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De malandrines y malsines

Don Quijote y Sancho Panza, por Honoré Daumier (1850)

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Trovadores y fabuladores, entretejidos, alegres o malhumorados, han transitado felizmente por las páginas de nuestro imaginario malandro. El tema ha sido tratado por intelectuales y narradores, ensayistas y fablistanes de la peor costumbre y, entre ellos, sin los favores de la memoria, han quedado, para goce de los lectores de Cervantes, La criminología en el Quijote, de Enrique de Benito y de la Llave, y La criminalidad y la penalidad en el Quijote, de Rafael Salillas, imposibles de encontrar, como lo dice en la introducción del libro de su autoría, Tipos de delincuencia del Quijote, el colombiano Ignacio Rodríguez Guerrero.

En el mencionado trabajo de Rodríguez Guerrero destacan personajes extraídos sabiamente del Ingenioso Hidalgo Don Quijote de La Mancha, que respiran al lado de beatas y curas, sabios y mercaderes. Así, “golfines y fariseos, prostitutas y ladrones, asesinos y embaucadores, bandoleros y homicidas pasionales, con toda vasta ralea de vagabundos y hampones deque nos habla la fecundísima literatura picaresca de la época áurea del idioma castellano”, se pasean orondos y sabrosones por las páginas vivas de nuestra realidad, tan real como imaginaria.

 

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En un “ambiente de abyección y miseria, de sordidez y crueldad, de odio y de venganza”, se mueven estos sujetos, personajes que han seguido alimentando la cobardía y el miedo, la osadía y la bravura.

En estos días de supuestos y presupuestos recogimientos, bien vale traer a este momento de vigilia y temores —alimentados por las sombras— a esos personajes que hemos entrevisto, abiertos o solapados, en las hojas de la obra máxima de don Miguel de Cervantes y Saavedra.

El autor, Rodríguez Guerrero, nos encuentra con La Molinera y La Tolosa, damisela que bien podría asentarse con gusto en El libro del buen amor, donde la Trotaconventos es una simple metáfora de nuestra digestión verbosa, escatológica, de cama, asalto y denario rápido.

Más adelante, entre las correrías por el desierto de La Mancha, nos deja Cervantes al Ventero Andaluz, a Juan Haldudo y el Rico; a Los Cuadrilleros de la Santa Hermandad, a Juan Palomeque y el Zurdo, así como a la famosa Maritornes, “esperpento asturiano”, dueña de “vulgares vicios que la enseñoreaban”.

Luego, Los Galeotes, Ginés de Pasamonte, El Forjador de su deshonra, las Bestias carniceras, Vicente de la Rosa, el Perillán, El fariseo, La esforzada y no forzada, Roque Guinart y Claudia Jerónima. Personajes que nuestro héroe miraba con los ojos de revés. Digamos, inocentes, llevados de la burla grotesca de quienes tenían en Don Quijote un destartalado caballero, aspirante al manicomio.

 

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Carlos López Narváez, miembro de la Academia Colombiana de la Lengua, escribió que del imaginario del Caballero de la Mancha “también brotó el desenfadado catálogo de la truhanería que mezclaba cínicamente religiosidad y desvergüenza, estampas de pobrería honrada y fachas y pergeños de ruindad indecente”.

De malandros y malandrines sabemos el significado de sus andanzas, de alcabaleros y soeces reyezuelos. Pero de “malsines”, nada. Dícese entonces de soplones, “sapos”, delatores y cizañeros, calumniadores y buscadores de tesoros perdidos en el basurero de sus historias personales.

Corrido el intento, vendrá una lectura más honda sobre este tema, tan de hoy, tan de este instante cuando la Ínsula Barataria se ha hecho realidad en los balancines y barriles que a diario alimentan el estómago de quienes aún no se han reconocido en los prontuarios de estos relevantes personajes de nuestro padre Don Quijote. Y cuánta razón tenía Quevedo, develador de conductas desviadas. Burlador de máscaras y quimeras.