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“Órbita”, de Miguel Serrano LarrazÓrbita

1

Dejé el libro. Lo dejé agónico una mañana y al día siguiente ya era cadáver. Lo dejé morir mientras imaginaba la cara de Miguel Serrano Larraz en Valencia, Venezuela, una noche de confesiones y lecturas nerviosas. Imaginé la radiografía —o tomografía— de la portada y me deshice bajo el calor de estas horas de octubre.

Convertida la imagen en polvo cósmico, regresé a Órbita (Editorial Candaya, Barcelona, España, marzo de 2009) y vacilé. Ya me había consumido 174 páginas. Volví a dejarlo, materia insepulta, sobre la mesa que orbita alrededor de varios tomos que esperan la visita de quien esto rasguña.

Y me até a unas declaraciones del autor: “Cada individuo es como un cuerpo celeste. Cada amigo, cada miembro de mi familia, es como un satélite que gira a nuestro alrededor...”.

Ciertamente, se trata de nueve relatos que dan vueltas alrededor de un tema. Se trata de nueve relatos que se recogen y vuelven a expandirse, como unos asteroides que buscan estrellarse en algún lugar, pero no lo logran. Entonces, se mueven sin descanso frente a la boca de un hueco negro, hasta que se esfuman.

El libro, sucio de realidad, me advierte a través de un muy realista Miguel Serrano Larraz:

—El tema central es la pérdida de la inocencia, el momento en que nos damos cuenta de que vamos a morir. Es el retrato de mis heridas y de mis alegrías.

Mientras repaso el eco de estas palabras, imagino a Serrano Larraz en Zaragoza —bajo el alero de un edificio— en búsqueda de algún contemporáneo de los años 90 o de alguien de décadas anteriores para convertirlo en sus heridas y alegrías.

 

2

Esta lectura de Órbita se me hace el relato de un “vacío insalvable”. Aquí respiro y abro los ojos mientras Samuel Soriano (“Órbita”) declara tener 14 años y no querer morirse nunca. ¿Pérdida de la inocencia o la revelación de que la eternidad no está en una carta ni en los números finales de un problema de álgebra? Las motivaciones intelectuales de Soriano son el apresto de un Bernardo R., quien ha sido sometido a la gravedad de la insistencia de un joven que —al fin— ha dado con la cara de un personaje con quien ha tenido una relación lejana, epistolar, científica.

Se me ocurre, sin ningún ánimo literatoso, acudir a La cantante calva o a Buscando a Godot. No recuerdo si Serrano tiene entre sus preferencias a Ionesco y a Beckett. Lo cierto es que Soriano sí halló a su Godot y se pudo comunicar con su vecino de autobús o de edificio. “No hablaron más”. ¿Es que acaso lograron hacerlo como soñaba el muchacho? “...Bernardo R. estaba viejo o enfermo, o tal vez viejo y enfermo, y supo también que en algún momento de la noche, en algún momento de las tres o cuatro horas siguientes, tendrían que despedirse, y que esa despedida sería tal vez para siempre, y que jamás ya iba a poder hacerle ninguna de las preguntas que llevaba años preparando”. Pese a todo eso, sentía que podía morirse tranquilo, porque “es la única persona que podría entender mi vida, y no hemos hablado porque no era necesario, porque no es necesario decir nada más”. ¿“El vacío insalvable”? No sé, habría que preguntarle a Bernardo R. o a Godot.

La única razón para sellar el relato está en que “el final era lo único que siempre había tenido claro, que el final era siempre lo primero que consideraba al enfrentarse a cualquier proyecto”. Cerrado el círculo.

 

3

Hay juegos, saltos u obviedades. En todo caso, Órbita es una aventura donde confluyen elementos tradicionales y contemporáneos, más allá de Cortázar, Bolaño, “nocillas” o reglamentos viales. Se trata, pues, de un libro de cuentos donde la inteligencia de su autor se vale de un humor volátil, agónico, sugerente, quien busca “la revelación, la respiración” de historias que emergen sin necesidad de empujarlas, de añadirles adjetivos innecesarios. Órbita es un tratado de emergencias en el que el lector termina fascinado.

