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Sergio Chejfec
Mis dos mundos

Sergio Chejfec

Pero no se movía. El gorrión pendía. La tierra estaba desnuda,
a trechos cubierta por una hierba corta, rala, y además había
demasiadas cosas, un pedazo de lata retorcido, un palo, otro palo,
un cartón roto, un palito, incluso un escarabajo, una hormiga,
otra hormiga, un gusano de nombre para mí desconocido, una tabla,
etcétera, etcétera, hasta llegar a la hierba junto a las raíces
de los arbustos.

Witold Gombrowicz, Cosmos

“Mis dos mundos”, de Sergio Chejfec1

Un caminante escribe la crónica de sus andares por boca de un narrador que lo pervierte. Pese a la veteranía de quien anda y desanda caminos y páginas de ficción, la novela que nos presenta Sergio Chejfec (Buenos Aires, 1956) nos hace tropezar varias veces y recoger los restos de memoria que llevamos a cuestas. Caemos y nos levantamos, retomamos la lectura y seguimos, un rato gozosos, otro con la mente en blanco, tanteando esta experiencia que en Mis dos mundos (Editorial Candaya, Barcelona, España, 2008) encuentra atadura (podría parecer una insolencia, pero se trata —precisamente— de entrar y salir de un relato que se desvanece al menor descuido) en el trabajo anterior de este inteligente y acucioso relator de periplos por parques, ciudades e iconos populares: Baroni: un viaje (Editorial Alfaguara, Uruguay, 2007):

Continuamos el paseo, ahora ya estábamos en la mitad del circuito y emprendíamos la vuelta por el otro lado. Era curioso cómo aquello que ahora no alcanzaba a verse, por nuestra nueva ubicación, estaba presente de todos modos.

Y digo pervierte, porque así como en Baroni... el narrador se somete muchas veces a los mandatos del personaje, igual sucede en ésta que comentamos. Chejfec luce un estilo elegante, perforador porque avanza, pese a que no se mueve, toda vez que su mirada es la de una fotografía. El personaje/narrador “avanza” en un solo sitio, está detenido en un cuento descriptivo, agotador a veces, brillante otras. El territorio que cubre el “personaje” es cartográfico: un mapa para que el mismo lector no se extravíe, sin embargo, el parque se nos hace demasiado grande para un turista que seguramente busca acción. El desarraigo de quien avanza y retrocede es un vago, un itinerante cuya brújula está siempre detenida en el ojo lector del lector, si aceptamos que también hay un ojo que se mueve fuera de la historia. Este ojo en el relato —observador, detallista— promueve la idea de la novela objetal u objetual, tan discutida, tan silenciada, tan echada en el morral de las inutilidades. No quiero decir con esto que Chejfec nade en esta agua. Sólo que hay momentos en que un Claude Simon o un Robbe-Grillet se aproximan y estallan en la memoria. Podría ser una percepción producto del manejo de ciertos discursos semiológicos en los que la fotografía es la que cuenta, describe y opaca.

 

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Esa fotografía del paisaje, donde los actuantes apenas salen a flote por encima de las cosas, los objetos y las reminiscencias, instala al lector en una suerte de biografía alejada de cualquier afectación: se trata de un “hombre sin historia”, solitario, monológico como la novela, porque la novela es él, el resto es una simple decoración que limita las acciones y congela la relación de quien cuenta con el resto de lo que se ve o acontece. El personaje —o el narrador— se cosifica y se hace correlato metafísico, un signo que teoriza.

Casi al final de la pieza, el personaje/narrador justifica todo lo anterior mediante una teoría en la que participan unas líneas punteadas que hacen la imagen, la fabrican. Coloca a Kentridge al alcance de quien lee:

Ahora me acuerdo de Kentridge, el famoso sudafricano cuyos personajes dibujados, en especial uno, por quien tiene una especial inclinación... raramente miran hacia el punto de vista de la imagen... Una mirada visible sería el trazo del recorrido de la mirada, como si se tratara de un haz de luz o de un fluido luminoso. William Kentridge dibuja las miradas a través de líneas punteadas, parecidas a los chorros de la fuente de este parque... una línea punteada podía traducir una relación tan invisible como cualquier mirada (págs. 110-118).

Es decir, este autor ensaya en la novela y aviva la llama de la crónica. El relato se congela y a gotas se pueden observar los detalles de la historia. Como en una fotografía que se descubre frente a una luz opaca, gregaria.

Algunos críticos lo acercan al alemán W. G. Sebal (1944-2001), sobre todo por ciertos rasgos de la novela Austerlitz, donde la combinación de géneros, entre otros juegos, la revela un experimento ya desarrollado, por ejemplo, por John Dos Passos, para no mencionar a otros.

 

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Al final de la obra, el narrador se “humaniza” y hace un perfil del sujeto: “...como un personaje de Kendridge es mi manera de expresar la peor condición, el nivel más bajo del cual uno es incapaz de vivir. Sentirse de ese modo significa estar aplastado en el suelo, pulverizado como consecuencia de un acto de venganza de la materia y deshecho hasta la próxima pero todavía incierta resurrección. Porque aparte, estos personajes no tienen coartada moral, sólo son capaces de expresar un dolor difuso, entre físico y espiritual, aunque no siempre lo hacen, igual que yo...”.

Para el narrador/personaje “el dolor verdadero es un sentimiento prestado, asignado por el espectador cuando observa de cerca...”, como ocurre, en este caso, con el narrador y el personaje de esta novela, quienes miran a los otros personajes (apuestas referenciales) sin apego alguno. Para darle más fuerza a esta aproximación con el personaje, lo dibuja paranoico: “Me sentí amenazado, o muy observado. En realidad eran todas las ideas mías, nadie se fijaba en mí ni en nadie... lo que yo tenía era vergüenza”.

Monológico, para cerrar su ciclo vital en la novela, reconoce que “podíamos ser la misma persona en distintos puntos del tiempo. Un espectro del futuro, una advertencia elocuente pero sin significado claro, excepción hecha de su afán por caminar”.

Reconoce, ya para disiparse, que sus mundos no estaban separados. Visible o invisible, un caminante narrador/personaje que sigue en el mismo lugar, inmóvil, con la misma mirada, con el mismo perfil. Quien se mueve de sitio permanece en el mismo lugar, pareciera ser otra tesis de este obsesivo observador.