos”. No queda nada, “objetos personales / Sin nadie los objetos”. Nada en esta noche de difuntos, de espectros, cercados por cementerios y lápidas cargadas de epitafios.

 

VI
(Cuadernos en Prosa)

Son los mismos tres títulos. Las mismas heridas. La ironía participa sana y cruelmente. Muertos, espectros, sueños, autómatas y árboles: imágenes en un discurso cortante. Un latido de sangre en Bagdad: “Los soldados iraquíes son unos hombres vestidos de verde, un verde que les queda grande. Los soldados que hablan inglés han copiado el uniforme de los muñecos de la infancia. Se matan y celebran respectivamente la caída arrodillada del otro. Son cosas, todas ellas, vistas en la tele”.

La respiración agitada de un lector participa de esta declaración:

Ahora percibes a los espíritus que has hecho habitar en la casa: el pasado es un número inconstante restado al presente constante. Ahora que la dejas. Cierra los ojos: los espíritus que has hecho habitar en esta casa. Que eras tú día a día. Tú dividido y muchos.

Cerramos el libro con una fecha, con una pregunta en futuro. No sabemos si el sueño nos lee, si volverá con las mismas imágenes.