El relato “Y sólo del amor queda el veneno” abre con Ionesco. Entonces, la rubia del tercero, una muchachota llamada María Luisa, desencadena toda una aventura que no asoma el olor de hormona alguna. ¿O sí? Sólo el ojo agrimensor del narrador. Un voyeur dedicado a “enamorar” o a fabricar una historia dentro de otra, una historia que se desanda en los anónimos que recibe la mujer. La soledad —tema que hace de la muerte un aviso— es el momento para descifrar que el oficinista, quien le escribe y la invita a salir, no es más que un oficioso de las letras, un engañador. Después de tantos papeles, de haberla sonsacado para llevarla a cenar, deslizó un sobre azul bajo la puerta:

“No se engañe, señora, yo a usted no la quiero. Yo sólo estoy haciendo literatura”. Sólo el gato de la joven, Bartolo, fue testigo de la reacción de la rubia. Perverso el chaval, ¿no?

 

4

Pasaron unas semanas. El libro de Serrano permanecía en silencio, como un muerto. Me engrané con una hora. Tomé el tomo y me senté a digerir “Últimas señales”, para mí el relato cuya argumentación se sometió a la vida “bastante monótona” del autor, tanto que “he tenido que hacer literatura”. Se trata de una historia donde se unen la ironía con una ternura extraña. O digamos, cierta alevosía que conduce a confirmar la existencia de unos sujetos, dos hijos, que le regalan a sus jubilados padres un contestador automático, el cual se convierte en su razón de vida, toda vez que descubren el mundo y hasta la tragedia.

“Antes de marcharse, aquella tarde, los hijos obligan a los padres a grabar un mensaje con su voz, a dúo, para el contestador automático. Estamos de viaje (han dicho los padres, muy serios, como si fuera una declaración oficial, con algo del respeto atávico hacia todo lo que nos va a sobrevivir, recitando, como escolares de posguerra que fueron), quién sabe cuándo volveremos. Déjanos un mensaje después de la señal y concertaremos una cita a nuestro regreso”.

Así, “Los padres se han acostumbrado tanto y tan rápido al aparato que lo han convertido en el centro de sus vidas (...). La idea del contestador automático fue del hijo pequeño. Ahora, cada vez que van a visitar a los padres, vuelven (los hijos) un tanto confusos, pero al mismo tiempo divertidos, expectantes, emocionados. Nunca habían visto a los padres comportarse así, tan vivos, tan adolescentes, tan locos”.

Para ellos, el mejor regalo de cumpleaños para uno de los hijos fue grabar todos los mensajes en un casete, donde hay noventa minutos con su voz. El final conmueve, más allá de la escena irreal, aquella que convierte la voz de un muerto en la consagración de la eternidad. El hijo mayor se ha matado en una carretera, pero ha quedado la voz grabada en el aparato, un poco antes del accidente. El lector queda pasmado con la voz de la madre, golpeada por la tragedia. El teléfono no fue levantado. Un poco antes del choque, la madre se quedó con el eco del hijo. La paradoja: “El que conducía era el otro, el amigo. Iban a ver un museo, creo. El amigo está vivo. Tu tío se está ocupando de todo (ha dicho la madre), lo traerán mañana, o pasado mañana, y lo enterraremos el miércoles. ¿Te das cuenta? Me ha dicho que no me preocupe, y que no ha sufrido”. La cita no se logró concertar.

Estas “últimas señales” nos conducen a una actualidad desconcertante, que orbita alrededor de símbolos que tuercen la realidad. O la reinventan.

Un poco más allá de la lectura, descalabrado yo, coloco el libro y me echo a recoger las imágenes flotantes en esta órbita sin fin.