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Adolfo Bioy Casares
Oficio de isla

Adolfo Bioy Casares

Todavía no se acabó la primera tarde en estas islas y
ya he visto algo tan grave que debo pedirte socorro,
directamente, sin ninguna delicadeza. Intentaré explicarme con orden.

A.B.C. Plan de evasión.

1

Seco, como la mirada de un huérfano, es el decir narrativo de Adolfo Bioy Casares, de una elegante y aristocrática intensidad donde no hay riesgos ni peligros presuntuosos.

Postergado por el tiempo, en ese gesto de ser isla, por aquello de ponerle orillas a la anécdota, Bioy Casares escuchó —hace algunos años— el atrevimiento de la soledad.

Un ruido de perlas y olas devana la angustia del retorno al sitio donde sus personajes suelen ser expatriados por la ceguera de un espejo multiplicador, como aquel donde se mirara y hallara que su rostro viene de un muy lejos detrás de él.

Desde la invención de Morel hasta la ficción de sus viajes, pasando por el memorialismo de sus deseos carnales, Bioy alcanzó el mito que jamás buscó: sólo la muerte, la que hoy comparte con su partner Jorge Luis Borges, lo hace más mundano, menos incierto.

Voz de isla, a sotavento, el escritor argentino buceó en el misterio de una narrativa compartida con Borges, y de allí emergieron animales mitológicos, tramas policiales, sabores y olores florales, e una suerte de traducción derivada del encanto de seudónimos y apasionados mensajes a su intimidad: B. Suárez Lynch, en coyunda con Honorio Bustos Domecq, rehízo el camino de Ulises: un hilo infinito que se rompe con la llegada de María Kodama: distanciados, envejecen Borges y él, entre la ceguera y los saltitos en una cancha de tenis, respectivamente.

 

2

También he pensado en los amigos, en las noches conversadas
en algún café de la rue Vauban, entre espejos oscuros y en el
borde ilusorio de la metafísica.

Bioy Casares viajó su imaginario entre las páginas de Plan de evasión, El sueño de los héroes, Diario de la guerra del cerdo, Dormir al sol y Memorias, en el que animó hasta el agotamiento sus “fantasías metafísicas”.

Amante de los espejos, tuvo una vida bastante larga para reproducirse en ellos: Bioy Casares convocaba la negación de la realidad a través del vidrio trifásico en una habitación donde comenzaron a hacerse presentes los personajes del mundo fantástico donde estaba metido. Entonces —más tarde— llegó Borges: ciego, aterrorizado por las sombras que lentamente le pasaban por sus ojos muertos: odiaba los espejos, por eso la ceguera lo inventaba a él, con los ojos muy abiertos de sus personajes fascinantes.

Personaje de Borges, Bioy es la masticación de una cultura guardada en una enciclopedia, desde donde emergió como realidad virtual, máscara de una sociedad lejana que regresó con el relato “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”.

Con su muerte, Adolfo Bioy Casares pasa a ser un personaje fantástico, soñado por Borges, domesticado por los lectores que lo dejaron a un lado por un largo tiempo, y que hoy retorna en esta referencia testamentaria y clásica, apegada a la verosimilitud, coloquialmente modelada por la “verdad” en sus diálogos y silencios.

Una línea curva lo delató frente a las mujeres. Al final, Silvina Ocampo, con quien amasó la culpa, la ficción que se reclamaba en los momentos en que el espíritu podía más que la carne.

 

3

Tres fueron en un tiempo y aún son nombrados: Borges, Bioy y Victoria Ocampo, la heroína de la revista Sur, que dependía de las cabezas de res que pastaban en los campos de sus antepasados argentinos. Tres que gobernaron en las tertulias de una burguesía acrisolada por los golpes militares que ellos guardaban con celo en los más remotos signos de una ficción sólo localizable en manos que ignoraban la historia de su país. Los lomos de los libros tardaron en regresar a los ojos de los lectores. Pero pudo el tiempo: la ceguera y los espejos volvieron a decidir por la eternidad de Borges y Bioy, compañeros de viaje en una muerte que es imposible silenciar. Uno circular, como las ruinas de sus sombras; otro, isla trifásica, como el espejo que adocenó su manera de mirar las mareas del universo.

 

Gramática del silencio

Distante de la primera impresión causada por La invención de Morel, Adolfo Bioy Casares se muestra como en un daguerrotipo recogido de un campo de otoño. Su muerte, ese diálogo cuya gramática espesa la ausencia, se revela en la sonrisa congelada, legada por aquel tiempo cuando Dormir al sol era una muestra de que la literatura hecha por el autor argentino formaba parte de una gran felicidad, propia de quienes sólo vivían para eso.

La ausencia de Bioy limita, deja al lector con unas páginas inconclusas, derivadas de un mito que nos regresa a la primera línea.

Visto frontalmente, Bioy Casares es una alusión a esa escritura que nos aproxima a un destino cierto: un hombre entre libros muere y nos deja una biblioteca, su voz y un rostro para memorizarlo.

El 14 de mayo de 1989, escribió en Descanso de caminantes: “Los pueblos recuerdan con gratitud a los políticos que los empobrecieron; a los que intentan, y no consiguen sacarlos de la miseria, nos lo perdonan.

”Si los seres humanos fueran únicamente automovilistas, no nos quedaría otro remedio que aborrecer a las mujeres. Coro: ‘Y a los viejos también’ ”.

Y sí se fue, en 1999, lleno de premios, de recuerdos, de algunos lectores que no lo olvidan. Su silencio reescribe este presente.