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“El grito Nº 3” (1983), óleo sobre tela de Oswaldo GuayasamínEl dolor, el espíritu

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El dolor es una ofrenda, un desgarrador silencio que suscita vértigos, desmanes del alma y el vacío del cuerpo. Como ofrenda, el dolor —ese arlequín que ronda la intemperie más interior— se manifiesta en el horror vacui, en la desmesura y agitación que la naturaleza combina con la conciencia. De nada vale que reconozcamos el dolor en el rostro humano. Es necesario agotar las palabras, destacar la luminosidad del desgarramiento para poder precisar que somos frágiles, ángeles perdidos en el miedo. Demonios acosados por una mala interpretación espiritual.

 

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¿Hacia dónde escogemos la última mirada en el momento en que creemos entender que existe un personaje que nos aturde, nos consume lentamente con sus dientes afilados, ilimitados por esa falsa conciencia que ha elevado el mal del siglo? Porque ese mal du siécle domina todas las tradiciones humanas. El dolor es un reflejo, pero el mal del siglo, el de todo milenio, tiene base en la descreencia, hasta que llega el miedo apuntalado por la muerte, las heridas provocadas por lo inesperado.

Incubado en el tánatos, seleccionamos el espejo para detallar cada paso, la huella dejada por el sismo interior, las amarras desatadas de la nada existente, dinámica, sustantiva y verbal, como apunta Eugenio Trías.

El dolor no es una punzada. Es ese vacío que hemos llenado desde el afuera, para completarlo en el adentro de nuestras miserias.

 

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Occidente arriba a la cultura del vacío. Ya Oriente lo ha llenado, porque el espíritu oriental ha colmado el vaso de todas las iniquidades. Aquí, de este lado del mundo, la cultura de la impaciencia ha procurado ver el dolor como un castigo. Porque el pneuma, el espíritu, sólo ha sido posible a través de la materialización de las virtudes cargadas de defectos: hemos hecho uso de la palabra para transformarla en cuerpo y alejarla de esa sabia expresión que navega entre silencios y orgullos prestados.

Revelaciones, epifanías, despliegues de un protagonismo enfermizo, han hecho de nuestra desgracia un juego de intereses en el que sólo es posible aquella instancia llamada resignación, esa falsa peripecia con la que hemos vivido desde hace quinientos años. Entonces el espíritu se transforma en un vasallo de sombras, y el cuerpo —que no la carne— busca acomodo en los sitios donde impera una luz opaca.

 

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La simulación, la mirada turbia: el espíritu adocenado. Hemos perdido la capacidad de la adivinación. Nuestras pesadumbres tienen precio.

El dolor, contaminado por la búsqueda de su espíritu, el tesoro más caro del ser humano, es sólo un paseo por divinidades que frecuentan nuestras casas para dejarnos desnudos frente a nosotros mismos.